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05.11.2018

Hacia una arquitectura medioambiental

Al ser la arquitectura parte elemental de las ecologías sociomedioambientales en las que vivimos, Godofredo Pereira analiza la responsabilidad que tiene la práctica arquitectónica de lograr un habitar del mundo más digno, común y justo.

El cambio ambiental global genera dos desafíos inmediatos a la arquitectura: el primero es cómo responder a sus múltiples consecuencias, de rápidas transformaciones en el uso de la tierra a la escasez de alimentos o los desplazamientos de poblaciones; el segundo es cómo revaluar los límites legales, éticos y políticos de las responsabilidades de la arquitectura, porque —desde una perspectiva medioambiental— éstas no se pueden confinar a lo límites del edificio. Se están haciendo varios avances en todo el mundo para abordar estas cuestiones, desde adoptar prácticas sostenibles de construcción hasta integrar preocupaciones por el contenido energético de los materiales y las emisiones de CO2. No obstante, la complejidad multiescalar y las intricadas cadenas de causalidad que caracterizan las cuestiones medioambientales, sin mencionar las diferentes maneras en que éstas afectan a la arquitectura, requieren ir más allá de las respuestas fragmentadas a un enfoque más sistemático. Implica el desarrollo de un nuevo campo, interesado en reimaginar la arquitectura como práctica que tiene al medio ambiente como su objeto de preocupación.
La arquitectura ha sido siempre un agente medioambiental 
Lo que está en cuestión en la arquitectura medioambiental no debe ser cómo diseñar un edificio sostenible, sino las maneras en que el diseño participa en procesos de transformación medioambiental. El diseño de 1960 de la sede de British Petroleum (BP) en Lagos por los arquitectos de desarrollo internacional Maxwell Fry y Jane Drew es un ejemplo perfecto de la “arquitectura tropical” con su uso de brise-soleil y su interés bioclimático por las condiciones locales, incluyendo los niveles de humedad, la dirección del viento y la orientación solar. Pero este edificio también dio forma a la administración de variada destrucción medioambiental. En aquella época y en las décadas siguientes, Shell British Petroleum era uno de los sujetos claves en la contaminación de petróleo del Delta del Río Níger. Entre 1958 y 2010, las industrias petroleras derramaron entre nueve y trece millones de barriles de petróleo en el ecosistema del Delta. La sede de BP no era una relación distinta sino una parte fundamental de la arquitectura extractiva del petróleo. Dicha sede era necesaria para gestionar la circulación de mercancías desde Nigeria hasta EE.UU. y Europa, y alojaba lo que era en su mayoría una fuerza laboral blanca. Decir que la arquitectura es un agente medioambiental no se aplica sencillamente a sus consecuencias materiales directas (la interrupción de capas freáticas o deforestación que se asocian típicamente con, por ejemplo, formas explotadoras de urbanización). Se refiere también a su participación en dispositivos medioambientales más amplias. Con relación a la afirmación, muchas veces disputada, de que los arquitectos son responsables solamente por el edificio, tal rechazo deliberado para responder a las consecuencias más amplias de los arquitectos es en el mejor de los casos una posición cínica, y en el peor de los casos una contribución al ecocidio. Si a esto se suma la práctica común de seguir la corriente en ofrecer imágenes “sostenibles” y “ecológicas” para corporaciones codiciosas, empezamos a darnos cuenta hasta qué punto la negligencia medioambiental ha caracterizado las prácticas arquitectónicas.
La violencia medioambiental es molecular
No estamos todxs juntos en esto. Algunos ambientes están cambiando más rápido que otros: en los EE.UU., por ejemplo, las comunidades afroamericanas, latinas y nativo americanas han sido afectadas de manera desproporcionada por la decisión de instalar industrias contaminantes o plantas de tratamiento de residuos tóxicos en sus proximidades. [1] Lo que distingue a la violencia medioambiental es que muchas veces es invisible, lenta, remota e indirecta —en otras palabras, molecular. Los contaminantes tales como el mercurio y el arsénico que permanecen por la minería, o los pesticidas usados en el mantenimiento de plantaciones de monocultivo, poco a poco van transformando los ambientes, y al hacerlo, a menudo refuerzan formas raciales o coloniales de violencia (por supuesto, el colonialismo siempre ha sido un proyecto medioambiental). [2] Globalmente, las áreas de extracción de recursos tienden a trazarse según líneas raciales, donde las minorías, desdichadas, son quienes más sufren de los efectos moleculares del capitalismo: ya sea directamente por derrames de petróleo, contaminaciones de agua o contaminantes atmosféricos, o indirectamente por las transformaciones que éstas imponen a modos de coexistencia. [3] Es porque la violencia medioambiental es frecuentemente imperceptible que tales formas de violencia pueden seguir persistiendo. Sin embargo, cuando surge la resistencia, la violencia medioambiental puede volverse directa y visible. Los pueblos originarios están específicamente en riesgo. Según Global Witness sólo en 2016 fueron asesinados 201 activistas medioambientales en todo el mundo, la mayoría parte de grupos indígenas. [4] Las mujeres están a la vanguardia de luchas medioambientales: las iniciativas como Womin, Not1More o COPINH (fundada por Berta Cáceres) han sido claves para destacar la discriminación por género y la violencia en disputas medioambientales. En el contexto de las transformaciones medioambientales actuales, más apremiante que diseñar futuros sostenibles para un futuro cambio climático es reconocer cómo, para la mayoría de las personas, la situación actual ya es inalcanzable.
