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13.07.2020

Reclamar el derecho a imaginar: contra un secuestro sobre nuestra mirada y tiempo futuro

Tras el consumo desmedido de imágenes, desbordado por estos tiempos pandémicos, el artista Andrew Roberts se pregunta qué modos de ver activan imaginaciones críticas ante la violencia en momentos de crisis.

Lxs muertxs han sido resucitadxs de la tumba como la principal máquina de trabajo en el sistema de producción del futuro. No fue unx robot con inteligencia artificial ni unx genix de algún país extranjero quien te ha quitado tu trabajo, sino el decadente cuerpo de tu difuntx bisabuelx que ahora ofrece Big Macs al dos por uno los miércoles por la tarde.

“¡Trabajo para los vivos!”, exclaman las pancartas que al fondo de Reforma se aproximan mientras se intensifica la consigna “¡menos muertos, más comida!”, misma que en tiempos pasados otro significado tendría. El capital lo ha entendido muy bien, un sistema necesita trabajadores a su semejanza: muertxs. 

Ahora, imagina que mueres y lo primero que encuentras al final del túnel es un bello complejo cromado de pisos infinitos con un gran letrero luminoso que muestra el nombre CARMA. “Bienvenidx al Centro Administrativo de Retribución en el Más Allá”, te indica una voz agradable —a través de un monitor— que procede a mostrarte un infomercial sobre los placeres que el paraíso te ofrece. 

Ya no podemos hablar de la imagen como un medio que representa al mundo, sino como un agente activo en la construcción del mismo, operando desde y sobre nuestros cuerpos, afectos y deseos. Transforma y destruye, son pixeles que alteran la carne. 

Automáticamente, pero confundidx frente a tu nuevo estatus como espectro, te manifiestas en una inmensa fila de almas esperando su turno para obtener un nuevo trabajo como fantasma precarizadx. Dependiendo de tu vida anterior, serás asignadx a uno de tantos puestos: el aparecido de un viejo panteón en Tijuana o el poltergeist de una lujosa mansión californiana, pues en el más allá lo único que no muere es la deuda y la división de clases. No hay mejor labor inmaterial que aquél ejercido en espíritu. 

¿Y si uno pudiera imaginar otros escenarios, alejados de la ciencia ficción y lo paranormal, en los que la muerte es parte de un proceso económico? Entendiendo esto como una actividad donde el cuerpo y la mente ejercen una acción en favor de generar valor. Ser mutiladx por el narco, derretidx en ácido por el Estado, o explotadx por un dron gringo en Pakistán, ¿es entonces un acto digno de ser remunerado si alguien gana a expensas de tu desaparición? O cuando las imágenes de tus tripas viajan por Internet hasta el monitor de unx niñx en Texas, ¿deberías recibir regalías como Drew Barrymore cada vez que muere en los primeros minutos de Scream?

Desde el surgimiento de la pandemia que ahora rodea al mundo y su consecuente cuarentena, por al menos desde hace cuatro meses en América, nuestra relación más directa con la realidad ha sido a través de una pantalla. Ya no podemos hablar de la imagen como un medio que representa al mundo, sino como un agente activo en la construcción del mismo, operando desde y sobre nuestros cuerpos, afectos y deseos. Transforma y destruye, son pixeles que alteran la carne. 

La nueva normalidad ocasionada por la actual crisis global no sólo ha potenciado el uso obligatorio de la imagen como conmutador, llegó acompañada por la necesidad y obligación de reconocer nuestra propia mortalidad. La estrecha relación entre muerte e imagen había sido presentada frente a nosotrxs, espectadores, sólo como un suceso distante; ahora, se ha transformado en común y palpable. Si la muerte es una moneda, la imagen es el papel, metal o dato que la vuelve negociable.

Un problema de representación: destruir y construir mundos

La construcción de mundos —o worldmaking, término desarrollado por el filósofo Nelson Goodman— se refiere a que las representaciones del mundo no sólo contribuyen a su entendimiento, sino que también lo construyen mediante un ejercicio de constante comparación entre la representación y lo real.[1] A ello le agregaría que no sólo la representación directa de una cosa actúa en la construcción de la misma: la fabricación de ficciones, bajo la misma dinámica de comparación, alimenta el marco dentro del cual decidimos ver al mundo mediante una cadena de miedos, fantasías y anhelos.

