Edición 23: Materia Oscura

Nadia Villafuerte

Tiempo de lectura: 11 minutos

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26.09.2022

Niluyarilo

San Sebastián y los tránsitos de la carne, a partir de las imágenes de Roberto Tondopó

Cruzó. Ya sin su camisa, sus pantalones arremangados y sus botas, se metió al río y salió otra. El torso desnudo y la falda una pitaya. Tomó una combi, atravesó Tuxtla, atravesó el pueblo de Chiapa y llegó en madrugada a la feria. El sopor del sol se le metió hasta dejarle las pestañas brumosas. Tocó una, dos, tres veces y la tía Tey le abrió el portón. Un cambio como ese debía ser contemplado. Un día, ella misma iba a hacer el recuento del trayecto: cuando te acomodas las varillas del corsé y te conviertes en un ser blindado, con un interior que debe conquistarse, ya no hay nada que te haga volver.

Pasó en un tronar de dedos. De pronto tuvo las uñas largas y coaguladas de esmalte, el labio retacado de bilé para contar su historia una o dos veces, o hasta tres si se ponía terca, la boca una flor de plástico custodiando la textura rasposa de su voz. El vello de la barba insistía en marcar territorio. Lo mismo el pelo en las pantorrillas y los sobacos. El pelo se le puso insumiso y se lo destrozó años más tarde con peróxido, pero en ese instante fue aplacado por una corona que gritó por ella estridencias, igual a las que arropaban a San Sebastián. Mártir. El hermoso muchacho atado al árbol, su cuerpo con saetas y el velo entre el miembro. Las manos ceñidas, los ojos mirando hacia arriba, como si estuviera a punto de exhalar sus últimos suspiros sobre el polvo ardiente. La peste negra. El olor podrido de las langostas. La imagen venerada en multitud. El anuncio conmovedor de sobrevivir al deseo y la muerte. El aliño del cabello y los labios que todos querían morder. Los delicados pies. El hábito de masturbarse al caer la tarde, frente a esa figura sagrada que le encendía las mejillas. El rostro que no registraba la agonía física, porque belleza y dolor estaban separados el uno del otro. Como el suyo mismo ahí frente al espejo, en el que ninguna de las partes coincidían del todo.

Antes de la primera fiesta de enero, él no se gustaba. Los colores chillantes hicieron su trabajo. Abrió el estuche de polvos y pinceló aquí y allá hasta que la mirada, bien arraigada, la obligó a ver alto, con un leve toque de locura, alta aunque llevara sandalias o anduviera descalza, con los talones resecos de tanto caminar entre ladrillos. Ella empezó temprano, sin ayuda. Con tanto argüende alrededor, se le olvidaron las creencias que hasta entonces la habían orientado. Y las dudas y hasta las deudas, porque aún iba a pagar cada pieza comprada en abonos: que si la bisutería, el drapeado de la blusa, el chal y hasta el brilli brilli untado en los hombros antes de ajuarearse para debutar como lo que siempre había sido. Por supuesto las trenzas espesas: nada la definía mejor. ¿Quién usaba trenzas como si fueran mapas en el pelo? Sólo ellas, las que mordisqueaban sus uñas y le daban chimbo azucarado a los pájaros que, arrumados en los quicios, las observaban. El futuro había sido definido ese primer enero. La fiesta grande había creado sus contornos, su forma de andar, de hablar y de moverse.

Ya vestida de chuntá, lo confirmó: no era ni rica ni pobre ni joven ni vieja ni chele ni prieta ni hembra ni macho, sino que podía ser una multitud revolcada y vuelta a peinar y vuelta a revolcarse, más allá de la fatalidad.

Hubo una época, dicen. En la que el gobernador del Estado persiguió al joterío con el sucio fin de arrancarles los ojos, tan sólo porque algunas de ellas lo habían visto maquillado, ahí donde sólo debía haber uniforme militar, placas de plata y bronce adornando la falsedad de la hombría. Se puso sombra en los párpados y siguió con la nariz, que un niño le había enchuecado en la infancia. Su madre ya sabía. Las madres lo saben todo. Se delineó la boca otra vez, que tantas veces la protegió del desamparo y tomó decisiones por él, confiando en que los labios siempre iban a recordar, succionar, entender y ejecutar a su antojo, llenos de saliva o del baile que hacía en sus bordes el mentol. El blush tono canela le hundió los pómulos, aunque ningún rubor pudo igualar nunca ese instante que precedía al tocarse, cuando el encendido en las mejillas lo dejaba más desnudo que el santo mismo, con un sentimiento de extrañeza y reciprocidad. Un voyeur interrumpido súbitamente por el temblor de unas ramas. Porque San Sebastián le descarrilaba la conciencia, pero el santo no medía ni juzgaba como lo haría cualquier persona que pasara por ahí.

Se quedó dormida con la ropa y el maquillaje encima. El ruido de las demás lo despertó. Deja que se serene la loca. Tenía las pestañas apelotonadas de rímel. Las contó: eran más de veinte. Una misma pero no igual, aunque a todas se les notaba felices, libres, autoritarias, confundidas y solas, poseídas, inadecuadas, atrapadas en el tiempo, con el alma tenue y las ganas de yirar a pesar de ser melancólicas y carne para el flagelo. Arrecha la que no grite —soltó una y les agarró un ataque de risa. Esa noche les ancestres bailaron a su alrededor con una ferocidad alegre, mientras el aguardiente hacía lo suyo y les quemaba la garganta. Antes de salir a la calle, escribió con labial su nombre antiguo y el nuevo sobre el vidrio tembloroso.

