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01.05.2021

Corporalidades (im)posibles: ensayo inconcluso en seis fragmentos

En retrospectiva, el artista Pedro Marrero señala hitos en la historia del arte y la cultura popular que contribuyeron a la negociación de su identidad como sujeto masculino con discapacidad motora, ante la estereotipada y casi inexistente representación de «otras» corporalidades.

A Hilda, Boris, Sergio, e Igor.

I
En su artículo “Discapacidad estética y cuerpo bello”, Tobin Siebers[¹] reconoce los aportes estéticos de la discapacidad en la historia del arte. Aunque es sólo a partir de los años sesenta que se articula un movimiento de artistas con discapacidad cuyo trabajo gira explícitamente en torno a sus cuerpos (con el precedente aislado de Frida Kahlo), Siebers rastrea retrospectivamente una serie de hitos en la historia del arte occidental que prefiguran la representación consciente e intencional de los cuerpos con discapacidad, o cuerpos “rotos”. Según Siebers, todo se remonta a la recuperación de la estatuaria clásica griega y romana en el Renacimiento, cuando el Torso del Belvedere una escultura de un musculoso cuerpo masculino severamente mutilada— produce un cambio en la concepción estética de la escultura, que empieza a abrazar la noción de lo fragmentario o inconcluso como una fuente de belleza, algo que se consolidaría con el descubrimiento de la Venus de Milo en 1820.

Es así como comienza una evolución de la representación cultural de la discapacidad (desde lo implícito y tangente hasta lo explícito y central), cuyos eslabones Siebers reconoce en obras de Auguste Rodin y René Magritte, antes de que les artistas con discapacidad tomarán las riendas de su propio discurso. Sin mencionar la obra de Kahlo, que claramente hace referencia a sus múltiples discapacidades, Siebers continúa su genealogía a partir de la estatuaria clásica, trayendo a la irlandesa Mary Duffy a colación como la primera artista con discapacidad que reclama el valor estético de su cuerpo (Duffy nació sin brazos) en los tempranos años noventa, invocando a la universalmente reverenciada Venus de Milo y poniendo en evidencia las contradicciones culturales alrededor de la belleza de los cuerpos según estén representados y sublimados por el arte o se muestren como son en carne y hueso.
Este punto fundamental del planteamiento de Siebers es el que nos ocupa en este texto, ya que el trabajo sobre sus propios cuerpos y condiciones que comienzan a hacer les artistas con discapacidad a partir de los años setenta, es inseparable de un sentido de orgullo y de los movimientos sociales por los derechos de las personas con discapacidad. El mismo Siebers se inclina a la representación de la discapacidad, ya no por su valor alegórico, fetichista, o meramente estético, sino como un lugar de enunciación complejo, con sus propias y contradictorias subjetividades y personificaciones. Esto que alimentó la lucha política de las personas con discapacidad, alzándose en una comunidad identitaria y beligerante.

La estética de la discapacidad me interesa especialmente en lo que pueda contribuir a la aparición de nuevas, complejas, reales, positivas narrativas y representaciones alrededor de los cuerpos, y las experiencias de la discapacidad.

En este texto hago una lectura retrospectiva, inspirada en Siebers, señalando hitos en la historia del arte y la cultura popular que contribuyeron a la negociación de mi propia identidad como sujeto con discapacidad motora nacido en un cuerpo biológicamente masculino, ante la pobre, estereotipada o casi inexistente representación de “otras” corporalidades en la oferta cultural a la que tuve acceso en mi infancia y adolescencia. Se trata de ver la discapacidad donde se pueda —donde quizá nadie creía encontrarla— como una forma de resistencia, pensando en esos hitos o espejos, como me gusta llamarlos, como tablas de salvación para no ser invisibilizades por la historia.

II
En mi infancia no convivía con el concepto de discapacidad, y mucho menos con aquellos de modelo social de la discapacidad,[²] teoría Crip,[3] o estética de la discapacidad. Vivía, por supuesto, con discapacidades, no sólo la mía, motora y neuromuscular (nací con distrofia muscular tipo Becker), sino también la de dos de mis tíos (Igor, Cheche) con los que conviví hasta mi adolescencia, cuando nos interrumpió la muerte, y la de otro tío (Boris), quien murió mucho antes de que yo naciera. Igor y Boris (clásicos nombres de jorobados siniestros y serviles en la ciencia ficción de Hollywood de antaño), como yo, también vivieron con distrofia muscular, y Cheche tenía una discapacidad del desarrollo psicomotor, producto de una meningitis que sufrió a pocos meses de nacer.

