10.05.2021
El curador Francisco Lemus revisa las prácticas artísticas que durante los años noventa se suscitaron ante la llegada del VIH/SIDA a Argentina, y colocaron preguntas sobre la vida y la muerte a recordar ante la vulnerabilidad del presente.
Hoy, quienes podemos, nos encontramos trabajando desde nuestras casas ante una pandemia que por sus características parece haber puesto en suspenso eso que conocíamos como “lo social”, y las formas en las que solíamos enlazarnos afectiva y materialmente. La peste subraya la vulnerabilidad de los cuerpos y acelera la pobreza. Los ideales de la superación personal –para enfrentar la crisis económica– y el negacionismo –para evadir las políticas sanitarias– recorren el mundo como una forma de negociar la muerte.
La “peste rosa”, por su asociación al color rosado de los sarcomas de Kaposi que aparecían en las pieles de los pacientes homosexuales, fue uno de los tantos enunciados virulentos desparramados en la prensa. La construcción discursiva del virus cruzó saberes científicos, palabras moralizantes y viejos mitos de la homofobia. Su inserción en la cultura generó nuevos signos y actualizó otros que podemos verificar en los relatos sobre las pestes y las enfermedades traducidas con eufemismos en los avisos fúnebres. El miedo se trasladó a la saliva, el tacto y a compartir objetos con otres. Algunos religiosos adjudicaron un castigo divino como el de Sodoma, los médicos recomendaron las relaciones monogámicas, los sexólogos aconsejaron la masturbación y el ratoneo telefónico. Poco se sabía; sin embargo, había mucha letra al respecto.
El VIH llegó a la Argentina en un escenario de fragilidad política y deterioro económico que se acentuó años después con hiperinflación, saqueos, levantamientos militares y entrega anticipada del mando presidencial. A este panorama, además hay que sumarle las detenciones arbitrarias de gays y travestis en la calle y los locales nocturnos, así como la escasez de recursos oficiales para campañas de prevención y la obtención de reactivos para las pruebas y hospitalizaciones. Esto conllevó a la formación de redes a nivel nacional. Para comienzos de la década de los noventa, la agenda de las agrupaciones fue tomada por completo para salvar vidas, para hacer de la muerte algo más digno. A las primeras marchas del orgullo, algunes activistas iban con antifaces, escondiendo sus caras por temor a ser reconocides y despedides de sus trabajos, o expulsades de sus hogares.
Las fantasías de la primera convertibilidad económica, la cultura fitness y el perfil empresarial, contrastaron con el desarrollo crítico de la enfermedad. El virus transformó el gobierno de los cuerpos al mismo tiempo que lo hacía el primer neoliberalismo. Gabriel Giorgi sostiene que el VIH acentuó la condición desnuda de algunos grupos con respecto a las instituciones. Las garantías no estaban dadas para las formas de vida ajenas al heteropatriarcado.[2] Entre las diferencias entre el VIH y la actual pandemia, me interesa destacar dos: el VIH fue y aún sigue siendo una máquina productora de estigmas. El COVID-19 en menos de un año obtuvo su cura. El primero tuvo como primer receptor mediático a los homosexuales, los drogadictes, la mala vida; y el segundo logró frenar la economía convirtiéndose así en un problema global. Pero como todas las pestes, ambas colocaron de manera inmediata la pregunta sobre la vida.
En un contexto precario, el arte se experimentó como una práctica de libertad. La subjetividad atravesó todo: los temas, las operaciones, los discursos. Lo personal adquirió una jerarquía inédita en la representación.
Esto no significó una retirada de la política con mayúsculas, tampoco la evasión total de lo público, sino el ingreso de la micropolítica como forma legítima de ordenar los signos de una época. Mientras estas transformaciones se afianzaron, el VIH avanzó sobre los cuerpos; creándose de manera vertiginosa, pero también se despedían amigues y amantes.
Les artistas de la Galería del Centro Cultural Rojas –espacio emblemático para el arte en la década de los años noventa dirigido por Jorge Gumier Maier– recuerdan el velatorio de Omar Schiliro en 1994. Se llevaron algunas de sus obras a la casa de sepelios, el cuerpo fue maquillado y el cajón se decoró con perlas, frasquitos de perfumes y una varita mágica de plástico. Ese mismo año, la artista Liliana Maresca fue despedida en el cementerio con magnolias. Años antes, en 1991, el adiós a Batato Barea estuvo repleto de globos. Sergio Avello, su amigo, confeccionó una cruz con pequeños globos amarillos y la dispuso a modo de corona de flores. Feliciano Centurión, falleció en 1996. Entre sopas macrobióticas y terapias alternativas, ocultó su diagnóstico. Para ese entonces, ya había enterrado a la mitad de sus amigues.[3]
El arte en Buenos Aires está atravesado por la aparición del VIH y su desarrollo mortífero entre dos décadas. El hacer artístico se intensificó, se trazaron lazos de solidaridad y cuidado en una comunidad de artistas golpeades por la dictadura militar y una crisis que desdibujó el futuro. La matriz estética que habilitó la producción del arte contemporáneo puede ser mirada a través de un prisma seropositivo donde las imágenes se relacionan, se contagian; pueden responder de manera directa a la aparición del virus, como también iluminar en un sentido oblicuo la intemperie de los cuerpos. A medida que nos fuimos acostumbrando al VIH, las imágenes se transformaron. El final de los ochenta estuvo marcado por la melancolía y las retóricas de la sangre. Las condiciones para hacer arte fueron llevadas por la perplejidad que produjo la llegada de una enfermedad desconocida en el momento menos pensado. Los años noventa plantean un arco de tensión entre la adaptación al virus y la muerte, cuerpos que para ese entonces estaban exhaustos.