Para entender el origen y funcionamiento del actual régimen escópico que dicta la manera en que vemos, respondemos y accionamos en torno a actos de violencia es primero necesario asimilar cómo es que la representación del individuo en relación alx otrx ha sido formulada por organizaciones de producción visual que responden estrictamente a los intereses de tres industrias: la militar, la periodística y la del entretenimiento. 

Al centro de edificios corporativos, en los departamentos de publicación, las fotografías que informarán los noticieros de mañana —y por lo tanto darán forma al mundo— están siendo decididas por corredores de imágenes, profesionales intermediarixs que determinan la circulación y disponibilidad de nuevas imágenes a nuevos públicos mediante la comisión, evaluación, licencia, venta, edición, negociación, movilidad o restricción de contenidos visuales.[2]

Durante momentos de crisis, ¿cómo deliberamos qué imágenes son dignas de ser utilizadas en una lucha social?

En 2016, la antropóloga cultural Zeynep Devrim Gürsel publicó un estudio etnográfico[3] en el que, mediante un trabajo de campo en diversas instituciones clave en la circulación de imágenes —entre ellas la Agence France-Presse en París, la plataforma de fotografía documental World Press Photo en Amsterdam y el festival de fotoperiodismo Visa pour L’Image en Perpignan—, reconoció una serie de patrones que se repiten al momento de decidir qué imágenes deben ser mostradas. 

Sobre las mesas de edición, premiación y educación dentro de estas instituciones, encontró que la característica común para denominar qué hace a una imagen fuerte en términos editoriales y documentales es el conflicto estético, es decir, la estructuración de una imagen a partir de binarios o la co-presencia de elementos heterogéneos que no pertenecen a la misma categoría social. Por medio de esta fórmula se vuelve fácil armar narrativas de bienestar, esfuerzo, tragedia o cualquier otro discurso que recurra al uso de oposiciones visuales.

La fotografía de unx niñx en el salón escolar de una zona rural se transforma en un relato de progreso cuando dentro del cuadro aparece una computadora; el video de la muerte de un civil a manos de un grupo armado se vuelve razón de indignación el momento en que la pantalla revela a lxs agresores como un grupo de policías. No es sorpresa, entonces, que la manera en que organizamos la información visual, y por ende nuestra realidad, es a partir de dicotomías. Sin embargo, la representación mediatizada de eventos sociales no sólo nos dicta cómo ver, sino también cómo crear para seguir alimentando su maquinaria.

Durante momentos de crisis, ¿cómo deliberamos qué imágenes son dignas de ser utilizadas en una lucha social? El 18 de junio de este año, María Elizabeth Montaño, activista y médica transgénero, fue encontrada sin vida en Morelos. Al siguiente día comenzaron a circular en redes sociales dos imágenes acompañadas por un llamado de justicia sobre la muerte de Elizabeth; (1) una fotografía de ella en lo que parecen ser las oficinas del Instituto Mexicano del Seguro Social haciendo implícito su trabajo médico; (2) y el vídeo de una conferencia en inglés donde se le muestra compartiendo su experiencia como persona transgénero. 

¿Qué hace que estas imágenes de Elizabeth se vuelvan virales y por lo tanto efectivas en la movilización de una campaña por Internet? Tanto la fotografía como el vídeo se inscriben a la dinámica de conflicto estético antes mencionada; nuestro dominante imaginario cis y heteronormativo carece de los códigos visuales que ambas nos señalan. En el caso del retrato en el hospital, se nos introduce a una mujer transgénero que por ser médica se le atribuye la cualidad de benevolencia y beneficio social. Por otro lado, la grabación de la conferencia nos presenta a Elizabeth ahora como una mujer transgénero educada y cívicamente responsable al mostrarla hablando en otro idioma, en una plataforma internacional y en representación de una comunidad. 

El 24 de marzo, tan sólo unos meses antes que la muerte de Elizabeth, dos hombres cisgénero asesinaron a Naomi Nicole García, trabajadora sexual quien murió de un disparo a la cabeza. ¿Por qué la imagen de Naomi no circuló a gran escala en redes como protesta, o más bien, por qué decidimos ignorar su imagen como potencial herramienta para exigir justicia por ella y el creciente número de transfeminicidios en México? El actual régimen escópico favorece y da valor a unas imágenes sobre otras con la dicotomía como signo de riqueza, pero al mismo tiempo utiliza la normalización como la denominación más baja de su divisa. La imagen de Naomi carece de conflictos estéticos, pues la mujer transgénero y el trabajo sexual forman parte del imaginario asimilado en México sobre cualquier comunidad de experiencia trans.

