01.05.2022
La historiadora y curadora Helena Lugo se cuestiona la crítica institucional y los discursos planteados por el sistema oficial del arte.
Desde la década de los sesenta y hasta finales de los noventa se produjeron una serie de obras, especialmente en Estados Unidos, bajo la etiqueta de crítica institucional en contra de los discursos planteados por el sistema oficial del arte. Fue una estrategia artística ejercida por artistas y dirigida contra las instituciones[1] para poner el dedo en la llaga sobre las maneras en las que los museos construyen el canon de la historia del arte bajo discursos de poder hegemónicos y patriarcales. Desarrollada por artistas como Hans Haacke, Douglas Crimp, Louise Lawler, Andrea Fraser, Daniel Buren, Michael Asher o el Art Workers’ Coalition, la denominada crítica institucional abordó temas como la exclusión de minorías, discursos y narrativas, así como los límites conceptuales de los programas curatoriales y su conexión con el poder político.
Esta práctica se expandió internacionalmente y condujo a un conocimiento profundo de los recintos culturales al tiempo que logró poner en tensión sus modos de producción, distribución, exhibición e historización. Gracias a la incomodidad que supuso, llevó a agentes culturales a plantear la inclusión de otras temáticas, incorporar otros públicos y, en términos generales, nos enseñó a desconfiar de las narrativas presentadas desde los espacios hegemónicos de la cultura. De igual forma, promovió prácticas democráticas y horizontales que incluso sugirieron que podría tratarse de un espacio utópico operando al interior de la maquinaria: la capacidad crítica de las obras no sólo las colmaba de fuerza política, sino que instauraba un espacio de posibilidad que al apalabrar las inquietudes e incomodidades de la sociedad daba paso a imaginar lo que podría ser.
Sospechar en esta época de la crítica institucional es un lugar común. Andrea Fraser, una de las máximas exponentes de la práctica, declaró hace casi dos décadas: “la crítica institucional está muerta, víctima de su éxito o fracaso, fue engullida por la institución a la que denunciaba”.[2] Si bien hace cincuenta años proponía un espacio para desajustar e incomodar a la instituciones y con ello lanzar cuestionamientos de su función social, ideológica y política, hoy en día, parece haber desplazado su carácter provocativo para convertirse en una práctica anacrónica con poca credibilidad cooptada en beneficio de la institución misma. Las estrategias artísticas terminaron por interiorizar la institución y, a su vez, la institución optó por devorar las prácticas que estaban cuestionando su status quo.[3] En la actualidad, la crítica institucional ya no se caracteriza por ser una potencia transformadora o un espacio de reflexión.
Más allá de su relevancia histórica o de su irrelevancia contemporánea, vale la pena preguntarnos cómo opera la crítica institucional en este lugar (México) y en este momento. Los museos parecen estar cada vez más agotados. La noción de museo como refugio para el pensamiento, como espacio con la capacidad de transformar narrativas o cuestionar discursos hegemónicos, ha quedado en el olvido. Las instituciones de carácter público que se gestaron como espacios de encuentro donde la sociedad dialoga y proyecta su pasado, presente y futuro, están cada vez más lejos de sus comunidades. La cultura nunca ha sido un eje fundamental del Estado; desde hace décadas se define por recortes presupuestarios anuales, sistemáticos y arbitrarios en donde algunas instituciones y proyectos cuentan con muchos recursos, mientras que otras están precarizadas. Pagos simbólicos inundan las políticas culturales; artistas y gestores tienen “la oportunidad” de mostrar su trabajo bajo la promesa de “visibilidad y prestigio”. Hay incluso museos que se han convertido en botines políticos. Alejados de la realidad e inmersos en su burocracia, reproducen un falso discurso de bienestar construyendo una fachada que despliega una aparente prosperidad, pero que realmente se resquebraja. ¿Para qué seguir construyendo museos?
