Iván L. Munuera escribe sobre el ecosistema urbanísitico de La Habana, deteniéndose en la heladería Coppelia como una alegoría de la relación entre arquitectura y geopolítica.
La arquitectura de La Habana, Cuba, ha sido analizada desde diferentes ópticas, aceptando con frecuencia su insularidad. Una insularidad que se reconoce no sólo desde el punto de vista geográfico (la isla), sino conceptual (su posible aislamiento debido a condicionantes sociopolíticos), examinando su trayectoria desde vectores tan diversos como el colonialismo —ya sea del estado español hasta 1898; o las prácticas imperialistas estadounidenses desde esa fecha hasta la Revolución de 1959—; la pos- y de- colonialidad planteadas por el régimen de Castro y la disidencia; la política de bloques producto de la Guerra Fría y su alineamiento con la Unión Soviética; el embargo internacional; o las economías turísticas. Pero lo cierto es que la arquitectura contemporánea de La Habana, especialmente desde el siglo XIX hasta la actualidad, se encuentra lejos de una posición de aislamiento. De hecho, ha estado basada en el intercambio continuo, generando un ecosistema líquido cimentado en la transacción, el diálogo y el debate permanentes.
La exposición Liquid La Habana: Ice Cream, Rum, Waves, Sweat and Spouts (La Habana líquida: helados, ron, olas, sudor y fuentes) que tuvo lugar en la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Princeton, del 9 de abril al 11 de mayo de 2018, se propuso explorar estas transacciones fluidas. [1] El concepto de fluidez utilizado en la muestra no significa en ningún caso aceptación sin fricciones, sino comunicación continua, en algunos casos apacible, en otros violenta. Una serie de intercambios estudiados a través de cinco proyectos arquitectónicos que redefinieron —y continúan haciéndolo— el ecosistema urbanístico de La Habana en particular y de la disciplina arquitectónica en general, teniendo en cuenta los contratos sociales planteados, las ideas sobre modernidad radicalmente confrontadas en estos proyectos, los condicionantes económicos o de género y sexualidad, así como nociones diversas de privacidad, diplomacia, estética, geopolítica, raza y desarrollo. Coppelia, el edifico Bacardi, el Malecón, el club Tropicana y las Escuelas Nacionales de Arte fueron los proyectos revisados en dicha exposición.
Coppelia, la heladería construida en 1966 por Mario Girona, Rita María Grau y Candelario Ajuria, con la consultoría de ingeniería de Maximiliano Isoba y Gonzalo Paz. Desde la óptica de la exposición, vista como un símbolo de la nueva sociedad revolucionaria, Coppelia es un laboratorio tecnosocial donde la creación de nuevas especies —en particular “Ubre Blanca”, una súpervaca capaz de producir más leche que ningún otro ejemplar hasta la fecha—, iba acompañada de acuerdos internacionales y decisiones económicas.
Por su parte, el proyecto de Mies van der Rohe para la sede de Bacardi, el gran productor de ron cubano, contrapuso la versión de un edificio decontextualizado diseñado por un arquitecto de renombre internacional con la de un proyecto estrechamente ligado a la arquitectura cubana existente. El proyecto llevó tres años en su planteamiento (1957–1960) y se produjo en colaboración con Gene Summers y los ingenieros Saenz-Cancio-Martín, Álvarez y Gutiérrez, y Santiago Herrera. Su diseño marcó la trayectoria posterior de Mies en sus sucesivas vidas posteriores, entre ellas la Neue Nationalgalerie en Berlín.
El Malecón, el paseo marítimo de La Habana de cinco millas de longitud, iniciado en 1901 por McKim, Mead & White con la ayuda de Purdy & Henderson Co. se abordó como una obra de ingeniería en la que las nociones de espacio público (se le denomina el “sofá más largo del mundo”) se interrogaron a través de sus materialidades (del hormigón y la piedra jaimanitas al acceso gratuito de wifi). Mientras, las olas —las del océano y las digitales— golpean su superficie y engloban proyectos no construidos (el plan para una isla artificial de Josep Lluis Sert, 1953) y construidos (como el edificio Girón de Antonio Quintana y Antonio Rodríguez, 1967), comenzando desde el burgués Paseo del Prado (obra de Forestier y Raul Otero, 1929).