Mis tíos nacieron en los años cuarentas del siglo veinte, y yo en 1984. Mientras mis tíos vivieron, nunca escuché a nadie hablar de discapacidad. En los años noventa era todavía común usar términos como “minusválido” e incluso “inválido.” Mi familia no lo hacía, y si tenían que referirse a nuestras condiciones, lo hacían según el “impedimento” (si usamos terminología del modelo social de la discapacidad) de cada quien, como los griegos, aunque ciertamente a mi familia (no a mí) le gustaba referirse a mi condición como el “problema muscular”. De hecho fue solo cuando tuve cierta edad, tras una labor detectivesca, que di —en un documento médico sobre mi cuerpo— con el nombre oficial de mi condición y tuve que esperar al advenimiento de Internet para, siguiendo esa pista, hacerme de una idea más clara de lo que esperar de la misma; aunque una intuición no demasiado sorprendente me hacía ver el futuro de mi cuerpo en el de mi tío Igor, a quien eventualmente vi morir de neumonía —una complicación comúnmente relacionada a la distrofia muscular— en 2001, cuando yo tenía 17 años y él 47.

Sin identificarme con la palabra “discapacidad”, y sin conocer ninguna referencia o representación cultural de la discapacidad, nunca me planteé construir mi identidad (eventualmente Crip, entre otras intersecciones) a partir de cuerpos “rotos”, pero sí de cuerpos “otros” porque, desde mi POV, fui “raro”, mucho antes de “ser” una persona con discapacidad. Aun así, conocer a mis ancestros con discapacidad en vida, sin saberlo entonces, me dio una perspectiva que me haría digerir fácilmente el modelo social de la discapacidad cuando me hice activista en 2013. Aunque evidentemente la discapacidad está entre mis aspectos fundacionales como persona, la inocencia de la edad y la evolución natural de mi condición (genética y degenerativa), me hicieron inicialmente entenderme como inadecuado, más frente a la heteronormatividad y el sistema de género que, frente al capacitismo, y eso hizo que mi búsqueda semi-inconsciente y adolescente de referentes, representaciones y role models, se concentrara más bien en “masculinidades posibles”.

III
Mi interés en el dibujo, y probablemente mi diferencia corporal, determinaron que mirara al cuerpo con una insistencia, curiosidad y fascinación que siguen incrementándose. Siempre quise dibujar el cuerpo humano, los cuerpos humanos. En un principio, dibujé personajes, porque mi primera aproximación al dibujo estaba ligada a la ficción. Dibujar era una manera de concebir cuerpos y narrativas sobre los mismos, posibles e imposibles. Por supuesto que, a medida que crecía y me interesaba por el arte, abordé al dibujo, además de la ficción (creo que ésta sigue siendo parte fundamental), con una actitud místico-analítica que buscaba aprender/aprehender los cuerpos.

Lo último que se me hubiera ocurrido en mi temprana edad, era dibujarme a mí mismo (mi cuerpo). Tenía, en cambio, muchos avatares, pero recuerdo especialmente, los músicos de rock, que iban transformándose a medida que se gestaba mi gusto musical adolescente. Comenzaron pareciéndose a Axl Rose (Guns ‘n Roses), y terminaron pareciéndose al desafiantemente queer Brian Molko (Placebo). Pero cuando dejé de jugar juegos de rol secretos, inventándome cualquier otro cuerpo o vida, que no era la mía, mi interés en el cuerpo se volcó hacia un deleite en lo anatómico, fisiológico, biológico, que cada vez le fue robando terreno a lo estético y, creía yo, a lo semántico-narrativo (después, entendería lo político que podía ser el cuerpo, aún desmembrado). Mis dibujos empezaron a no tener principio ni fin, sino a acumular fragmentos, miembros, secciones de cuerpos, seres inconclusos, híbridos, quimeras. Y la sexualidad de los cuerpos, y un erotismo salvaje, izaron banderas en mi universo figurativo. Sin atreverme todavía a mirar el mío, exploraba los confines del cuerpo, de los cuerpos, en mis mortificados cuerpos de tinta y papel —que hacía y deshacía— con pelo, carne, huesos, miembros, órganos, en un amasijo.