Los ambientes son relaciones de coexistencia
¿Pero qué son los ambientes? Frecuentemente se confunden con hábitats, ecosistemas o ecologías; sin embargo, un ambiente es un caldo de cultivo o un entorno. El caldo de cultivo aquí debe entenderse no como una entidad per se sino como una consistencia formada por relaciones de coexistencia. Un lago es un ambiente, pero no como una entidad geográfica. Se requiere la formación de un espacio estable o una consistencia para que exista un ambiente: en este caso una relación estable (pero no estática) entre el agua, el estrato geográfico, el clima, el pez, las algas, etc. Los ambientes son la consistencia generada por modos de coexistencia entre cuerpos vivos y no vivos. Son relaciones consistentes entre cuerpos, pero su demarcación no es necesariamente una línea, una frontera o una fecha. En lugar de eso, están existencialmente demarcados. El límite de un ambiente es el fin de un modo de coexistencia. Un bosque, por ejemplo, es un modo muy extraño de coexistencia que, como ha demostrado Eduardo Kohn, se mantiene por una amplia gama de procesos de comunicación (biosemiótica) sin los cuales no podría persistir. [5] Los ambientes son siempre colectivos, siempre en composición con otros ambientes, afectan y son afectados dinámicamente por los cuerpos que los producen. En otras palabras, los ambientes son el producto de relaciones de coexistencia, entre entidades vivas y no vivas. [6] La coexistencia no es sólo molecular sino también semiótica: con esto me refiero no sólo a la semiótica significante del lenguaje y los símbolos, o más ampliamente a la semiótica de los íconos y los índices, sino a toda otra forma de semiótica a-significante que, como las relaciones moleculares, están en juego en las relaciones medioambientales, tales como las existentes entre las bacterias, los árboles y las piedras. Las relaciones moleculares y semióticas deben ser el objeto de la arquitectura ambiental, con la advertencia, por supuesto, de que los humanos no son los únicos ambientalistas. Animales y plantas, hongos y bacterias, todos estos participan en la producción y transformación de ambientes.
Los ambientes se representan a sí mismos
Mientras tanto trabajo contemporáneo sobre el cambio climático y el Antropoceno se enfoca en cómo representar o visualizar los sistemas terrestres cambiantes, a menudo se deja de lado que el mundo ya es un sensorium de transformaciones medioambientales; un sensorium de cambios en modos de coexistencia. Esto es evidente en cómo la nieve negra expresa la contaminación en el Ártico, y cómo el aumento de trastornos de salud mental en contextos urbanos expresa la precariedad de las relaciones laborales. Requerimos una atención diferente a la capacidad del mundo para representarse a sí mismo. [7] Aquí es donde entra la tecnociencia: la naturaleza molecular del cambio ambiental ha estado impulsando una sensibilidad diferente a las propiedades del material, la acústica y los productos químicos, tanto como lo ha hecho con las tecnologías que nos permiten capturarlas, desde simulaciones climáticas hasta tecnologías de teledetección, herramientas de sismología de reflexión, análisis de big data y prácticas de muestreo de materiales y archivos. Todo esto ha sido clave para alimentar la discusión de nuevos problemas y la constitución de nuevas políticas. Sin embargo, un compromiso con las tecnociencias sólo puede ser emancipatorio si se ven éstas como prácticas, modos de existir en el mundo, y no como representaciones avanzadas alejadas de un mundo; si se ven como parte de concretas reuniones medioambientales, en vez de aparatos para eliminar la legitimidad de otros modos de expresión o existencia. [8] Una renovada estética medioambiental debe ser un proyecto en polifonía en tanto que representar siempre es una intervención en los ambientes, una práctica que tiene lugar dentro de relaciones semióticas preexistentes de coexistencia. Ese fue el caso con la escritura de poesía de Ken Saro-Wiwa como manera de intervenir en la destrucción de los ambientes de Ogoniland por Shell Oil. El hecho de que los ambientes se representan a sí mismos indica que el reto para la arquitectura medioambiental no es tanto la estética de cómo mejor representar o visualizar, sino más bien cómo practicar la transformación medioambiental como una estética.