Ante este panorama, es urgente una revisión exhaustiva de las políticas culturales, del rol de la institución cultural de cara a la sociedad contemporánea, y de las necesidades de la comunidad cultural. ¿Acaso existe una incapacidad del museo y sus trabajadores culturales para ser crítiques consigo mismes? Pareciera que las instituciones no están reflexionando en torno a su agotamiento ni ante la imagen ilusoria que proyectan. Me encantaría leer textos curatoriales que hablen de su falta de presupuesto, de sus modos de selección para decidir quiénes ocupan estos espacios, o ver muestras que afronten la crisis de la institución misma, así como las condiciones de precarización a las que someten a artistas y trabajadores. ¿Cómo morder la mano que te da de comer? ¿Cómo insertar trabajos críticos dentro de una maquinaria que está regida por políticas culturales revestidas de contradicciones? Ante la incapacidad que pueda suponer hacer estos cuestionamientos, ¿cómo podemos dialogar estas problemáticas y dar voz a las prácticas artísticas interesadas en ello? ¿Acaso sólo son posibles desde fuera?
Dejando de lado lo trasnochado del término, aún hoy seguimos navegando sin poder abordar ni conformar las limitaciones y contradicciones que operan dentro de las instituciones culturales, ni la manera en la que puede haber una crítica efectiva que opere desde adentro. ¿Qué fue de la crítica institucional? ¿Dónde podemos examinar las relaciones que se generan entre la imaginación social y la imaginación institucional? ¿Cómo se negocia el poder interno de los recintos culturales y la esfera pública? ¿Acaso las disidencias son realmente respaldadas o escuchadas por las instituciones? Y si lo hacen, ¿qué rol juegan frente a ellas?
Actualmente, cuando un trabajo que critica a la institución se presenta en el terreno del arte se arriesga al menos a dos cosas. La primera es que tanto la obra como su autore podrían ser censurades. Esto representa el triunfo del trabajo en cuestión y, simultáneamente, su derrota. La derrota implica vivir con las consecuencias de la desaprobación de aquelles que legitiman a les artistas y sus prácticas; no obstante, el triunfo es enorme. Si la obra logra generar un afecto/efecto, causa polémica o tiene la capacidad de tocar las fibras sensibles hasta el punto de hacer que la institución se exaspere, se indigne o se conmueva, no sólo implica que es necesaria y urgente, sino que le devuelve a la crítica institucional su poder político, combativo y desafiante. ¿Es verdad que la crítica institucional ha muerto?
El segundo riesgo es que la obra de arte sea utilizada para reproducir los discursos institucionales establecidos y es ahí donde siempre ha radicado su paradoja. Corre el peligro de convertirse en espectáculo, de ser cooptada por el mercado del arte, de asirse a los límites de la propia institución y con ello reproducir las prácticas mismas que critica —en otras palabras, de replicar la historia que llevó a que la crítica institucional perdiera pertinencia y credibilidad a principios del nuevo milenio. Su cooptación implica que la obra ponga de manifiesto sus contradicciones: el escándalo se convierte en complicidad, encontrando así un nuevo discurso de legitimidad. Si la crítica compartía ideales que la acercaban al mundo real —emplazándose en luchas sociales, políticas, ideológicas—, confinarla a la institución la desancla de la realidad. La crítica se desactiva, como si la protesta o la resistencia se hubiera instalado cómodamente en los cubos blancos.
Existe tal vez una tercera opción más cercana al abismo: que el Estado no esté consciente de la crítica institucional, que la maquinaria no permita que las preguntas críticas que sí se hacen realmente permeen la esencia del museo o las prácticas institucionales. Sin embargo, detrás de la censura, la apropiación o del olvido, debemos recordar que la institución no tiene la capacidad de quitarnos nuestro potencial crítico. Aceptar las condiciones que ofrece para la realización de algún trabajo no debe extirpar nuestro poder de discernimiento. El campo tremendamente limitado que tienen artistas, gestores y trabajadores culturales para permear la esencia del museo no debe ser motivo para dejar de señalar. La crítica siempre será un ente extraño y provocador frente al conservadurismo y anquilosamiento de las instituciones. Pese a que la crítica institucional tope con pared cada vez que se encuentra con los límites de la propia institución, no debemos perder nuestra capacidad de pensar y cuestionar bajo el lente de la ficción, de la creación especulativa o del terreno de lo poético. Recordemos que también queda en manos de los individuos, artistas, y gestores replantear modelos o relaciones entre el Estado, los públicos, les ciudadanes y las prácticas artísticas. Es ahí donde radica la puesta en marcha de la imaginación y la exploración de los terrenos vedados por la institución.[4]
¿Es relevante pensar si la crítica institucional está viva, muerta o en el despertar de su vigésima quinta resurrección? Sí, y tal vez valga la pena pensarla no sólo como algo vivo, sino sumamente poderoso. Como sugiere el curador y teórico Simon Sheikh, la crítica institucional no debiera pensarse como una ola, un movimiento o un periodo histórico, sino como una herramienta, una estrategia, un método de aproximación al mundo constante y permanente.[5] Una especie de brújula que nos indique hacia dónde dirigirnos para avanzar hacia los ideales que dieron paso en primer lugar a construir, habitar y conservar recintos culturales. Es fundamental que los museos se pregunten a sí mismos si hay apertura a la crítica desde donde detentan su poder; que cuestionen su capacidad autocrítica y de diálogo con las manifestaciones artísticas que los retan, que abran espacios para micronarrativas subyacentes dentro de las narrativas oficiales. Es aún más elemental que la crítica se ejerza desde adentro, si no, ¿dónde? Quizá las instituciones deban volcarse a la metareflexión, para desde ahí, comenzar a proyectar sus fantasías o posibilidades de la mano de las prácticas artísticas. No se trata de recuperar la importancia social de las instituciones, sino de comprender sus potencialidades y, con ello, construir una suerte de discurso crítico sobre lo que puede añadir a la ampliación de los modelos y políticas culturales.
