Reseñas - Brasil

Germano Dushá

Tiempo de lectura: 12 minutos

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22.09.2018

33ª Bienal de São Paulo, Brasil

Por Germano Dushá, São Paulo, Brasil
7 de septiembre de 2018 – 9 de diciembre de 2018

White-label Bienal

A principios de septiembre abrió al público la primera edición de la Bienal de São Paulo realizada tras el golpe de Estado que en agosto de 2016 culminó con el impeachment de la entonces Presidenta de la República, Dilma Rousseff. Durante este periodo, Brasil vivió el momento de mayor tumulto político en su historia reciente y, ahora, se encuentra en la recta final antes de la fecha prevista para sus próximas elecciones, que serán la disputa más compleja, tensa y caótica desde la redemocratización. Bajo un gobierno golpista capaz de desmantelar cualquier avance de las áreas sociales y culturales de las últimas décadas, observamos una escalada de violencia —general, estatal, y a grupos específicos— siguiendo el aumento de la miseria y de la desigualdad. En este escenario marcado por una asombrosa inestabilidad, se fomentan públicamente discursos de odio conectados a un fascismo descarado y un proyecto liberal simplista y falaz que en ningún lugar del mundo ha sido exitoso.

Es en este contexto que Brasil produce, semana tras semana, sus imágenes más terribles, cuyos fragmentos estéticos se multiplican en las difusiones y ediciones hechas vía medios digitales —siendo la población de este país una de las más conectadas al internet. El baile que invade los noticiarios y los timelines nos cuenta sobre el asesinato a balazos de Marielle Franco, concejala, mujer, negra y reconocida militante de los derechos humanos; sobre ataques conservadores articulados para coaccionar y silenciar actividades artísticas; sobre policías masacrando decenas de habitantes de la calle en una acción en el Centro de São Paulo digna de los tiempos medievales; sobre la caída de un avión con un Ministro del Tribunal Supremo; sobre el presidente —totalmente impopular y notorio corrupto— armado para comprar el silencio de un cómplice en la cárcel; sobre inúmeros casos de femicidio y de ataques brutales a las travestis; sobre un expresidente siendo aclamado por la gente minutos antes de su entrega a la justicia tras un cuestionable proceso criminal; sobre las barbaridades de la guerra promovida por una intervención militar genocida en las favelas de Río de Janeiro; sobre un candidato a la presidencia atacado con cuchillo en medio de un acto de campaña; etc. Son muchas y duras las señales del tiempo… resulta difícil para el arte lidiar con tanta energía.

Los organizadores de la 33ª edición de la Bienal parecen no creer en la necesidad de comprometerse con la temperatura y las urgencias más allá del Pavilhão Ciccillo Matarazzo, en donde se ha creado una burbuja de microclima propio.

Bajo la voluntad de cuestionar cierto automatismo que han tomado los procesos de concepción de las grandes exposiciones globales de las últimas décadas, en las que el papel del curador ganó protagonismo al elegir y articular cuestiones, el proyecto de este año, comandado por el español Gabriel Pérez-Barreiro, se presentó sin singularidad acentuada o algún aspecto propio que pudiera favorecer su identificación. El argumento es que el modus operandi de las últimas ediciones fue importante, pero trajo problemas graves, como la centralización de poder en una sola figura, lo que dificulta la diversidad de ideas y empuja a los artistas a un terreno nebuloso, de menor importancia y condicionado a ilustrar una tesis o un concepto predefinido. Para responder a esta dicha crisis del modelo curatorial, la bienal parte de un discurso deliberadamente genérico. Sin voluntades ni intereses específicos, opta por una especie de no identidad.

Nombrada Afinidades afetivas, en una conjunción pleonástica haciendo referencia del título de la novela “Afinidades electivas” (1809) de Goethe y de la tesis “De la naturaleza afectiva de la forma” (1949) de Mário Pedrosa, la muestra con aproximadamente 100 artistas no tiene una temática definida. En lugar de una proposición autoral, buscó emplear su energía nuclear para pensar en su propia organización, preocupada sólo con las posibles experiencias del público en relación a las obras y en los efectos que de ello desembocan. El foco estaría, entonces, conforme a la lectura que se hace de Goethe y Pedrosa, en los fenómenos que rigen nuestras atenciones y en la actuación potencial del arte para la emancipación individual y las transformaciones sociales, independiente de elecciones formales y narrativas.

