29.02.2016

Cuerpos celestes: Laura Huertas Millán on Patricio Guzmán

Laura Huertas Millán reflexiona sobre la investigación de la inscripción de la historia política en la naturaleza en la obra reciente del cineasta chileno Patricio Guzmán.

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Las montañas áridas del Atacama desfilan por la ventana. Norte de Chile, año 2001. El juez Guzmán busca los cuerpos de los desaparecidos de Pinochet. Al fondo del paisaje, tres volcanes. La película comienza con el viaje hacia una cantera que podría ser arqueológica. Pero no son los restos de los antepasados lo que se busca en el desierto. El juez toma la palabra: esta investigación es un paso más de cercanía hacia la paz social. Isabel Reveco, antropóloga forense, evoca la imagen de dos cuerpos encontrados allí mismo en 1974, desnudos, con la cabeza orientada hacia los volcanes. En sus manos se ven dos pequeños y delicados pedazos de huesos humanos. Me da un poco de tranquilidad, dice una mujer sentada cerca del escenario de la excavación, siento su presencia, siento mucha rabia, siento mucha pena. Éste era mi hijo cuando lo vi por última vez y ahora he visto… no he visto nada. Yo creo que no he visto nada. Sólo me va a quedar el recuerdo de que vine y que a lo mejor aquí quedó mi hijo. Su mirada está protegida por unas gruesas gafas de sol. Filmada en un plano cerrado, en la pantalla grande la presencia de su rostro marcado se vuelve monumento. Lleva colgada en su cuello la fotografía en blanco y negro de un hombre joven.

Los primeros cuatro minutos de El caso Pinochet (2001) de Patricio Guzmán son de tal densidad que podrían ser el incipit de sus tres obras siguientes: Salvador Allende (2004), Nostalgia de la Luz (2010) y El botón de nácar (2015). Durante esos cuatro minutos se inscriben en la retina y en el oído varios motivos que atraviesan su cine: los escenarios abiertos, los rostros, la palabra, el viaje, la investigación y el dolor, que es ciego: No he visto nada, dice la madre. El golpe de estado del 11 de septiembre de 1973 está en el corazón de cada uno de estos tres trabajos. La historia de la dictadura chilena y sus consecuencias vuelven incansablemente, tal vez porque son el origen mismo de su cine: la primera película de Guzmán trataba sobre el primer año del gobierno de Allende. Chris Marker, de paso por Santiago, la había visto y más tarde le había proporcionado a Guzmán un par de bobinas fílmicas para lanzarse en un nuevo trabajo. El rodaje de esta segunda película culminó el día mismo del golpe militar. Guzmán estuvo detenido en el estadio nacional por quince días. Logró ser liberado, recuperar los rollos e irse de Chile. De estos rushes surgió La batalla de Chile, trilogía estrenada entre 1975 y 1979 que selló para siempre el estado de exilio del artista.

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Salvador Allende marcó mi vida. No sería el que soy si él no hubiera encarnado aquella utopía de un mundo más justo y más libre que recorría a mi país en esos tiempos. Yo estaba allí, actor y cineasta, dice la voz del director en la película epónima sobre ese hombre que cambió la historia de Chile y que terminó su vida acorralado por los militares de su propio país en el Palacio de la Moneda. Las fuerzas conservadoras que organizaron el golpe querían exterminar un sistema apenas naciente que proponía una nueva visión social y política de corte marxista, buscando la autonomía nacional y defendiendo valores de izquierda. Las víctimas de la dictadura fueron en gran parte personas de la misma generación del cineasta, seres apenas entrando en la edad adulta. Se atentó contra ellos literalmente y el genocidio no fue suficiente. Volver invisibles, torturar y matar estos cuerpos jóvenes era también, entre otros tantos horrores semánticos contenidos en estos gestos, un mensaje in absentia pero claro hacia la nación chilena y hacia el mundo -en pleno contexto de la guerra fría. El golpe de estado y el terrorismo de estado subsecuentes fueron atentados contra la juventud como símbolo, como representación y como ontología.

No es una historia que se olvida. Patricio Guzmán dice, 31 años después, en su filme Salvador Allende: El pasado no pasa. Vibra… Roberto Bolaño, gran escritor chileno de la misma generación que Guzmán, también preso durante algunos días y exiliado después del golpe de estado, declara en su discurso de Caracas (1999): “en gran medida todo lo que he escrito es una carta de amor o de despedida a mi propia generación, los que nacimos en la década del cincuenta y los que escogimos en un momento dado el ejercicio de la milicia, en este caso sería más correcto decir la militancia, y entregamos lo poco que teníamos, lo mucho que teníamos, que era nuestra juventud, a una causa que creímos la más generosa de las causas del mundo y que en cierta forma lo era, pero que en la realidad no lo era. (…) Toda Latinoamérica está sembrada con los huesos de estos jóvenes olvidados.