IV
La narrativa del sujeto hegemónico no sólo define al sujeto hegemónico. Para definir al sujeto hegemónico/cuerpo sano, la biopolítica necesita señalar a los cuerpos que, en su diversidad, no calzan con aquel como subalternos, otros, criminales, enfermos, incivilizados, aberrados, víctimas, sujetos sin agencia. Tal como lo señala Robert McRuer, fundador de la teoría Crip, en Crip Theory (2006), fueron operaciones muy parecidas (si no la misma), las que han señalado, sancionado, patologizado, criminalizado e institucionalizado, tanto a la diversidad sexual y de género, como a las personas con discapacidad, exiliadas del proyecto político del cuerpo sano, productivo y reproductivo. Con una importante inspiración en la teoría Queer, McRuer teoriza por primera vez, en los Estudios Críticos de la Discapacidad, sobre la discapacidad como una forma válida de identidad y disidencia, usando la palabra inglesa Crip para nombrar esta identidad y sus perspectivas y narrativas, décadas después de que la misma (originalmente un término peyorativo) fuera re-apropiada por activistas y artistas con discapacidad en los años setentas, estableciendo además nuevos puntos de contacto con la comunidad y los activismos queer.

V
Lo que entiendo ahora, después de conocer la estética de la discapacidad y la teoría Crip, es que, tanto en los personajes del cine como en los músicos de rock, como en las artes plásticas, lo que quería concebir a partir de esos espejos, era lo que en un principio llamé “masculinidades posibles” y que luego me pareció más certero llamar “corporalidades posibles.” Me refiero a corporalidades y expresiones de género posibles para mí, otras posibilidades respecto al sujeto hegemónico y sus narrativas, que señalan como anormales, desviadas o patológicas a corporalidades y performatividades distintas a las de la cis-heteronormatividad patriarcal, racista y capacitista.
Siendo niño, y antes del Internet, sólo podía consumir las imágenes que me proporcionaban la televisión, el cine y los videos musicales. Quizá fueron estos últimos los que más influyeron sobre mi joven ser, antes que me volcara sobre los libros de arte y el Internet para buscar más conscientemente mis espejos. El cine, sin embargo, fue el primero que me hizo conocer personajes en los que se intersectaba la diferencia corporal con la marginación social, y en los que sus modos de existir y ser-en-el-mundo problematizaban, siquiera sutilmente, ciertas expectativas de género.

VI
A falta de manos, el héroe de Edward Scissorhands (Tim Burton, 1990) tiene dos miembros protésicos no-realistas hechos con tijeras. Tras un encuentro casual con una vendedora, Edward intenta ser uno más en una sociedad suburbana que es incapaz de comprender su diferencia y que termina forzándolo a regresar a su castillo/prisión. Aunque a la diferencia anatómica de Edward le es atribuido un origen fantástico, haciéndolo una suerte de autómata con “corazón” más que un ser humano, es fácil leer la discapacidad como un tema central en la película. Pero me concentraré en el cuerpo de Edward y en lo que vi en él. Desde su primera aparición, su modo de caminar se hace notar. Es un caminar tímido, un poco rígido, frágil, que siempre me recordó a mi propio caminar. Aunque la carencia es disimulada por el “exceso” y la espectacularidad de sus “manos de tijeras”, Edward de hecho tiene dificultades para vestirse, para comer, para abrir puertas, para expresar su afecto físicamente, así como para satisfacer la etiqueta, lo que le trae rechazo. E incluso cuando se pone ropa “normal”, es evidente que esta no fue pensada para su cuerpo y su funcionalidad.

The Elephant Man (David Lynch, 1980) es una fábula sobre la vida de Joseph Merrick, (1862-1890), un hombre nacido con severas deformaciones, que le valieron el apodo de “El Hombre Elefante” en la escena del espectáculo de rarezas humanas, donde fue exhibido gran parte de su vida. Merrick escapa de este destino cuando es “descubierto” por el Doctor Treves, quien en un principio se obsesiona con el hallazgo científico que supone Merrick y sólo después reconoce su humanidad. En mi adolescencia, antes de usar bastón o silla de ruedas, me causaba más incomodidad la mirada de los otros, llamar la atención por mi forma de caminar o mis frecuentes y aparatosas caídas, o no parecer suficientemente “varonil” o atractivo, que las limitaciones físicas que representaba mi condición. Cruel conmigo mismo como sólo lo puede ser un adolescente, me sentía tan “abyecto” como Joseph Merrick. Pero más allá de la apariencia espectacular de Merrick, sus impedimentos físicos y su afección respiratoria, que claramente hacían del mismo un sujeto con discapacidad, y un cuerpo con el cual identificarme. En la película, Merrick camina con una cojera considerable y se tambalea sobre sus pasos, apoyándose en un bastón que sostiene con su única mano “funcional”. Su espalda tiene una curvatura pronunciada que amenaza su equilibrio. Merrick es incapaz de dormir acostado, y esto le hace sentir excluido de la experiencia humana (en la que no se ve representado).

The Elephant Man habla de acceso a la dignidad humana, más que de una condición médica o material, y esto fue fundamental para mi entendimiento de mí mismo.