En la práctica, la dirección de esta edición tomó dos decisiones fundamentales: partir de una programación visual tabula rasa y formular un modelo operacional fragmentado. El primer punto se revela en una comunicación que fácilmente se confunde con la identidad institucional de la propia Fundação Bienal. Al hacer uso simple, en minúsculas, de la fuente Helvetica —empleada exhaustivamente en todo lugar desde la mitad del siglo XX­—, el objetivo fue tener la mínima interferencia posible en el contenido; hacer algo que sirve para todo, sin al inicio indicar nada. De esta forma, se enfoca más en el número 33 que en su propio título. El segundo punto se manifiesta en una estructura con doce proyectos individuales escogidos por Pérez-Barreiro, el “curador-general”, y siete exposiciones colectivas organizadas por artistas invitados —llamados “artistas-curadores”—, que incluyen también sus propias obras. Se trató, por lo tanto, de establecer pocas y aisladas elecciones, y otorgar buena parte de la constitución de la muestra a algunos artistas, para cada uno trabajar con total autonomía. Siendo así, naturalmente, no existe un sólo camino para recorrer o entender la bienal; en esa fragmentación, cada momento surge con toda libertad y, claro, adecuadamente encapsulado.

La curaduría parece buscar hacerse responsable únicamente de las facultades dadas a los artistas. Asemeja, de cierta forma, a la actividad de empresas white label que desarrollan productos o servicios para ser rotulados y revendidos de muchas maneras diferentes por otras personas, sin el compromiso de involucrarse directamente en el resultado final.

Los proyectos individuales

El grupo de doce muestras está compuesto por ocho proyectos comisionados, un proyecto histórico y tres exposiciones póstumas de artistas latinoamericanos activos en los años noventa que murieron prematuramente y que, a pesar de su importancia, aún son poco conocidos. Además, lo que guardan en común es la temporalidad que compartían en relación a las preferencias del curador-general.

Dispersas cada una, tenemos desde una exposición sin gracia y comprimida de la serie de pinturas de Siron Franco (1947) relacionadas con la catástrofe radioactiva derivada del derramamiento de césio-137, ocurrida en la ciudad de Goiânia en el año de 1987, hasta una propuesta de Luiza Crosman (1987), que reúne mobiliarios post-internet —con clara influencia norteamericana y europea, intervenciones en el edificio y en la audio-guía de la muestra, así como diálogos con la Fundação Bienal para discutir e intentar modelar aspectos del sistema de acción de la institución. La voluntad crítica está presente en otros dos proyectos comisionados: la astuta película de Tamar Guimarães (1967), sobre el ensayo de una adaptación de la novela Memórias Póstumas de Brás Cubas (1881), de Machado de Assis, ocurriendo en las esferas físicas y organizacionales de la bienal, y la red de acciones de Bruno Moreschi (1982), que pretende crear un archivo paralelo para pensar críticamente e intervenir en la producción, difusión y análisis de los registros documentales, archivísticos y de comunicación generados por la 33ª edición. Aunque nada hace vibrar mucho el temperamento, son iniciativas considerables que piensan en los problemas institucionales desde su interior.

En la parte de los homenajes, está una pequeña retrospectiva de Lucia Nogueira (1950-1998), brasileña que radicaba en Londres. Sus obras tratan de intensas e insólitas relaciones materiales-psicológicas entre objetos, espacios y situaciones. Es un trabajo consciente de la volatilidad de las formas, signos y estados mentales, especialmente orientado por una psique brasileña, lo que lo hace capaz de ofrecer buenas provocaciones para estos días. Es de lamentar que está expuesto en un aparato museográfico —mezcla de una pasarela, una exhibición de feria de arte y una unidad carcelaria— que impide al público relacionarse con las obras a través del debido juego corporal, elemento primordial para la artista.

Las exposiciones colectivas

Tanto en la disposición museográfica de las muestras como en sus ejes curatoriales individuales, se hace explícita la nula conversación entre los “artistas-curadores” durante sus procesos de concepción. Cada uno hizo como quiso en su espacio delimitado.

La planta baja, por ejemplo, es ocupada casi en su totalidad por la muestra sentido/común del español Antonio Ballester Moreno (1977), la cual reúne artistas de diferentes generaciones, obras de su abuelo y otras referencias para revisar muy superficialmente las relaciones entre ecología y cultura, poniendo en jaque pensamientos dualistas como naturaleza vs. modernismo, intuición vs. ciencia, estética vs. función, arte popular vs. erudición. Es una buena carta de presentación para una bienal que surgió apasionada por gestos amenos y no por la intensidad del riesgo, por la amplia propuesta y no por el discurso complejo. Justo encima está la exposición organizada por la brasileña Sofia Borges (1984), con muchas obras suyas, de amigos y referencias, como Tunga (1952-2016) y Sarah Lucas (1962), y algunas de artistas ligados al Museu do Imaginário Inconsciente de Nise da Silveira, como Adelina Gomes (1916-1984). Con un laberíntico plano expositivo, hecho con paredes espesas y pesadas cortinas de terciopelo, nos presenta incontables fotos, pinturas y esculturas, pareciendo más una inmensa instalación-disertación de la propia artista sobre sus ideas acerca de los límites de la cultura, el lenguaje y la representación.