Más allá de pensar en el cubo blanco como resguardo de la memoria, debería ser un espacio en donde se analicen las relaciones que se generan entre la imaginación social y la imaginación institucional. El museo ya no está aquí para recordarnos quiénes fuimos, sino para proponer un espacio en donde podamos proyectar lo que queremos ser; ya no está para mirar al pasado, sino para cuestionarlo con otros paradigmas y su relación con el mundo que habita. Más que las colecciones y los objetos artísticos, el museo debería asombrarnos, sí, pero por la posibilidad de imaginar otros presentes; de encontrar imágenes compartidas en donde se vislumbre algo común. La crítica no está para quedarse en las aulas de los salones, en los artículos de revistas, tampoco en los libros. ¿Qué pasa cuando el debate sobre las políticas culturales deja el ámbito de lo privado e inunda la esfera pública?
“Nosotros somos la institución”, regresando una vez más a Fraser. Y aunque la autora se refiere a que las instituciones del arte “no deben contemplarse como un campo autónomo, separado del resto del mundo, de la misma forma que el ‘nosotros’ no está separado de la institución”,[6] también podemos pensarlo de otra manera. Nosotros somos la institución. El arte nos pertenece. La imaginación nos pertenece. Siempre hay una posibilidad de filtrarse en las grietas de algo que se resquebraja. Camuflado detrás de sus estructuras inamovibles y debilitadas, quizá siga habiendo en los museos un estado de magia y de hallazgo maravilloso, desafiante y provocador.
Simon Sheikh, Notas sobre la crítica institucional. Traducción de Marcelo Expósito, 2006. Disponible en: www.transversal.at/transversal/0106/sheikh/es.
Fue coordinadora de investigación en el MMAC Juan Soriano (2017-2018). Desde 2015 ha sido curadora adjunta de Chalton Gallery (Londres, UK). Actualmente es curadora en jefe de Palmera ardiendo (2019- al presente) y curadora asociada del MArCE (Museo de arte contemporáneo de Ecatepec, Estado de México). Es editora de las publicaciones A Return to the Island (2018) y de regreso a la isla (2016).
Andrea Fraser, “From the Critique of Institutions to an Institution of Critique”, ARTFORUM, septiembre 2005, Vol. 44, no. 1. Disponible en: www.artforum.com/print/200507/from-the-critique-of-institutions-to-an-institution-of-critique.
Maite Aldaz, “¿Qué fue la crítica institucional?”, Fuera de marco, 31 de marzo 2018. Disponible en: http://fuerademarco.xyz/archivos/538.
Maite Aldaz, “¿Qué fue la crítica institucional?”, Fuera de marco, 31 de marzo 2018. Disponible en: http://fuerademarco.xyz/archivos/538.
Simon Sheikh, Notas sobre la crítica institucional. Traducción de Marcelo Expósito, 2006. Disponible en: www.transversal.at/transversal/0106/sheikh/es.
Simon Sheikh, Notas sobre la crítica institucional. Traducción de Marcelo Expósito, 2006. Disponible en: www.transversal.at/transversal/0106/sheikh/es.
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