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06.07.2020

Venecia, adivinaciones del presente

Un año después de la Bienal de Venecia de 2019, Laura Petrecca vuelve al evento como una distopía que ahora se hace eco de las realidades de 2020.

Atravesamos el mar en una lancha pequeña que parecía estar a punto de romperse en cada golpe sobre el agua. El horizonte era sólo una gradación del cielo, donde me parecía ver, incluso en la rapidez del viaje, los peces despertando debajo. Y más allá, la ciudad. Pero sobretodo, la naturaleza resistiendo bajo el sol a un archipiélago de casas, una arquitectura en tensión. En cada interior algo diferente, propuestas que, a veces, como cínicas premoniciones, parecían correr casi a la par de una realidad que se gesta siempre más creativa.

Primero pasé por un camino de tierra, para luego descubrir un mundo frágil sobre una gran superficie azul. Era imposible no compararlo con el mar que acababa de cruzar, ambos tenían ese interior celeste pero, en éste, el reverso parecía haberse desplegado. Entre los elementos que estaban cuidadosamente dispuestos, había plástico, teléfonos rotos, deshechos naturales y objetos que llamaban la atención creados en un material frágil parecido al cristal, como la cabeza de un hombre con ojos claros o un pulpo cuyo viaje iba a descubrir después. La combinación, de alguna manera, mantenía cierta belleza. Quizá por la luz que les llegaba y se reflejaba en ellos, tal vez por la cualidad noble del material, a pesar de los desechos tóxicos que evocaban. Caminaba entre la  basura cristalizada y fija, tenía que mirarla con detenimiento. Podía asombrarme de la capacidad con la que estaba elaborada o del acierto en  los colores con una inocencia a la que me obligaba un poco para poder hacer el camino más fácil.

Al salir de ese mundo azul, entré de golpe —por error, pensé primero, suponiendo que era la salida— a un cuarto oscuro donde se mostraba una película sobre un grupo de jóvenes en un viaje. No sabía en qué momento de la película estaba llegando.  Alrededor de la pantalla había butacas de arena sobre una superficie que asemejaba una fantasía en el fondo del mar. Eran una extensión de ese mundo submarino que había visto antes. Quienes estaban en la pantalla, quizás amigxs, guardaban continuamente el aire mismo del recuerdo. Las imágenes que se mostraban en un montaje entrecortado y onírico, estaban filmadas de forma casera, los actores podían ser cualquiera de nosotrxs y sin embargo, la película podía percibirse como si fuera un tesoro a descubrir o una pieza arqueológica. En ese momento, me costaba pensar que no habrían para siempre videos de viajes o aventuras, de personas juntas. Parecían ser parte de una memoria común que en ese escenario de arena y fantasía comenzaba a enterrarse. 

¿Sólo a través del artificio podemos reconocer la urgente agonía?

Atravesando la hilera que separaba una casa de la otra en el bosque, me sentí desde el comienzo en un cuento o en una duermevela. Salí de ese mundo de recuerdos del presente para entrar en otro; la familiaridad era más individual esta vez y quizá más triste. El ambiente me resultaba cercano, con pisos de madera y paredes blancas, objetos de un hogar dispuestos con la intención de armar un cuerpo o un momento que no llega a consolidarse y, por eso mismo, deja cierta melancolía. Un gran espacio para pocos objetos, la luz que entraba desde la ventana parecía tener ese aire de siesta constante. Y todo lo que faltaba, el espacio que había entre un objeto y otro, comunicaba algo también: esa ausencia podría provocar tanta inquietud como la presencia misma. 

Parecía como si la escena hubiera quedado perfectamente ordenada luego de que ocurriera algo importante —y que probablemente no había sido bueno. O como si llegáramos a una escena que sólo podríamos intentar reconstruir con dificultad quedando siempre disconformes. Lo que quedaba por armar era la interioridad de la vida de un hogar, esa que parecía haberse esfumado de golpe. Salí de ahí todavía con el aire de la ensoñación; la gente caminaba sobre el césped y conversaba en voz baja, algunos también caminaban en silencio. Se sentía el calor subiendo mientras llegaba el mediodía.

Me apoyé contra un árbol tratando de entender el mapa de las casas; levantando la vista, una parte de la ciudad podía verse al otro lado del agua. Un paisaje inmóvil, siempre igual, estático en el tiempo, en contraposición a los lugares nuevos a los que me tocaba entrar ahora. Un mundo ficcional montado desde hace mucho tiempo, el de Venecia, el turismo y la postal, viviendo a la par de los mundos imaginados en cada casa y espacio. 

En los fragmentos, podía intuir un todo que era abrumador, el del presente que no se puede llegar a ver ni tomar. Un presente que escapa debido a nuestra obsesión con la linealidad del tiempo.

Pero estos mundos creados, incluso en sus formas increíbles, parecían contener más elementos de la realidad que ahora me parecía verdaderamente inventada. Esos elementos eran sutiles y llegaban hacía mí sin que pudiera notarlo claramente, era algo que iría creciendo con el tiempo para revelarse después. Como si descubriera en esos sueños, en los signos y la habilidad de los artistas para conjugarlos, una especie de premonición alucinada que afirmaba lo que inevitablemente está cambiando. 