Tanto Bolaño como Chris Marker (sobre todo en su película Le Fond de l´air est rouge, 1977) no cesaron de (auto)analizar duramente lo que implicaba una juventud militante y de izquierda. El cine de Patricio Guzmán no se concentró tanto en este proceso, pero sí está anclado claramente en el proceso del duelo de este trauma originario. Su cine está anclado en el proceso de reconocimiento de las víctimas, en la resistencia de las familias – en particular de las madres que su cine honra una y otra vez. Es un cine obsesionado por la memoria, por la reparación y por escribir historia. Un cine que también podría ser “una carta de amor o de despedida a (una) generación.

La palabra generación viene del latín generatio, la cual es derivada de genus, cuyo primer significado es: origen, extracción, nacimiento. Contiene un doble movimiento semántico: designa un colectivo, un grupo de personas nacido en la misma franja de tiempo y evoca también una génesis. En los trabajos realizados después del 2006, año de la muerte de Pinochet, surge en el cine de Patricio Guzmán un nuevo dispositivo narrativo que le da aún más sentido a la doble oscilación de esta palabra.

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Nostalgia de la luz comienza mostrando un enorme telescopio que se prepara a mirar el más allá a través de la transparencia del cielo del desierto de Atacama, un lugar tan seco que momifica naturalmente los cuerpos. Los vestigios que yacen en estas tierras no se descomponen. Allí, los astrónomos se codean con historiadores y arqueólogos, pero también con un grupo de mujeres que recorren incansablemente este territorio. La película vincula de esta manera dos búsquedas literal y figurativamente siderales. Por un lado, científicos venidos del mundo entero buscan los ecos del Big Bang que circulan todavía en alguna parte del universo. Por otra parte, las madres de los desaparecidos buscan los restos de sus hijos, desmembrados y esparcidos a través de 105 000 km² de aridez. Ambas investigaciones son de escala infinita, como agujas en un pajar, y ambas están vinculadas con la noción de origen. El nacimiento mismo de la vida según los astrónomos y por extensión, el futuro de la raza humana a través de la búsqueda extraterrestre. Las mujeres que buscan los restos de sus seres queridos buscan el origen de su dolor, la narrativa escondida tras la ausencia. En tercer lugar, lo que se busca y se cuenta es también el origen del cine de Patricio Guzmán.

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Chile era un remanso de paz aislado del mundo. Santiago dormía al pie de la cordillera, sin ninguna conexión con la tierra. Yo amaba los cuentos de ciencia-ficción, los eclipses de luna y mirar el sol a través de un pedazo de vidrio ahumado. En Nostalgia de la luz se evocan los recuerdos de la infancia del cineasta, el deseo contenido en aquella lejana observación de los cuerpos celestes; la proyección cinemática originada por las historias de viajes por el espacio y por el tiempo, el origen aún más íntimo de una cinematografía. Las fotografías del universo realizadas por Stéphane Guisard, acompañadas de la música de Miranda & Tobar, hacen un vibrante homenaje a las películas de viaje en el espacio y establecen el tempo de la película, profundamente atravesada por la inquietud de la tenue frontera entre la vida y la muerte. Es en esta película en donde el cine de Guzmán logra sus transiciones más impresionantes, el pasar de las imágenes de una galaxia en movimiento a una momia indígena, un cuerpo petrificado cuyas órbitas vacías miran a la cámara.

Este vértigo cósmico del origen y del fin, del cosmos a la calavera, hace pensar en la iconografía melancólica. La melancholia, término latín heredado del griego μελαγχολια (literalmente : “bilis negra”), es uno de los cuatro humores que según Hipócrates habitan el cuerpo humano. Los sujetos en los cuales predomina este humor serían (más) propensos a estados de aflicción y abatimiento. Una tristeza cósmica que más tarde se caracterizó como el “carácter saturniano”, que Durero representa en 1514 en el grabado Melancolía I de la serie de sus Estampas Maestras como una figura alada meditabunda y acongojada. Figura que atraviesa todos los bordes políticos de la(s) cultura(s) occidental(es), la iconografía melancólica asocia la anatomía y el firmamento, lo infinito y la vida humana pequeña y vulnerable, los estados de ánimo, las transformaciones propias a la naturaleza y finalmente, la entropía. El “sol negro de la melancolía”, el eclipse emocional enunciado por Gérard Nerval en su poema El Desdichado (1854) hace eco a uno de los símbolos del misticismo nazi, el sol negro, compuesto por tres esvásticas. En la obra de Roberto Bolaño se expone reiteradamente lo corrosivo de esta iconografía sombría. Por ejemplo, en La literatura nazi en América (1996), Ramírez Hoffman, el infame, escribe oscuros versos en latín en el cielo con un avión Messerschmitt de la Luftwaffe, casi a manera de mofa contra los románticos alemanes como Novalis y Caspar David Friedrich que ven en las extensiones naturales infinitas un espacio de proyección del Stimmung (estado de ánimo). Si Roberto Bolaño y Patricio Guzmán nos parecen ser dos planetas muy diferentes de una misma galaxia, se puede, sin embargo, notar la recurrencia de las figuras del desierto y la del cielo en ambas obras. Allí donde Bolaño se sumerge en la oscuridad de la estética fascista para mirar de frente el horror, Guzmán opta al contrario por mirar insistentemente hacia el lado de las víctimas.