El club Tropicana (1952), de Max Borges Jr., se plantea en la exposición no como un simple divertimento para turistas, sino como un lugar donde el sudor de los cuerpos en movimiento relocaliza el concepto de arquitectura política mediante una propuesta que combina de manera simultánea espectáculo capitalista con experimentaciones socialistas e ingenieriles (los famosos arcos parabólicos de hormigón armado). Y, por último, las Escuelas Nacionales de Arte (1961–65), de Ricardo Porro, Roberto Gottardi y Vittorio Garatti, de las cuales en la exposición fueron exploradas sus interpretaciones sensuales (a menudo “exotizadas” por la prensa extranjera), epitomizadas en la “fuente vulva”, así como sus hallazgos constructivos (el uso del ladrillo y la bóveda catalana) para convertirse en un símbolo controvertido de la revolución. En todos estos ejemplos se pueden ver las frecuentes colaboraciones entre arquitectos foráneos (de Mies a Girona, McKim, Mead & White o Garatti) y locales (Porro, Grau, Quintana o Borges, entre otros), problematizando las concepciones sobre colonialismo, decolonialidad, arquitectura autóctona e influencias exteriores, antes y después de la Revolución, de manera continua.
Para comprender el alcance de estas transacciones fluidas y sus planteamientos arquitectónico-políticos, el caso de Coppelia se muestra como uno de los más reveladores, íntimamente ligado a la propia historia contemporánea de Cuba. Una de las imágenes mas famosas de Fidel Castro tomadas durante su viaje a Nueva York en 1959, es disfrutando un helado en el zoológico del Bronx. Había viajado a la ciudad estadounidense en abril, cuatro meses después del éxito de la revolución contra la dictadura de Fulgencio Batista. Hospedado brevemente en un principio en el Statler Hilton en Midtown Manhattan, la comitiva de Castro decidió cambiar rápidamente de ubicación para desplazarse al Hotel Theresa en Harlem, tras la invitación de Malcolm X. Decidió, también, cambiar de itinerario y visitar los puntos más populares de Nueva York —Central Park, Harlem y el zoológico del Bronx—, en apoyo a la lucha por los derechos civiles y sociales en EE.UU., decisión que enfureció al gobierno de Eisenhower, quien propondría el embargo en 1960 cortando los lazos diplomáticos en 1961. A partir de esto, la fotografía de Castro tomando un helado es mucho más que una anécdota. Para Castro, el helado se convirtió en parte de su proyecto de recomposición social revolucionaria. Inmediatamente después de la Revolución, Castro ordenó a su embajador en Canadá enviar a Cuba veintiocho contenedores de helado de Howard Johnson’s, la compañía estadounidense. Tras probar todos los sabores, Castro decidió que Cuba necesitaba responder en una escala revolucionaria creando algo más grande y mejor, aunque lo suficientemente barato para que todos pudieran disfrutarlo, subvencionando su fabricación y el producto final.
Fidel Castro comiendo un helado en el zoo del Bronx en Nueva York, 1959. Imagen cortesía de Iván L. Munuera
La apuesta por el helado subvencionado era triple. Por un lado, era un obvio desafío a una de las marcas capitalistas por excelencia, uniendo activismo político con disfrute desenfadado. Por otro, era un modo de introducir en la dieta cubana los productos lácteos, ayudando a combatir la rampante desnutrición y mortandad infantil que reinó durante los años de la dictadura de Batista. Para ello, el consumo hipercalórico de helados servía como contrapunto festivo. Por último, la producción de helados necesitada de azúcar, lo cual hizo nuevamente respetable el cultivo de la caña de azúcar (ligado al régimen anterior a la revolución), transformando el paisaje productivo y agrícola de la isla, así como la economía e intercambios comerciales. De esta forma, Cuba pasó a ser uno de los mayores exportadores de azúcar para los países del bloque soviético.
En la actualidad, tanto los cubanos como los visitantes foráneos, pueden disfrutar de helado con precios diferentes (más barato para los cubanos) en la heladería Coppelia. Ubicada en el barrio de Vedado, en el solar que antes ocupaba un antiguo hospital infantil, su localización mostraba la nueva cara del gobierno de Castro: a pocos metros del antiguo Havana Hilton (ahora Hotel Habana Libre, diseñado por Walton Beckett, Arroyo y Menéndez), del Edificio Radiocentro CMQ, responsable de las comunicaciones del régimen, de los Cines Yara, de la Universidad y de la Rampa, la calle de subida desde el Malecón, sede de la mayoría de edificios gubernamentales e instituciones. El Coppelia se convirtió así en la intersección de los posibles futuros de Cuba. Con su estructura abierta de hormigón, rodeada por un frondoso jardín tropical, su construcción señalaba un cambio en la concepción arquitectónica de La Habana: frente a las grandes torres verticales que habían marcado el régimen anterior (de la Embajada de EE.UU. de Harrison y Abramowitz con Mira y Rosich, 1952; al Hotel Riviera de Johnson, Polevitzky y Carrera, 1957), el Coppelia planteaba una estructura expandida y horizontal en forma de araña, determinada por el embargo, ya que la falta de acero provocó el abandono en la construcción de edificios en altura (algo también perceptible en las Escuelas de Arte).