Pensar de otra manera el futuro
La dimensión polifónica de una estética medioambiental requiere la apertura de formas para practicar de otra manera el futuro. El punto clave es no ver los futuros como predicciones; el futuro no es una apuesta, sino el desmantelamiento de relaciones de poder que se presentan como ciertas o eternas. En este sentido, el futuro es algo que se practica, en la manera en que el Afrofuturismo practicó en la escritura y la música un futuro en el que la blancura y el patriarcado no tenían los derechos exclusivos a la ciencia y a la ficción.

Lo que sigue es que no sólo se debe disputar el futuro, sino nuestra relación con el tiempo.

Para los atacameños en Chile, por ejemplo, es el pasado el que está frente a nosotros, el cual podemos ver, mientras que el futuro es invisible, como si estuviera detrás de nosotros. ¿Cómo, entonces, se avanza hacia el futuro mientras se camina hacia atrás? Esta premisa prometeica se desentraña por uno de esos otros futuros que han existido durante mucho tiempo, y que a pesar de los mejores deseos de los proyectos coloniales o raciales, no es una cosa del pasado. Tres aspectos claves valen la pena resaltar en las conversaciones contemporáneas sobre el futuro: descubrir cómo los sitios de mutación tecnológica pueden convertirse en sitios de reinvención medioambiental y subjetiva; considerar los derechos de los que no pueden lidiar con responsabilidades tales como “la naturaleza” y las generaciones futuras; y expandir las estructuras de pensamiento en donde la idea en sí de un futuro se construye. [9] Para reimaginar lo que podrían ser las arquitecturas de coexistencia, debemos esforzarnos en practicar futuros que se basen en la dignidad y la justicia. Para esto podríamos empezar por aprender del ecofeminismo de Ursula Le Guin y sus imaginaciones de cuidado como un principio incluyente de habitar la Tierra, o de las especulaciones medioambientales del Afrofuturismo, de Sun-Ra a Octavia Butler. [10]
Los monocultivos medioambientales son un proyecto en subjetividad
El monocultivo normalmente se asocia con la expansión imperial y su conversión de áreas biodiversas de tierra en plantaciones de especie única —como una cuestión de suelos, aguas y productos químicos; de patentes, herbicidas Monsanto y técnicas de cultivo industrial; una cuestión de perder especies de plantas, animales e insectos; de explotar, secar, borrar y saquear la Tierra. Pero los monocultivos son primeramente un problema de subjetividad que se manifiesta en dos formas claves: en el borrado de modos de vida y producción alternativos —por ejemplo, en el rechazo de la agricultura de subsistencia por la agricultura industrializada y los agronegocios por ser reaccionaria o primitiva— y en la producción capitalista interminable de estilos de vida mercantilizados —cada uno con su propia aplicación, código de vestimenta, cultura especializada de compras, películas y música. Tal como dijo Guattari, “el capitalismo lanza modelos (subjetivos) de la manera que la industria automotriz lanza una nueva línea de coches”. [11] También hay que decir que el capitalismo requiere el unir de la economía material y energética con la subjetiva. Esto es evidente en el acoplamiento de nuevas formas de trabajo precario con la promoción de relaciones laborales y de vida “liberadas socialmente”, o en la promoción global de desarrollos inmobiliarios con exuberantes imágenes tropicales como índice de un vivir “ecológico” y “sostenible”. A pesar de su diversidad, los modelos capitalistas de desarrollo están todos anclados en el mismo principio de valorización (beneficio), y en el mismo modo de relatar y concebir la naturaleza (la extracción). Los monocultivos son tanto una cuestión de soya como de deseos. Ya sea en el interior o los centros urbanos, el monocultivo es un proyecto con dimensiones tanto materiales como subjetivas.