En la historia del arte feminista en Argentina, las exposiciones Mitominas constituyen una experiencia de fuerte visibilidad. Gracias a la investigación de María Laura Rosa sabemos acerca de este proyecto que había pasado inadvertido en las primeras revisiones sobre la posdictadura.[4] En sus ediciones realizadas en 1986 y 1988, convergieron artistas, escritoras, poetas, músiques, feministas y algunes activistas de los primeros años de la posdictadura. La primera edición se realizó a partir de una iniciativa de la feminista Monique Altschul y la escritora Angélica Gorodischer, y tomaba como punto de partida los mitos en torno a la idea de mujer. La segunda edición, Los mitos de la sangre, se inauguró en noviembre de 1988. Esta exposición tenía como objetivo concientizar acerca de la violencia de género y la emergencia del VIH. La sangre fue un fluido capaz de aglutinar en una exposición agendas de mujeres y gays, artistas y público general. Mitominas desbordó los límites de lo que se entiende por una exposición. Al mismo tiempo que dio lugar al arte feminista, amplió las imágenes del VIH, y pensó la problemática de manera interseccional.
Liliana Maresca exhibió su obra Cristo, un Cristo de santería crucificado, del que colgaba una manguera y un pequeño sachet transparente con tinta roja que simulaba una autotransfusión. Pocos meses antes, Maresca había sido diagnosticada con VIH. Esta pequeña obra, desaparecida, anticipa una operación que desarrolló con intensidad en los últimos años de vida: proyectar una imagen, una metáfora, sobre el cuerpo –vehículo del deseo, vehículo del sacrificio– y, al mismo tiempo, profanar la historia. La obra de Maresca fue censurada. El centro cultural —donde fue montada la exposición— está al lado de la Iglesia del Pilar, en el barrio de Recoleta. Al ver el Cristo corrompido, les creyentes pusieron el grito en el cielo. En Buenos Aires, las relaciones entre el arte contemporáneo y el catolicismo siempre fueron conflictivas.[5]
La pintura de Pombo corrió con la misma suerte que la obra de Maresca, no hay registro, fue tirada a la basura. Sabemos que tenía un fondo verde y unas flores naranjas con la inscripción “virus”. En el centro, una flor más grande, gráfica, salida de la tapa de un disco de los sesenta, decía “adorando la vitalidad” –uno de los versos de la canción Una luna de miel en la mano. Pombo quiso homenajear a Federico Moura, líder del grupo Virus que falleció de sida un mes después de inaugurada la muestra. La muerte de Moura marcó el fin de una época donde la efervescencia de la vuelta de la democracia habilitó formas hedónicas de diversión y producción cultural que contrastaron con las conductas represivas que había instalado la dictadura. El sida daba un cierre momentáneo a ese proceso.
Al morir, el taller de Feliciano estaba repleto de obras con frases bordadas de manera rápida, sobre cualquier superficie de tela; obras que se le escapaban de las manos, que revelaban el mundo privado que se traza entre las cuatro paredes de una casa y un grupo de amigues. Había encontrado un modo de aferrarse a la vida y, a la vez, construir un legado. Esto era una preocupación constante para les artistas de menos de cuarenta años que ante esta situación anhelaban dejar una huella de su existencia.
En los años noventa, las prácticas artísticas entraron en una zona de desconexión con respecto al activismo. Fueron pocos los proyectos que desbordaron los límites del mundo del arte. Esta desconexión tuvo que ver con la profesionalización de las artes visuales. Lo que había funcionado en la mezcla del underground y la política minoritaria, con el paso del tiempo se segmentó y adquirió sus propios canales de circulación. En la escena del arte fue constante el choque entre fuerzas transformadoras, efecto inminente de la vida en democracia, y fuerzas conservadoras propias de las élites y la cultura en dictadura. En esa disputa, el margen de acción tuvo sus límites. El VIH se concebía como una experiencia ominosa. Paradójicamente, fue la televisión de los noventa –hipersexualizada y amarillista– la que habilitó las declaraciones más contundentes de les activistas. Decir que se era gay y que se vivía con VIH traspasaba la mera salida del clóset, era una toma de posición radical en la esfera pública, un gesto de resistencia a la imagen prístina que estableció el neoliberalismo a través del consumo. La desconexión hizo que las obras no estuvieran atravesadas por la eficacia del activismo y sí, ancladas a una genealogía del arte contemporáneo en la que prevaleció la autonomía del campo. El precio fueron las impugnaciones, la imposibilidad de anudar, hasta hace unos pocos años, el arte con la micropolítica, el virus con una estética.