En los fragmentos, podía intuir un todo que era abrumador, el del presente que no se puede llegar a ver ni tomar. Un presente que escapa debido a nuestra obsesión con la linealidad del tiempo. A la vez, esas creaciones no me tenían que parecer completamente nuevas o extrañas, conversaban con mucho de lo que yo ya conocía. Lo perturbador  resultaba ser aquello que era reconocible pero se encontraba ligeramente alterado. Y tener que obligarme a ver aquello que, quizá, en el recorte cotidiano querría dejar pasar.

Dejé el mapa de lado y decidí seguir sin planear un recorrido. Tal vez por bajar la vista o perderme en mi cabeza, me olvidé que caminaba y aparecí de pronto frente a un gran galpón donde había una mujer que me miraba. ¿A mí? Me di cuenta que me había perdido de mi grupo o que si estaban cerca, podría encontrarles sólo en la oscuridad de ese gran galpón repleto de objetos y situaciones. Podía verla desde la entrada, tenía la mirada quieta, el parpadeo lento de quien está tranquila en el halo de su propia vibración. Quizá me estaba llamando, pero sólo para que fuera a verla y no me acercara demasiado. Al lado de ese gran rostro, entre femenino y masculino, había otras imágenes de su vida. El exceso de piel, de brillo, de pelo sedoso y largo, todo parecía mostrar en su máxima expresión algo de las obsesiones con la imagen, la intimidad que juega a ser íntima pero que es puesta en escena. La necesidad de mostrar el escenario y el esplendor habiendo perdido cualquier voluntad de esconder el artificio. Tal vez ya lo había hecho antes, ya había visto a alguien así, en la sensación incómoda que trae el ser quien mira la vida que juega a ser íntima pero que es para ser mostrada. Esto produce un placer molesto, ese que se agota en el sinfín de las imágenes. Los rasgos que pretenden ser bellos y exacerbados se vuelven grotescos, logran el denominador común. Se normalizan. Decidí alejarme de ella porque estaba cansada de que me mirara pero también de tener que verla yo.

 

Un muñeco de tela estaba agachado, pensativo. Se aferraba a quedarse quieto mientras su dueño, un gigante bueno, vendría a buscarlo, pero su cuerpo estaba hecho de muchas telas de ropa para personas como yo; es extraño estar en un mundo con tantas presencias de otra especie, y también ser de las más pequeñas. Parecía también un poco derrotado. Algo así me pasaba también; comenzaba a sentirme mal con lo que veía, sabiendo y dejando de saber cuál era el truco, necesitando un poco de lo conocido afuera. Cerca de la próxima obra, dos chicas se ayudaban a retratarse una a otra.

Una voz conocida, finalmente, la de un amigo. Me miraba mientras se sacaba un casco, que parecía ser de videojuego, para ofrecérmelo. Pero le dije que no. “Es un simulador de guerra”, me explicó, pero no quería verlo, al menos no por el momento. En cambio, empecé a caminar rápido hacia una figura suspendida en el medio de la oscuridad, brillaba y tenía colores fuertes, un poco fluorescentes. Era un esqueleto suspendido, tenía el gesto agotado de quien se está elevando o rindiendo y flotaba sólo en un alrededor oscuro y silencioso que de alguna forma me transmitía cierta tranquilidad de nuevo. Vi que estaba cerca de la puerta, la gente que no había advertido durante mi paso por ese pabellón estaba saliendo y dirigiéndose a otras partes. Me apuré a salir también. 

El sonido de la máquina era constante ahora, podía escucharse desde las salas anteriores. Ahora las atravesaba mirando algunos cuadros, los espacios estaban más iluminados, había más personas alrededor; de repente, la travesía parecía haber vuelto a cierto lugar conocido de lo que una exhibición suele ser. Pero el sonido se iba haciendo más fuerte a medida que avanzaba y eso alteraba cualquier aire de paseo.  Llegué entonces frente a un cubo transparente. En su interior había una máquina muy grande similar a una retroexcavadora que recogía y lanzaba un líquido rojo un poco oscuro, parecía sangre. El movimiento era constante, de arriba para abajo, desde afuera hacia el centro. Era inevitable no impresionarme frente al material símil orgánico dominado por la máquina. Lograba maniobrarla a su gusto, la hacía tomar diferentes formas, en círculos la ordenaba y desordenaba, luego volvía a desperdigarla, haciendo con ella lo que quisiera. La máquina parecía tomarlo todo, se sentía desde los otros cuartos, se convertía en el centro de la sala. Contenida en ese cubo transparente, el resto de obras y de nosotrxs también se volvía más frágil.

La cortina de bruma se condensaba cerca de la puerta del pabellón, una neblina que había que traspasar al salir y parecía despertarte. La gente se dispersaba, las plantas resplandecían afuera, el verde se hacía más vivo y no muy lejos estaban anclados, desde siempre, los mismos barcos. Me acerqué al agua, la superficie estaba oscura, ya no podía imaginarme lo que había dentro, sólo veía reflejado el otro lado como un reverso perfecto.

Las obras a las que hace alusión este ensayo son:  Deep See Blue Surrounding You de Laure Prouvost, British Pavilion de Cathy Wilkes, Body En Thrall de Martine Gutierrez, Robert Henry Lawrence Jr. 2018 de Tavares Strachan, Trojan, 2016-17 de Yin Xiuzhen, Can´t help myself  de Sun Yuan y Peng Yu, en el contexto de la Bienal de Venecia de 2019.

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