La militancia sólo puede ser desde el centro
Pensar el futuro de otra manera no es rechazar la larga tradición de la arquitectura de pensamiento vanguardista, sino reconocer que su capacidad de identificar y dedicarse a las luchas concretas ha sido muy limitada. También es reconocer que la arquitectura ha sido históricamente privilegiada, colonial y patriarcal, existiendo tranquilamente dentro de estructuras de dominación y control. Las consecuencias del cambio climático y medioambiental seguramente son un incentivo para la transformación de la práctica. Pero antes de intentar conquistar una vez más el espacio de la vanguardia, la arquitectura ambiental sólo puede surgir de la multiplicidad de proyectos de futuro que ya se están practicando en todo el mundo: desde Chiapas y Rojava hasta Marinaleda o Alto Comedero [12]; desde el experimento de Barcelona en Comu en democracia radical, hasta el desarrollo de ECSA de tecnologías post-blockchain o la iniciativa Yasuní ITT en Ecuador. [13] La lista podría seguir. Estos no son modelos ideales, sino a menudo proyectos precarios de emancipación que requieren de apoyo y expansión. La arquitectura puede tener un papel importante en estos procesos, desde el diseño del equipamiento colectivo o la infraestructura, a la investigación espacial en la forma de reportes y en la utilización de herramientas analíticas y representaciones para apoyar declaraciones medioambientales en foros legales. Esto lleva a una forma de práctica que sólo se puede caracterizar como militante: intervenir dentro de los movimientos sociales y las organizaciones populares, las ONGs o las instituciones gubernamentales. Es un asunto de pasar de la posición de proporcionar servicios a la de apoyar críticamente los procesos en curso de transformación social, ya sea a escala de pequeñas comunidades o de alianzas internacionales. Expandir los cánones epistemológicos, legales o democráticos tiene que ser el centro de atención; si la arquitectura medioambiental tiene que comprometerse con el futuro, debe comenzar desde el centro de los futuros que ya existen.
Desde modos de vivir a modos de coexistencia
Si la manera en que la arquitectura concibe el medio ambiente permanece limitada a su forma actual —algo ahí fuera que nos rodea— los arquitectos y diseñadores no podrán abordar las relaciones medioambientales que están en las ciudades tanto como en los bosques. El reconocimiento de cómo los entornos consisten en procesos semióticos y moleculares de coexistencia entre todo tipo de cuerpos tiene como objetivo abordar este problema. Implica, por ejemplo, que la arquitectura afecta y es afectada por el mundo en formas mucho más complejas de lo que generalmente se asume. De hecho, la historia arquitectónica es inmensamente rica en conceptos medioambientales, desde el quanat al acueducto romano, el invernadero del siglo XIX o los interiores con aire condicionado de la posguerra de los EE.UU. Al organizar costumbres, hábitos, rituales y protocolos de ser en el mundo, todas estas arquitecturas dieron forma a ecologías sociomedioambientales muy distintas. Esto es, después de todo, lo que la arquitectura siempre ha hecho mejor: brindar consistencia a los modos de vida a través del diseño de infraestructura y equipo colectivo. [14] Y, sin embargo, el desafío radical para la arquitectura medioambiental no es brindar consistencia a los modos de vivir, sino a modos de coexistir. Por coexistencia, me refiero a la posibilidad de una arquitectura que cuida en vez de enfocarse en la domesticación como el conductor de estar con y entre otrxs. Quién o qué son estos «otrxs” variará de un caso a otro. Tal vez los espíritus de los muertos, tal vez la tierra, tal vez las generaciones futuras.