Nos encontramos frente a otro fenómeno de valoración económica sobre la imagen: el 12 de junio, Giovanni López fue asesinado a golpes por la policía municipal de Ixtlahuacán de los Membrillos. Al poco tiempo el vídeo de su detención circuló en Facebook: una imagen gráfica de su rostro se esparció por Instagram y noticias de su asesinato alcanzaron cobertura internacional hasta desembocar en protestas en diversas ciudades de la República Mexicana.

Yair López Jiménez murió en Tijuana el 27 de marzo, víctima de brutalidad policiaca. El video de su muerte, donde se ve cómo un policía presiona con el pie sobre el cuello de Yair hasta ocasionar su desnucamiento, circuló brevemente en diversos blogs. Tras la muerte mediática de George Floyd en Minneapolis, el vídeo de Yair resurgió pero sólo como síntoma de una comparación entre ambos asesinatos, pasando a desaparecer silenciosamente de nuevo.

A través del lente que condiciona nuestra mirada, el valor asignado sobre ambos videos es distinto: (1) Giovanni López fue arrestado por no utilizar tapabocas públicamente, por lo tanto la violencia ejercida contra su cuerpo es reprobable; (2) desconocemos a Yair López y las razones en el intento de su arresto, pero frente al video que nos muestra a un hombre sin camisa sometido contra el pavimento, ¿por qué en algunos comentarios del video lo asumen como delincuente?[4] O, ¿por qué su presunto delito es utilizado como justificación de su asesinato?[5]

Es obligatorio reconocer que, más allá de las implicaciones de la imagen, las muertes de Elizabeth, Naomi, Giovanni y Yair son condenables por igual. No hay que olvidar que la manera en que valoramos la imagen de cada unx proviene de una larga historia europea que comienza con el arte religioso del cristianismo, pasa por la perspectiva lineal y desemboca en los corporativos que distribuyen las imágenes digitales responsables de dar forma a nuestro mundo en un proceso de colonización visual. No sólo conformes con dictarnos cómo ver, operan sobre nuestras subjetividades condicionándonos a ignorar situaciones e imágenes como las de Naomi y Yair. Es importante la visibilidad que los videos de Elizabeth y Giovanni alcanzaron pero es nuestro deber, como activos consumidores y productores de imágenes, desmantelar un régimen que asigna valor y desdeña a otrxs con base en criterios de blanquitud, sexo y rol social. Si el mundo ha sido construído conforme a representaciones desde una postura blanca hetero-cis-patriarcal, ¿qué posibilidades radican en su destrucción? ¿Es posible formar un mundo otro de acuerdo a términos que reconozcan las experiencias de cuerpxs no hegemónicxs? 

Reclamar el tiempo futuro: otras ficciones y destinos posibles

Los párrafos al inicio de este texto no pretenden ofrecer una alternativa sustentable o herramientas enunciables para la vida desde la ficción, sino apuntar a la fantasía del desastre como un mecanismo de autopreservación. Se agregan a una larga tradición en el género especulativo donde la otredad se asume como propia; en la cual la catástrofe apocalíptica es metonimia para indicar las calamidades actuales. Su objetivo, antes que construir, es destruir los fenómenos que nos podrían llevar a ese mismo momento en el tiempo. Es crucial reconocer a la ficción del cataclismo como un instrumento esencial en la fabricación de otras existencias, donde tendrá que accionar como una crítica a la economía política de los sentidos: consciente de sus propios mecanismos de producción, deberá desarticularlos mediante la ironía, la evidencia y la autorreferencia. 

Los mundos no sólo se destruyen desde de la ficción, también pueden ser construidos. Pero, ¿por qué parece tan complicado concebir otros escenarios alejados del cuerpo como objeto donde progreso tecnológico-mercantil y violencia física-mental comparten la misma interfaz? Si nuestra vista ha sido raptada por el régimen escópico que mencioné previamente, otro aparato de control, ahora económico-temporal, trajo consigo un secuestro sobre nuestro tiempo futuro y, por ende, la imposibilidad de imaginar otros destinos posibles. Dos fenómenos se muestran culpables: (1) un sistema de inestabilidad laboral que deteriora la salud mental de sus trabajadores; (2) y una sociedad de crédito que coloca a sus acreedores en un profundo e interminable estado de deuda. 

