01.09.2017
por Dorothée Dupuis, Puebla, México
10 de junio de 2017 – 2 de octubre de 2017
Eduardo Abaroa, como lo demuestra el historiador de arte Daniel Montero en su excelente libro El cubo de Rubik sobre arte contemporáneo en México en los noventas, es parte de los artistas elementales que impulsaron aquella época, miembro temprano de la escudería kurimanzutto con Gabriel Orozco, Abraham Cruzvillegas y Gabriel Kuri. Sin embargo, él ha manejado una carrera bastante distinta a ellos. La agresividad especulativa del mercado se ha mantenido alejada de él, como si sus obras no pudieran pertenecer, retener valor o dejarse poseer por completo. Sus obras desagradan y regañan, como retratos de niños que no pueden quitarse del refri por cortesía, pero que revelan nuestra peor cara como padres tiránicos.
A nivel institucional, en los últimos años Abaroa no ha tenido tantas oportunidades nacionales en relación a las internacionales. ¿Por qué será? Tal vez porque Abaroa dedica mucho de su tiempo como maestro en la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado de la UNAM, La Esmeralda, donde enseña arte desde hace muchos años. O tal vez porque vivió diez años en Los Ángeles, donde se mezcló con otros parias latinos de la época, como el artista mexicano Rubén Ortiz Torres que en las ochentas reinó sobre la difunta corriente artística del neo-mexicanismo en la República, alejándose de las dinámicas centralistas de la escena en México. ¿O será que la obra de Abaroa critica de manera demasiado transparente al sistema del arte, a las instituciones de producción cultural y a las instancias de legitimación del poder —especialmente en el contexto mexicano/estadounidense? Erigiendo el artista como una figura ambigua a la vez comprometida y cínica, Abaroa construye escenarios especulativos que llaman a la imaginación radical, sugiriendo la posibilidad de superar los fracasos de la historia y rectificar los abusos del mundo global actual.
Para eso, Abaroa utiliza recursos modestos, precarios, en la mayoría de sus producciones: incluso las piezas más producidas parecen estar a punto de derrumbarse; no se insertan en el marco de la estética conceptual post-minimal a la cual sucumbieron algunos de su generación —es decir, aceptar un cierto profesionalismo que implica una disolución de ideales, así como una ruptura con la verdadera motivación de producir arte. La virtuosidad técnica de todas formas no parece interesar al artista. La obra está basada en el lenguaje, las estructuras, los símbolos y la fuerza intrínseca del ready-made. Abaroa parece ser enemigo de la noción de estilo: para él, las formas son síntomas que se enfatizan a través del collage o de la repetición. No busca embellecer la realidad, sino ordenarla según tipologías que desafían las lógicas establecidas por medio de lo estético. De forma intencional las obras mezclan varias capas de sentido para confundir al espectador y develar aspectos escondidos a través de un cierto caos —como sucede literalmente en 19 preposiciones (1993) representación escultórica a través de lo objetual de todas las preposiciones del idioma español, obra violentamente visual y críptico en cuanto a sus intenciones.
La obra se afirma como resultante de una práctica de escultura —hago uso de este término a propósito. La posible acusación de “incoherencia” hacia la obra de Abaroa, en comparación con muchos otros artistas ocupados en enmarcar las apariencias y el significado de su obra bajo términos estéticos estrechos, obedece a una metodología distinta que el artista usa para lograr la coherencia formal. Acercarse a la obra de Abaroa es intentar descifrar un idioma familiar a través de un lenguaje coloquial distinto. La obra busca alejarse de las doxas representacionales. Rechaza el estilo para buscar una representación justa de las cosas: ¿este no sería uno de los propósitos históricos del Realismo? En la era de las redes sociales y de sus poderes enfatizadores de los lados tanto aspiradores como oscuros de nuestras realidades: ¿sigue existiendo una representación objetiva, consensual, de lo real?
Abaroa es un artista profesional que ha reivindicado la distracción y la coincidencia como motor de la obra. Lo que su desenvoltura deja incompleto, lo compensa por otro centro de interés, por otra teoría, otra idea, otro texto, otra obra. En sí, es importante entender la obra de Abaroa como una totalidad, una especie de obra de arte total —aceptando a la vez su incompletud, por su obstinación a funcionar por fragmentos, incomprensiones y tartamudeo. Obras fragmentadas para una época fracasada: historias rotas, destinos discontinuos, duelos, dolor y olvido.
La primera parte de la exposición Tipología del Estorbo bajo la curaduría de Daniel Garza Usabiaga en el Museo Amparo en Puebla, junta varias piezas de finales de los noventas hasta principio de los 2000s. Se puede observar que dichas piezas mantienen una influencia alrededor de la estética post-minimalista y las referencias al ready-made, características que desarrollaron el éxito del arte mexicano de aquella época. A su vez estos cuerpos de obra referencian maliciosamente al registro barroco y bufón del Neomexicanismo. Un ejemplo de esto son las obras hechas en conjunto con Rubén Ortiz Torres. Así mismo, los videos de figurinas de plástico recitando una oración de Kant (Crítica del juicio (versión en video), 2002), o sencillamente en rotación sobre música y juegos de luz (Bodhisatva, 2002) son impredecibles. La serie de micro-esculturas de color (Nacimiento al revés (trastornos evolutivos de la sensibilidad), 1999) forman también un bestiario comparable a las figurinas de tierra de Fischli & Weiss, uncanny, malditas.