Dice el personaje de Valentina Rodríguez en Nostalgia de la luz: la astronomía me ha ayudado a darle otra dimensión al tema del dolor, de la ausencia, de la pérdida. Hija de presos políticos desaparecidos, la joven mujer fue criada por sus abuelos. Pensar que todo comenzó en un ciclo y no comenzó y no va a terminar en mí, ni en mis padres, ni en mis hijos, que todos somos parte de una corriente, de una energía, de una materia que se recicla, como las estrellas que tienen que morir para que surjan otras estrellas, otros planetas, para que surja vida… en ese juego, yo creo que lo que les pasó a ellos, su ausencia, cobra otro sentido Valentina se encuentra lejos del tropismo romántico; no se trata de contemplar las estrellas para proyectar el dolor propio, sino al contrario, se trata de entender una alteridad soberana que nos incluye pero que no depende de nosotros. Poder aceptar una posición en el mundo en el cual no somos centrales, entrever nuestra participación y comunicación en y con un movimiento que nos excede. Más tarde, la película nos revela que la materia que conforma las estrellas no es otra más que calcio, la misma de los huesos humanos. Lo cósmico es humano y viceversa, en sentido literal. En la inclusión de un espacio en el otro, en su interferencia, parece radicar la posibilidad de una resiliencia.

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El territorio y la nación han sido siempre puntos de gravedad en el cine de Patricio Guzmán. Pero en Nostalgia de la Luz se intuye un arraigo que traspasa los límites de un país: en los observatorios del desierto de Atacama se piensa la existencia entera de la especie humana y su fragilidad. Pensamos ahora en un evento que ocurrió en el año 1968, bien conocido por haber sido el año de apogeo de varios movimientos generacionales políticos y estéticos reivindicando la libertad – entre otros los “cine-tract” (1), de gran influencia en el cine documental. Este otro evento que nos interesa no tiene que ver con estas revoluciones pacíficas y/o acribilladas por los poderes dominantes. Sin embargo, su extraña sincronía con éstos genera reflexión. Fue en efecto durante este año que se publicó la primera fotografía del globo terrestre, tomada desde el Apollo 8. En esa imagen no había separaciones abismales entre las naciones, ni entre éstas y los elementos naturales: todo participaba de un mismo movimiento circular, un globo unido y azul. Era la primera vez que se representaba nuestro planeta desde el exterior y parecía pequeño, un elemento más, parte de una infinita noche cósmica. La humanidad pudo verse desde afuera. El exterior se volvió interior y viceversa.

En El botón de nácar (2015), Guzmán regresa a esta circularidad entre los elementos naturales y lo humano, lo interior y lo exterior. El punto de partida de la película es el agua, elemento que constituye más de la mitad de la materia de nuestro cuerpo. Mirando las estrellas, me atrajo la importancia del agua. Parece que el agua vino del espacio exterior y que la vida nos llegó en los cometas que formaron los mares, nos dice la voz en off del cineasta, al tiempo que nos muestra un pedazo de cuarzo en el cual se puede ver encapsulada una gota de agua de más de 3000 años. Este nuevo viaje cinematográfico nos lleva a orillas del océano Pacífico en la punta sur chilena, un vasto archipiélago de 74.000 kms de costa, donde viven y vivieron varias etnias indígenas, entre ellas los Selk’nam, los Yamana y los Kawésqar. Asesinados, secuestrados, reducidos a la esclavitud, estos nativos fueron víctimas antes que nadie en Chile de la segregación y del genocidio. Guzmán traza la inexorable cronología hacia la extinción de una nación multiétnica que vivía en comunicación constante con el agua. Pueblos de navegantes y pescadores, adoraban tanto al océano como a las estrellas. Las fotografías de Martín Gusinde, etnógrafo y sacerdote austriaco que visitó la Patagonia a principios del siglo XX, muestran a los Selk´nam en sus rituales sagrados, pintados de los pies a la cabeza, con dibujos que Guzmán compara con constelaciones. Más de medio siglo más tarde, Paz Errázuriz, fotógrafa chilena, vuelve hacia Tierra del Fuego para retratar a los sobrevivientes de estas etnias. Ya no se ven los rituales de comunicación con las fuerzas de la naturaleza sino el dolor de la aculturación en los rostros marcados de manera incisiva por el tiempo y la memoria de la violencia colonial.