Tenía catorce años cuando supe de la existencia de Marilyn Manson tras su presentación en los premios MTV de 1998. No los vi, pero un compañero me contó sobre un tal Marilyn Manson que “se puso unas tetas”. Desde mi entendimiento y el del mainstream de aquel momento, las tetas de Manson no eran un acto considerado “afeminado” (y por lo tanto reprobable) sino subversivo, y de inmediato conecté con esa subversión. Leyendo sobre él, aprendí la palabra andrógine, otro concepto que sería fundamental para entenderme. Conocí a Manson en el video musical de The Dope Show (Paul Hunter, 1998). En él, un ser delgado y de pasos inseguros, con la piel de un azul pálido extraterrestre, camina “con los pies hacia adentro,” como me pasaba a mí, y es sometido a la autoridad y curiosidad médica. Explorando las posibilidades “perturbadoras” del cuerpo, los gestos de Manson aludían a condiciones innombrables relacionadas a la discapacidad y, aunque problemático, en mi entendimiento juvenil esto contribuía a la representación. En The Dope Show, sólo cuando se presta al juego fetichista de la mirada (la fama), el personaje “discapacitado” ocupa un rol relevante en la sociedad. El video también me introdujo al ícono crip que fue Sandie Crisp, conocida como “The Goddess Bunny”, mujer transexual con secuelas de poliomelitis e ícono del Hollywood underground que murió víctima del COVID-19, en enero 2021. Aunque muy al margen, como suele pasar, Crisp hace una aparición inolvidable al final del video.

En cuanto a las artes plásticas, que gradualmente fueron teniendo más influencia en mí, puedo rastrear una temprana identificación con nada menos que Cristo crucificado, tal y como aparece en el Retablo de Isenheim (1512-1516) de Grünewald, que conocí en reproducciones con detalles sobre su martirio corporal en una enciclopedia. Los miembros retorcidos en dolor y su extrema delgadez hacían que no me cansara de mirarlo y mirarme en él, no precisamente por devoción. A esto siguió el pintor austríaco Egon Schiele, a quien conocí en ilustraciones para un libro de Mario Vargas Llosa (Los Cuadernos de Don Rigoberto) y cuyos autorretratos —con huesos adivinados, delgadez, torsiones, los amaneramientos, posturas “anormales”, anticipación de la muerte en el cuerpo— de inmediato me parecieron corporalidades posibles.
Ecos de Schiele y otres artistas fundamentales para mi concepción del cuerpo, como Francis Bacon o Hans Bellmer, son evidentes todavía hoy en mi vicio de dibujante. Más recientemente, he probado otras maneras de pensar y expresar al cuerpo sin la intermediación del dibujo, y con el combustible de mis investigaciones y activismo en torno a la discapacidad y a la otredad. He intentado hacer de mi cuerpo una voz que hable de la experiencia crip y de las reivindicaciones materiales e inmateriales que urgen para la minoría que supuestamente somos. Y la posibilidad, tan precaria como fue, de encontrar espejos donde podía mirarme en otros personajes con discapacidad cuando empezaba a formar mi identidad fue determinante para alcanzar un sentido de orgullo indispensable y reclamar nuestro espacio en el espectro de la experiencia humana.

Hoy, afortunadamente, cuento con icóniques referentes crip como Frida Kahlo, Frank Moore, Bob Flanagan, Cheryl Marie Wade, Mary Duffy, Sunaura Taylor, Mari Katayama, Sandie Yi, Trista Marie, les personajes de la vida real de “Crip Camp” (Jim Lebrecht, Judy Heumann, Denise Jacobson, Steve Hoffman, entre otres), Aimee Mullins, Viktoria Modesta, Aaron Philip, Venus DiMilo, el grupo de drag queens y kings con síndrome de Down “Drag Syndrome”, y un siempre creciente etcétera, pero jamás habría dado con estes referentes si no hubiera encontrado precarios y casuales espejos rotos dispersos en el océano de la “normalidad”.

Notas

  1. Tobin Siebers, “Disability Aesthetics and the Body Beautiful: Signposts in the History of Art,”Alter 4, no. 2 (Octubre-Diciembre, 2008): 329-336.

  2. Gloria Maritza Céspedes, “La nueva cultura de la discapacidad y los modelos de rehabilitación”, Aquichan (Vol. 5, núm. 1, octubre, 2005): 108-113

  3. Robert McRuer, Crip Theory: Cultural Signs of Queerness and Disability (Nueva York: NYU Press), 2006

  4. Ver el documental Crip Camp, James Lebrecht, Nicole Newnham, 2020

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