Un vocabulario fronterizo atraviesa toda la obra como una pregunta incesante aunque disimulada en apariencias —apareciendo claramente en piezas como Bisutería, varios kilómetros (versión de pared) (1991). La frontera es sobretodo cultural y social: introduce el interés de Abaroa por la cuestión indígena y los símbolos de poder colonial, mismos que son otro eje de la exposición.
La segunda parte de la muestra es entonces la mega instalación del artista Destrucción total del Museo de Antropología (2012 – en curso), compuesta por un lado escultórico que es complementado por dibujos y textos explicativos sobre la pieza y su contexto. En esta obra, Abaroa apunta hacia la destrucción del museo antropológico como la condición sinequanone para la reconciliación con la identidad indígena en México. La escultura principal consiste en una reconstitución a escala real de escombros ficticios del museo, siendo reconocible una parte rota de la “Piedra del sol”, tesoro principal del museo. Textos comparten anécdotas respecto al saqueo de arte indígena, como es el caso del Monolito de Tláloc que fue robado a su pueblo de origen, y que, según la leyenda, causó una lluvia torrencial el día de su traslado hacia el museo en 1964. Por su parte, las obras gráficas de la instalación se enfocan en algo más concreto: la destrucción verdadera, en términos ingenieriles del museo parte por parte. A través de esta ficción arquitectónica, cada capa de demolición deshace metafóricamente las construcciones históricas que edificaron la sociedad mexicana sobre lógicas racistas, clasistas y machistas.
Esto se debe a que Abaroa no cree en una identidad mexicana reconciliada, como lo vendieron al extranjero muchos de su generación —correspondiendo a una ficción exotizante respecto a un nacionalismo poético y apaciguador post-Octavio Paz y pre-TLCAN. Más bien, sugiere modalidades conjuntas de lucha y discusiones para y por el pueblo en sus divergencias: conversaciones que tienen que retomarse desde varias perspectivas —y mientras la lucha sigue entre los participantes de dicha discusión.
En la sala siguiente, un conjunto de piezas reafirman el vocabulario plástico del artista ya más dirigido a la historia, la antropología y la apropiación de narrativas que en los primeros trabajos ready-made que hacían referencia al registro de la cotidianidad. El dibujo y la foto son integradas de manera refrescante en el aspecto documental de la obra, como es el caso de Inserción arqueológica (2012), serie de fotos tomadas en el museo arqueológico que subrayan con humor el cómico involuntario de la vida de las instituciones culturales, sirviendo de transición hacia las últimas salas que presentan proyectos audiovisuales recientes del artista.
Abaroa cierra la exposición no con una culminación de preguntas y anécdotas, pero con obras que afirman la investigación plástica de la imagen en movimiento en nuestra época post-Televisa, post-YouTube y pro-realidad virtual, la dirección más novedosa del trabajo del artista. Así, Abaroa interrumpe la posibilidad de concluir la muestra con un discurso moral como lo hubiera podido sugerir las salas precedentes. La Gran Catástrofe del Oxígeno es una obra producida para una exposición en Casa del Lago, México, en el 2015. Habla sobre cambio climático y fantasías complotistas sobre el paisaje, e introduce un lado más místico del trabajo de Abaroa. En esta obra, el artista no deja de lado la investigación minuciosa que ha construído el éxito de obras como la Destrucción total del Museo de Antropología, investigación que amplía, a través de la confección de objetos estéticos, la búsqueda de un efecto al límite del sensacional que pueda resonar físicamente en la percepción del espectador de la realidad —reafirmando el arte como un indispensable mediador entre nosotros y la manera en la que construimos nuestra percepción del mundo.
La última sala parece entonces una cripta medieval. Varios videos nos proyectan dentro de La caverna del diablo (2017), una cueva ubicada en el Estado de México y dónde se dice que el diablo habita. Abaroa referencia aquí directamente a la caverna de Platón, metáfora reforzada por la presencia en el video de signos matemáticos básicos superponiendose con las imágenes de la cueva. El diablo por cierto vive en muchas zonas del Estado de México —y no tanto en aquella cueva sino en todos los crímenes, especialmente de género, que hacen de este estado de 17 millones de habitantes el segundo más peligroso del país, lejos de la relativa seguridad del centro de la ciudad y su gentrificación galopante. Sin embargo, la cueva aparece como un posible refugio espiritual, espacio que es un sitio especial en la cultura indígena, tal como en las setentas para el mundo hippy —un lugar donde existió una cohabitación pacifista entre mundos y cosmogonías, o así lo queremos creer, liberados del estorbo.
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