*Texto publicado originalmente en e-flux Architecture en la iniciativa Positions.

Notas

  1. Ver el reciente estudio de la Universidad de Yale con evidencia de las diferencias raciales y económicas en efectos de la contaminación del aire: Cheryl Katz, “People in Poor Neighborhoods Breathe More Hazardous Particles”, en Scientific American, Environmental Health News, 1 de noviembre de 2012. Consultado el 3 de octubre de 2018: [https://www.scientificamerican.com/article/people-poor-neighborhoods-breatemore-hazardous-particles/]. (Recientemente, motivos similares han llevado al movimiento Black Lives Matter del Reino Unido a clausurar el aeropuerto de Londres como protesta).

  2. Arturo Escobar, Encountering Development (Princeton: Princeton University Press, 1995); Eduardo Galeano, Open Veins of Latin America: Five Centuries of the Pillage of a Continent (Nueva York: Monthly Review Press, 1997); Eyal Weizman y Fazal Sheikh. The Conflict Shoreline: Colonization As Climate Change in the Negev Desert (Steidl, 2015); Jason W. Moore, Capitalism In The Web Of Life: Ecology And The Accumulation Of Capital (Londres: Verso, 2015).

  3. Françoise Vergés, “A Racial Capitalocene,” en Gaye Theresa Johnson y Alex Lubin, Futures of Black Radicalism. (Londres: Verso, 2017).

  4. Según cifras de Global Witness sobre asesinatos de activistas ambientales en 2016, 33 muertes fueron el resultado de conflictos contra la minería y el extractivismo, 23 contra la tala, 23 contra agronegocios, 18 contra la caza furtiva y 8 relacionados con conflictos por el agua. 105 personas asesinadas cuya ausencia deja una herida comunitaria.

  5. Sobre este punto ver Eduardo Kohn, How Forests Think: Toward an Anthropology Beyond the Human (Berkeley, Londres: University of California Press, 2015).

  6. Ver también Felix Guattari, Schizoanalytic Cartographies (Nueva York: Bloomsbury, 2013), para la importante distinción entre non-signifyinga-signifying semiotics.

  7. Ver Nicholas Mirzoeff, Visualizing the Anthropocene (Public Culture 26, No. 2, 2014), p. 213–232.

  8. Isabelle Stengers, “Introductory Notes on an Ecology of Practices,” Cultural Studies Review 11, no. 1, 2005.

  9. Cada tecnología redistribuye un conjunto de coordenadas afectivas y abre posibilidades para la re-imaginación política, ya sea un conflicto sobre la resolución de sensores remotos, la clasificación de hidrocarburos o las estimaciones de la calificación crediticia financiera. Ver Godofredo Pereira, “Dead Commodities,” Cabinet 43, August 2011.

  10. Ver el cuento de Ursula le Guin, Sur, publicado por primera vez en The New Yorker, 1 de febrero de 1982, 38. También ver Octavia E. Butler, Parable of the Sower, 1993.

  11. Félix Guattari, Molecular Revolution (París: Union Generale d’editions, 1977), p. 95.

  12. Me refiero al experimento zapatista en Chiapas, México; a las comunidades feministas kurdas autogestionadas de Rojava en Siria; y a la comunidad indígena autogestionada Tupacamaru de Alto Comedero, en Argentina. Estos son sólo algunos, entre una amplia lista de ejemplos de todo el mundo.

  13. Sobre Barcelona en Comu, ver Manuela Zechner, Barcelona en Comu: The City as a Horizon for Radical Democracy, ROAR, 4 de marzo de 2015. Sobre la propuesta Yasuní ver Godofredo Pereira, Anomalous Alliances: Nature and Politics in the Yasuní Proposal, Anthropocene Curriculum & Campus, Haus der Kulturen der Welt, 2017.

  14. Es importante destacar que dar consistencia en este sentido no es simplemente reforzar lo que existe, sino también brindar apoyo de tal manera que los colectivos puedan fortalecerse y transformarse.

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