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El título El botón de nácar hace eco a Jemmy Button, indígena de catorce años secuestrado en el siglo XIX en Tierra del Fuego por los ingleses. Al no poder pronunciar su verdadero nombre, los colonos que se lo llevaron lo llamaron de esta manera. Además, supuestamente el precio que habrían pagado por él habría sido ése, un botón de nácar. Jemmy aprendió la lengua y costumbres inglesas y vivió varios años en Europa. Al volver a su tierra natal a la edad adulta, nunca pudo volver a adaptarse a un mundo que ya se había vuelto para él extranjero. Resulta difícil no hacer el paralelo entre el exilio de este nativo y el del propio cineasta, para quien hacer una película en Chile es el retorno a un país natal que ya no se habita, cuya cronología prosiguió sin él. Patricio Guzmán une el apodo de Jemmy a otro pequeño botón encontrado en un riel sacado del océano, albergado por años en una vitrina de la Villa Grimaldi (antiguo centro de detención durante la dictadura). Un botón que permitió identificar a un desaparecido. En efecto, casi 1400 cuerpos de detenidos políticos fueron amarrados a pesados rieles y tirados al océano. ¿Qué sucedió con estos cuerpos? ¿Quién ha tomado la responsabilidad de estas muertes? El botón de nácar vuelve a hacer emerger el dolor de estas preguntas, reavivando una historia que está lejos de ser asumida y escrita de manera social y políticamente justa. El mar hace aquí eco al desierto de sus obras precedentes. Ambos paisajes son desmesurados cementerios. El cineasta se pregunta desconcertado, cómo Chile, un país que geográficamente está literalmente arrimado al océano, ha logrado desarrollar su cultura, su economía y sobre todo su memoria sin mirar hacia el agua.

El cine de Patricio Guzmán es eminentemente político, no se puede negar esta evidencia. Más por político no debemos entender necesariamente partidario, ni menos partidista. Sus películas vuelven al fundamento mismo de la palabra política (la polis era en Grecia la ciudad) al poner en el centro la problemática de construir comunidad y memoria en un país fundamentalmente divido por la violencia. La inclusión de las voces y presencias naturales marca un momento importante en su cine. Como la fotografía de la “Tierra azul”, sus películas se vuelven representaciones en las cuales los traumas individuales (los de una persona o de una nación específica) deben ser escuchados por la humanidad entera, y más allá. Son eventos que se inscriben geológicamente en la faz de la Tierra. Es éste el gran poder de su cine, el incluir el problema chileno en la historia misma de la humanidad y de la naturaleza. En su cine ambas cosas comunican y son finalmente, una misma cosa. Estas dos películas hacen eco a modos de pensamiento actuales y que consideramos urgentes, en los que la distinción entre lo “natural” y lo “cultural” es puesta en crisis. Si bien no iríamos hasta decir que el cine de Guzmán es “multinaturalista” (2) ni que es una práctica artística que se inscribe en esta(s) corriente(s) “decolonial”(es) de pensamiento, sí estalla en dos últimas obras una nueva poética que tiende hacia ello, cuyo vértigo sea tal vez aún más político.

 

Notas:

(1) Cortometrajes militantes de muy poca duración en 8mm realizados por autores como Godard, Resnais,…realizados en mayo y junio de 1968 como fruto de los eventos de contestación política de izquierda. La idea original habría sido de Chris Marker.

(2)  “(…) este nuevo estado de los mapas conceptuales nos condujo a sugerir el término “multinaturalismo” para designar uno de los trazos distintivos del pensamiento amerindio en relación con las cosmologías “multiculturalistas” modernas: mientras éstas se basan en la implicación mutua entre la unidad de la naturaleza y la multiplicidad de las culturas (…), la concepción amerindia supondría al contrario una unidad del espíritu y una diversidad de los cuerpos.” Eduardo Viveiros de Castro, Metafísicas caníbales, p.20, PUF, París, 2009

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