En el medio, como parte de la exposición curada por Wura-Natasha Ogunji (1970), estadounidense radicada en Nigeria, destacan las Apariciones, rituales lavatorios de la sudafricana Lhola Amira (1984) —una acción inaplazable de producción de conocimiento y cura con los pueblos originarios y oprimidos de una tierra herida como Brasil—, y las esculturas de sitio específico de la libanesa Youmna Chlala (1974), las cuales dialogan con las propiedades físicas y conceptuales de las columnas de Oscar Niemeyer. De manera similar, una gran escultura de la boliviana Elba Bairon (1947) comenta directamente el edificio moderno en el que se encuentra la exposición O pájaro lento, de la argentina Claudia Fontes (1964). Por fin, fulgura la fachada de la muestra del uruguayo Alejandro Cesarco (1975), con obras de la brillante Sturtevant, una de las más actuales de toda la bienal, quien no obstante, falleció en 2014 a los 89 años.

En la planta más alta, se encuentran lado a lado las muestras de la sueca Mamma Anderson (1962) y del canon brasileño Waltercio Caldas (1946), encerradas cada una en cubos blancos bastante tradicionales. La primera exhibe varias pinturas de la artista-curadora, la única mujer en la muestra, junto a obras de importantes artistas para su formación, como el polaco Ladislas Starevich (1882-1965) con la pionera animación La venganza del camarógrafo —hecha en 1912 con cadáveres de insectos—, iconos rusos y pinturas de Henry Darger (1982-1973) y de siete de sus compatriotas. La segunda, alfombrada, llena de paredes blancas y abarrotadas de obras —siendo la mayoría del propio Waltercio—, remite inmediatamente a los excesos y la hipoxia de los salones de arte del siglo pasado o del ala de las ferias de arte destinadas al mercado secundario, que amontonan un sinfín de objetos y pinturas modernistas. En ella participan apenas una mujer, la venezolana de origen alemana Gego (1912), y en contraste con dieciocho hombres. Aquí nada se ha entendido sobre la importancia de visibilizar una historia del arte más allá de la mirada y el canon masculino. En común, todos se hacen presente por medio de ejercicios formales-espirituales que pasan en un espectro de aproximación con los intereses estéticos, y con la obra es claro, del artista-curador.

Afectos y efectos

Contrario a la visión afectiva de esta bienal, es difícil no estar incitados por el cataclismo que nos acerca, deseando encontrar apenas lo que está a la altura del espíritu del tiempo. Todavía más complicado es intentar simplemente suspender la influencia, para bien o para mal, que las redes sociales ejercen en nuestras vidas, como también señala la curaduría sin adentrarse en el tema. Es simbólico que la exposición haya abierto sus puertas en la semana siguiente a un domingo de máxima tragedia, en que el país atestiguó asombrado el incendio del Museo Nacional de Río de Janeiro. Las imágenes de las llamas lamiendo su sede difícilmente saldrán de la retina de los brasileños en los próximos años, y la idea de que buena parte de su diverso archivo, cuya importancia era incalculable, es ahora cenizas, dejará para siempre marcas angustiantes en nuestro imaginario social.

Una bienal en este Brasil de la segunda década del siglo XXI sólo se puede hacer valer en la urgencia y en la excitación con la que se le concibe; entendiéndola como una oportunidad para desahogar fuertes imaginaciones y realizar proyectos de rara envergadura, que sólo allí pueden salir a la luz. En la hora más alarmante, al vestir una especie de capa translúcida, el proyecto de esta bienal ni siquiera afirma su existencia ni experimenta apagarla. Por un lado deja el juego tan abierto cuanto obtuso, por otro, parece insistir en que estamos cansados de ver: está básicamente confinada al campo expositivo del pabellón, se basa en selecciones personalistas, presenta un concepto sustentado en referencias bibliográficas y habla una palabrería meta-discursiva que sólo apela a especialistas.

A pesar de ser burocráticamente competente, no se toman riesgos y posiciones, por lo que no revisa ni radicaliza nada. Sólo entrega lo que podría estar en las dependencias de cualquier museo o galería de cualquier escala, en cualquier lugar del mundo. En ese sentido, se aleja del potencial que encierra la institución sobre su función pública. En fin, aunque acertadamente se refute la gestión automática de la totalidad para que nada esté por encima de las experiencias singulares de cada fragmento, toca muy poco el enigma vital que rige a los afectos, del cual Goethe nos habla. Toca menos todavía la posibilidad de ser tomados por el poder transformador y revolucionario de la experiencia artística, como propone Pedrosa.

 

Germano Dushá (Serra dos Carajás, 1989) es escritor, crítico, curador y gestor cultural. Formado por la Escola de Direito de São Paulo da Fundação Getulio Vargas – Direito SP, y  con posgrado en Arte: Crítica e Curadoria por la PUC-SP, trabaja principalmente con proyectos de arte independientes y experimentaciones curatoriales, y ha contribuido con diversas publicaciones. Es co-fundador de los proyectos Fora; Coletor; Observatório; um trabalho um texto; y BANAL BANAL.

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