En palabras del teórico cultural Mark Fisher, “El capital persigue al sujeto hasta cuando está durmiendo”.[6] Y yo me permito agregar: soñando. Parecemos estar en un estado de parálisis colectiva que automatiza al cuerpo a cambio de entorpecer nuestra capacidad para tomar decisiones con planificación a futuro sobre nuestros propios intereses. Se nos enseña que el porvenir no llegará hasta que trabajemos por alcanzarlo, pero la promesa de un bienestar tras el horizonte se oscurece cuando nos percatamos que el presente se prolonga indefinidamente.

El capitalismo, con las mismas características que unx no-muertx, sea fantasma, vampirx o zombi, “se alimenta del estado de ánimo de los individuos, al mismo tiempo que los reproduce”.[7] Politizar la salud mental es reconocer que la biología y los niveles químicos no bastan para explicar condiciones como la ansiedad y la depresión, mismas que desordenan la memoria del pasado y sobreponen los sucesos del presente, dejándonos con una carga emocional que evita siquiera vislumbrar cualquier otro resultado posible más allá de la tragedia. 

De manera similar, la deuda como uno de los agentes centrales en sociedades neoliberales, bajo la oferta de construir nuestro presente, pide a cambio nuestro futuro. Maurizio Lazzarato, filósofo y sociólogo, lo explica de la siguiente manera:

El capitalismo dispone de antemano del futuro, porque las obligaciones de la deuda permiten prever, calcular, medir, establecer equivalencias entre las conductas actuales y las venideras. Los efectos del poder de la deuda sobre la subjetividad (culpa y responsabilidad) le permiten al capitalismo tender un puente entre el presente y el futuro.[8] 

No es extraño, siendo así, que proliferen en nuestros medios de entretenimiento —desde videojuegos y cómics, hasta series y películas— historias de futuros o dimensiones alternas poco alentadoras como síntoma de una sensibilidad moldeada por la precariedad y la deuda. Esto, acompañado por una encarnación de la realidad derivada de centros hetero-euro-pensantes que deciden mostrar alx otrx bajo dicotomías simplistas ajenas a cualquier experiencia verdadera, pareciera indicar que la representación, real y ficticia, es una guerra contra nuestra identidad y proviene de dos campos: la circulación mediática de imágenes y la instrumentalización de la deuda-trabajo.

¿Entonces, qué otras alternativas pueden existir?, ¿cómo podemos construir narrativas donde cuerpos y experiencias como las de Naomi Nicole García y Yair López Jiménez sean dignamente representadas para informar y estimular la realidad desde la ficción? La escritora y educadora Walidah Imarisha nos propone trabajar alrededor de la ficción visionaria, término que acuña para diferenciarse de ficciones absorbidas por la cultura popular y como herramienta fundamental en “soñar sueños imposibles para después edificarlos en existencia”.[9]

Entendemos que la realidad es construida por imágenes, miméticas y ficticias, y que al mismo tiempo esas imágenes de muerte y tragedia son utilizadas como divisas en una guerra y mercado de representaciones. La realidad por venir, nuestra realidad por fabricar, nos pide imágenes críticas, conscientes de los engranajes que se ocultan en los modos de subjetivación detrás de la producción cultural. Para conseguir un mundo donde cada rostro tenga su lugar, primero debemos reclamar nuestro derecho a imaginar, no desde el espejismo de la universalidad, sino desde la rabia que reconozca a aquellxs a lxs que se les ha despojado de la posibilidad de futuro.

Notas

  1. Nelson Goodman, Ways of Worldmaking, Indianapolis: Hackett Publishing, 1978.

  2. Editado por Jens Eder and Charlotte Klonk, Image Operations. Visual media and political conflict, Manchester: Manchester University Press, 2017, p.38-47.

  3. Zeynep Devrim Gürsel, Image Brokers: Visualizing World News in the Age of Digital Circulation, Berkeley: University of California Press, 2016.

  4. Los comentarios sobre la muerte de Yair López Jiménez pueden ser encontrados en en el video publicado en Facebook el 27 de marzo de 2020. Accedido el 1 de junio de 2020 en https://www.facebook.com/100012120288405/videos/876805092733492/?t=0

  5. Mark Fisher, Realismo capitalista: ¿No hay alternativa?, Buenos Aires: Caja Negra, 2016, p.65.

  6. Ibid., p.66.

  7. Maurizio Lazzarato, La fábrica del hombre endeudado. Ensayo sobre la condición neoliberal, Buenos Aires: Amorrortu, 2013, p.51-56.

  8. Angela Glover Blackwell y Walidah Imarisha (2020). Visionary Fiction: Writing Our Future. [Podcast] Radical Imagination. Accedido el 25 de junio de 2020 en https://radicalimagination.us/episodes/visionary-fiction

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