Escuela Nacional de Ballet, Vittorio Garatti. Imagen cortesía de Iván L. Munuera
El nombre de Coppelia y su logo (las piernas de una bailarina con zapatillas rojas) se debió al ballet de Léo Delibes, una de las piezas más significativas del Ballet Nacional de Cuba, dirigido por Alicia Alonso. En el nuevo régimen cubano, la disciplina del cuerpo producida por el baile se regeneró a través de la propia dieta. Por otro lado, Coppelia era también el ballet favorito de Celia Sánchez Manduley, revolucionaria de Sierra Maestra, preocupada de manera especial por los temas relativos a nutrición y promotora de la heladería. La estructura circular abrió al público el 4 de junio de 1966 y sus largas colas rápidamente se hicieron famosas. En el menú de Coppelia aparecieron veintiséis sabores, en homenaje al fallido golpe revolucionario de Moncada del 26 de julio de 1953, evento que inspiró la revolución cubana.
En una escena famosa de la película Fresa y Chocolate (Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, 1993), los dos protagonistas se encuentran en Coppelia. En un momento en el que el estado perseguía a las comunidades LGBT+ y a la disidencia, la heladería se convirtió en un punto de encuentro a través de códigos ocultos. El personaje interpretado por Jorge Perugorría explica que los sabores de fresa y chocolate ayudaban a dirimir la orientación sexual de los visitantes, siendo la fresa la opción más queer. En la actualidad, el rol de Coppelia como espacio de interacción urbana se ha redefinido a través del servicio gratuito de wifi, replicando el espacio público físico en el contexto digital. Así mismo, es uno de los lugares en cuyas inmediaciones puede conseguirse el paquete semanal, un terabyte de contrabando con información extranjera desjerarquizada, repleto de series de televisión (pasadas y presentes, de Juego de Tronos a The Wire), música (de Rihanna a Maluma), periódicos (The New York Times, Le Monde), softwares y otros medios (de la revista Vogue a Cosmopolitan).
Esta constelación de cuerpos y políticas encarnadas en el helado y su arquitectura están íntimamente ligadas a la reconfiguración del paisaje productivo y las relaciones internacionales.
La vaca genéticamente modificada “Ubre Blanca”, se convirtió en símbolo de modernización agrícola. Un producto de biodiseño prodigioso —llegó a producir 109,5 litros de leche en un sólo día— que vivió de 1972 a 1985. Castro estaba obsesionado con el proyecto, publicando diariamente fotografías y noticias de la vaca en Granma, el periódico del partido comunista. Cuando Ubre Blanca murió, Castro decidió dedicarle un sello y una estatua de mármol condecorándola en su ciudad natal, Nueva Gerona. Al mismo tiempo, ordenó a científicos genetistas criogenizar muestras de sus tejidos para intentar su clonación en el Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología de Cuba. Ubre Blanca fue disecada y puesta en exhibición permanente en el Centro Nacional de Veterinaria.
La crisis volvió a azotar Cuba en 1990, en el denominado Periodo Especial, tras el colapso de la Unión Soviética. Cuando la República Democrática Alemana (la segunda potencia aliada en intercambio comercial) se reunificó con la República Federal de Alemania, se cortaron millones de dólares en ayuda dedicados a la leche en polvo y a otros productos alimentarios básicos. Casi de manera simultánea, la Unión Soviética, al borde del colapso, dejó de enviar mantequilla. Faltos de divisas para comprar estos productos y sin suficientes vacas para suministrar leche, las autoridades cubanas tuvieron que tomar una decisión: mantequilla o helados. Eligieron helados.
* Liquid La Habana: Ice Cream, Rum, Waves, Sweat and Spouts fue posible gracias a la investigación iniciada a través de un seminario multidisciplinar en la primavera de 2017 en la Escuela de Arquitectura de Princeton, ofrecido por Beatriz Colomina, Rubén Gallo, Bart-Jan Polman y yo mismo, Ivan L. Munuera, acreditando las colaboraciones de los estudiantes Andy Alfonso, Ingrid Brioso Rieumont, Shujie Chen, Iván-Nicholas Cisneros, Darja Filippova, Akira Ishikura, Isidoro Michan, Mercedes Peralta, Javier Rivero Ramos, Gillian Shaffer, Enzo Vasquez, Eda Yetim, Weiwei Zhang. El coordinador en la fabricación de maquetas (realizadas por Adam Ainslie, Sharif Anous, Ece Emanetoglu, Sean Rucewicz y Ece Yetim) fue Grey A. Wartinger, el fabricante Stewart Losee, la coordinadora Kira McDonald y la ayuda de Angel Firmalino, Ryan Gagnebin, Rami Kanafani, Andrea Ng, Anna Renken y Sean Rucewicz. El diseño de la exposición corrió a cargo de KniKnot; y el diseño de las piezas de plexiglás de Fru*Fru.
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