09.08.2020
Continúa la serie de opiniones alrededor de las políticas culturales del gobierno de México a propósito de un sistema cultural público en crisis, para la cual Oliver Terrones cuestiona el centralismo vigente que limita cualquier posibilidad gremial sobre el tema en contraste con su experiencia en Acapulco, Guerrero a través del programa «Cultura Comunitaria», evidenciando así contradicciones pocas veces reconocidas en la discusión.
El debate de las políticas culturales en México no pertenece únicamente a un grupo de agremiados productores de cierto arte y promotores de cierta cultura. Pensarlo así es reducir dicho debate a los intereses laborales de un sector. No es, tampoco, competencia única de aquellxs que viven de subsidios y fideicomisos ni un debate en el que lxs únicxs interlocutorxs sean provenientes de las 3 ciudades más pobladas del país o del museo de arte de una universidad. Un gremio citadino y centralizado que se considere a sí mismo el único o más importante productor de cultura de un país, tal vez no debería tener bajo supervisión tal encargo como las políticas culturales de dicho país.
Un término clave en los derechos culturales es vida cultural. En México tenemos políticas y estructuras que borran o inhiben la vida cultural de sectores a través de extractivismos y/o la promoción de valores artísticos, históricos, culturales, morales y estéticos que colocan en escalas poco prioritarias o inexistentes a manifestaciones, circuitos y dinámicas culturales fuera del centro. En el caso mexicano, es más que un debate entre “alta” y “baja” cultura.
Además de los grupos cuya vida cultural es inhibida por estructuras de poder, no siempre se contempla como iguales o dentro del gremio a quienes carecen del carácter de artistas, p. ej. a trabajadorxs que hoy se encuentran bajo la supervisión y cuidado (u omisión y descuido) de la Secretaría de Cultura de México. Tampoco deja de ser curiosa la repulsión de ciertos artistas a considerarse trabajadorxs del arte y la cultura. ¿Si tenemos a artistas que no se consideran trabajadorxs del arte y la cultura y por tanto no vuelve a esto un conflicto obrero, entonces, qué tipo de conflicto es?
En México existe un naturalizado, colonial y centralista relato histórico/comercial en el que desde el centro se dictamina y avala lo que es cultura y que reduce lo demás a una homogénea provincia, omitiendo y borrando producciones, circuitos y dinámicas culturales periféricas, pensándonos como merxs consumidorxs de lo avalado y producido por la blanquitud del centro. Urge, entonces, evidenciar estructuras que perpetúan dicha desigualdad y lo que instituciones públicas hacen o dejan de hacer para mantenerlas intactas. El no-ejercicio de una propia vida cultural viene muchas veces acompañado de otros problemas sociales como acceso a salud, educación, vivienda y negación de derechos humanos. Si este debate fuera sólo sobre arte, no tendríamos por qué hablar de todo esto, pero en tanto lo disputado son políticas públicas nacionales, lo tenemos que hacer.
¿Qué acciones ha tomado el Estado Mexicano para garantizar el ejercicio de los derechos culturales? Hasta ahora, lo más desarrollado parece ser su programa Cultura Comunitaria con ejes desde los cuales pretende acelerar y desacelerar procesos bajo la premisa de una descentralización de la cultura, la cual pretendía seguir con la descentralización de otros sectores de la administración pública y que al parecer, o por lo menos hasta ahora, no ha sucedido ni estamos segurxs de que suceda. Los conflictos de este programa son tan variados y de distinto calibre, estoy seguro de no poder enunciarlos en un único texto; confío que podrán develarse con el tiempo y por más personas. Regresemos entonces a la pregunta inicial sobre quiénes son o tendrían que ser lxs beneficiarixs de las políticas culturales en México para el ejercicio de su propia vida cultural.
El pasado 1° de Julio de 2020, un comando armado en Irapuato, Guanajuato, atacó un centro de rehabilitación, coloquialmente conocidos como “anexos”. En él, masacraron a 27 personas. En México, los centros de rehabilitación pueden pertenecer al ámbito privado y no siempre operan con legalidad o bajo la supervisión de profesionales de la salud. Menciono esto para trazar conflictos en materia de políticas culturales a partir de la pregunta por ¿cómo opera la idea del arte como herramienta para “reconvertir” o “reprogramar” a un grupo social?
En diciembre de 2019, se me convocó al programa Juntos por la paz para un “ejercicio de vinculación entre ejes” del programa Cultura Comunitaria en Ciudad Renacimiento, una de las colonias con altos índices de inseguridad en Acapulco, Guerrero. Dicha actividad consistiría en impartir un taller de arte de un par de horas y planeado con una semana de anticipación, orientado hacia prevención y combate de adicciones. Preocupado de que se creyera que el arte podría, en tres horas, prevenir y combatir las adicciones y sin antes aclarar que por evidentes problemas logísticos no podría hacer milagros ni asegurar que alguien dejara de consumir sustancias psicoactivas en ese tiempo, accedí. Propuse que podría únicamente objetivar imaginarios socioculturales respecto a adicciones y sustancias psicoactivas y, a partir de ahí, elaborar más preguntas que respuestas. Solicité materiales y bajo lema de “austeridad”, me ofrecieron material de oficina y fotocopias. Además de los evidentes problemas de logística, se esperaba que lograra que un grupo dejara de consumir psicoactivos únicamente con una charla, no sólo fuera de toda posibilidad sino fuera de las posibilidades del arte. Me pregunté seriamente si quien dirigía esto lo hacía por ingenuidad u otra causa. Para reducir la gravedad de las omisiones, se me dijo que sólo sería una suerte de conversatorio en el que lxs hijxs de lxs asistentes tomarían el taller; es decir, ya no era prevención de adicciones sino guardería. Al llegar a este punto, ya no entendía ni las premisas del programa ni los objetivos del taller exprés para combatir adicciones. El único proceso que parecía bien planeado, y con sentido, era la ejecución de un evento propagandístico en el que después de retratarse, alguien pudiera decir: Estamos trabajando por la paz, previniendo las adicciones en una de las colonias más peligrosas de Acapulco. Me negué. Días después vi fotografías del evento con sonrientes entusiastas, muy seguramente ajenos a Ciudad Renacimiento, y nunca supe si durante esas horas, alguien había dejado las drogas o el alcohol. Sospecho que nunca fue la finalidad.
¿Es el arte una herramienta para prevenir adicciones y el consumo de sustancias psicoactivas? Asumo que muchxs lectorxs podrán reírse al pensar en la cantidad de alcohol y sustancias psicoactivas que se consumen en dinámicas asociadas al arte. Menciono esto no porque dicho consumo esté necesariamente asociado al arte o sea inherente al mismo, ni porque intente criminalizar el consumo o posicionarme a favor de éste. Es simplemente un comparativo: mientras a un grupo marginalizado en la periferia de Acapulco se le intenta prevenir del consumo de sustancias psicoactivas con un taller de arte, para otro grupo, el arte no tiene ni esa función correctiva o preventiva, ni le consumirá o producirá bajo premisas como las antes descritas. ¿Por qué a algunos se les intenta corregir o prevenir de conductas delictivas a través de un taller de arte mientras que a otros no? Y, cuando discursivamente se dice que todos tenemos derecho al arte, ¿se refiere a esto?
¿Son estas tareas del arte? No, y es justo lo que he intentado explicar desde el principio.
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