La campaña de remeras Yo tengo sida (1994) de los Fabulous Nobodies –agencia publicitaria ficticia creada por el artista y sociólogo Roberto Jacoby y Kiwi Sainz– fue una de las instancias de mayor interlocución crítica sobre la problemática. Remeras verdes, rojas y azules fueron impresas con el enunciado del título en colores igual de vivos y repartidas entre amigues y conocides. El eje de la propuesta era contrarrestar la ajenidad que las personas tenían con respecto al virus. En esos años, la mayoría de las campañas oficiales eran de prevención, sin contemplar a quienes vivían con VIH. A través de la primera persona y el uso de la camiseta, los Fabulous Nobodies buscaron llevar el virus al terreno de lo común borrando los límites de lo propio: decir “Yo tengo sida” es anticiparse al llamado policial sobre los cuerpos. Aunque sea por un segundo, la afirmación deja sin efecto la construcción del estigma, le gana de mano, hace política con el cuerpo vestido.
Las narrativas históricas del virus cambiaron su curso en 1996, año en el que tuvo lugar la XI Conferencia Mundial sobre el Sida en Vancouver. Los médicos llamaron a este evento la “Conferencia de la Esperanza” porque se divulgaron los resultados de un tratamiento capaz de reducir la carga viral del virus a niveles indetectables. Si la emergencia del VIH adquirió un tiempo específico en cada región, en el Sur la vuelta crónica de la enfermedad estableció una nueva lucha por la accesibilidad a la medicación que en algunos países no logra saldarse. El primer ciclo del VIH comenzaba a cerrarse en términos parecidos. Al finalizar los años noventa, el país afrontaba una crisis social y económica más severa que la hiperinflacionaria. Como toda crisis, ponía en peligro la salud ante el crecimiento de la pobreza y la falta de medicamentos.
¿Cómo será la vida ahora que vamos a vivir?
Esta es la pregunta que subyace en las fotografías de la serie Cóctel (1996) tomadas por Alejandro Kuropatwa cuando logró acceder al tratamiento.[7] Kuropatwa se convirtió en uno de los portavoces que le exigía a un Estado, desplazado por el mercado, la distribución y la regulación de los recursos para los antirretrovirales. El impacto que generaron sus fotografías, la participación en programas de televisión y la publicación de una solicitada en el diario de mayor circulación del país, generaron una inflexión en esta historia de las imágenes que parecía cerrarse sobre la lógica del campo del arte. En Cóctel, las cápsulas de neviparina, indinavir, entre otras drogas, fueron dispuestas sobre un pimpollo de rosa, junto a un vaso, entre toallas, en un pastillero, en la boca del fotógrafo. La nueva vida conectada a los fármacos por tiempo indeterminado fue mostrada como un producto de lujo encerrado en una composición perfecta. A primera vista, parecen sacadas de un catálogo de compras. Al mirarlas de nuevo, vemos las vanitas de un virus que comenzaba adquirir otra forma en esta parte del planeta. El tiempo de la supervivencia, ganado a la historia, ahora era el tiempo de las prótesis químicas que proveían de inmunidad al cuerpo.
Años más tarde, esa primera entrega desde San Pablo adquirió la forma de un libro: El fantasma del sida, Buenos Aires: Puntosur Editores,1988.
Gabriel Giorgi, “Después de la salud. La escritura del virus”, Estudios, Revista de investigaciones literarias y culturales, vol. 33, 2009, p. 17.
Agradezco estos datos a Ana López, Cristina Schiavi, Marcelo Pombo y María Moreno, a quienes siempre recurro para indagar en las memorias de aquellos años.
María Laura Rosa, Legados de libertad. El arte feminista en la efervescencia democrática, Buenos Aires: Biblos, 2014.
En los años noventa, Antonio Quarracino, arzobispo de Buenos Aires, encabezó una campaña en contra de la profilaxis y condenatoria de los homosexuales –proponía que vivan en un «guetto». Frente a los comentarios del arzobispo, León Ferrari decidió homenajear al preservativo en la exposición De justicia y preservativos (1992) en el Espacio Giesso de San Telmo.
Nicolás Cuello y Francisco Lemus, “‘De cómo ser una verdadera loca’. Grupo de Acción Gay y la revista Sodomacomo geografías ficcionales de la utopía marica”, Badebec, vol. 6, 2016, p. 11.
Sobre estas ideas, recomiendo la lectura de Roberto Jacoby “Cóctel” (1996) en Alejandro Kuropatwa (cat. exp.), Buenos Aires: Ruth Benzacar
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