De mí depende entrar por el espejo y salir, si es posible, al lugar al que pertenezco, que es el mismo lugar a donde voy a llegar —pensó y luego ya no pensó nada porque no tuvo tiempo.

El jolgorio en la cabeza, la cosquilla en el ombligo, el caminar cósmico. Corazón que late recio nada niega. Ella nunca más iba a ser un hombre sin mirada. Se deshizo de sus orígenes. Se juró a sí misma no tener más raíces que las del pelo, cuando el negro pajizo se entrometiera en sus highlights.

Convertida en la Tere, desde esa noche se entregó al resto de las noches. Lo que vino después lo contó como se hace con las cuentas de un rosario. Trabajó siempre, no pudo ahorrar nunca. Fue la reina del corto plazo y abrazó su condición de sujeta reemplazable. Se atascó de vicios, con riesgo de que el atasque le provocara un infarto y la dejara comatosa. Se entregó a las catástrofes cotidianas. A los vaivenes de la verga tirana que lo empujó a usarla en baños públicos y privados. En estacionamientos pinchurrientos. En momentos de tensión o estupidez. Entre bejucos y subiendo unas escaleras hechas de maleza rumbo al cielo. Apestoso al sudor que dejan impregnados los rechazos o embadurnado de albahaca. Con un hilo rojo en el ano para que no le echaran mal o con un anillo de plástico en el glande. El ano, carnívoro, con sus pétalos largos, una Niluyarilo que debía buscarse, igual a cuando los floreros subían a los montes, las encontraban sujetas a las piedras y las traían de regreso, acompañando el camino con cohetes y la música del pito y el tambor.

Una flor que se abría y se ahuecaba y se hinchaba y se estremecía y lo hacía estar anclado y a la vez multiplicarse.

Un aleteo de brazos, un caminar tosco, un deseo fugaz, yo me transformo. La Tere coleccionó historias todas inverosímiles por lo ciertas. Acumuló amoríos reales y alucinatorios. Tuvo, como cualquiera, sus historias de engaños, de ella mentir y de que otros la embaucaran. Oyó maldiciones dulces, los improperios más comunes o los cumplidos más falsos en lenguas que dejaban oír algún ruego, así que no podía decirse que sus horas, desde que asumiera otra, hubieran pasado en vano. Y eso implicó estar alerta, defenderse. No era verdad que hubiera quedado atrás aquella época, cuando el gobernador del Estado perseguía y obligaba a las travestis a desaparecer bajo la colcha, para no sentir que un guacho les pasaba corriente encima del vestido o les rajaba el miembro con una Tramontina o una cizalla. Nunca faltaba una paliza sin razón, un crimen convertido en tragedia de segunda mano, una persecución que las forzara a correr por los baldíos, bajo un sol a castigo.

Un día ocurrió. Le dijo su madre que si lo soñaba y lo contaba, pasaría. Y las madres lo sabían todo, aunque les dieran la espalda como lo había hecho la suya. Al principio la historia aún estaba vívida en su cabeza. Distinguió el cisne gigante de unicel, el carro alegórico, un árbol seco ocupando el ámbito de la ventana, el confeti en la baldosa. Después fue inútil retener el recuerdo, que se fue desvaneciendo hasta que no quedó más que una antigua sensación de temor. La bulla la rodeó y se levantó y las vio de nuevo. Las contó: eran más de veinte, sólo que ahora ella tenía los brazos demasiado cortos y no las podía alcanzar. Una misma en conjunto pero no igual, las manos cargadas de pulseras y anillos, carentes de miedo. Con sus chanclas de pata de gallo y sus vuelos de satín. Vehementes y complejas como el petatillo abigarrado en el pecho. Arreglarse le llevó esta vez menos horas. A causa del calor retenido en el cuarto, salió a fumar un cigarro y desde el dintel miró la calle. La gente las esperaba en la loma alta y puntiaguda. A la pandilla y a la tía. Alguien le tiró una piedrita y vio el destello de un objeto metálico en el aire. No tuvo tiempo. El alboroto la empujó hacia adelante. Arrecha la que no grite. Y gritaron. Juntas. El mismo cuerpo. Cuando las chuntás llenaban las aceras, no era posible distinguir dónde empezaba una y dónde terminaba la otra. Siempre, desde que se puso la canasta en la cabeza, le gustó el ruido del viento golpeando los banderines, perdidos y atados como ella. Esta vez, la mascada colgante que le permitía sostener la canasta le empezó a asfixiar. Era algo más y lo sabía. Una punzada, un signo de que había puesto el pie en el umbral. Al principio, la Tere soltó sus movimientos más airosos al ritmo del chinchín. Después las imágenes remontaron nítidas y a Tere le pareció que el tiempo empezó a ir hacia atrás y que el paisaje se recogió hasta hacerse un nudo. Ella ahí, en medio, ¿cómo iba a salvarse? No lo conté, madre, y si no lo conté no va a pasarme —murmuró para sí. Pero la traspasó un miedo sin sutilezas y entonces se dio la vuelta y empezó a correr hacia el lado contrario de la marcha. Se sabía el camino onírico de memoria, las curvas, las inclinaciones, las subidas que se hacían bajadas y las bajadas que subían. Cuando intuyó que vendría la fuga, se abrió una vereda envuelta por una niebla como la que rodea, impenetrable, el recuerdo de las cosas. En el sueño, sus ojos habían sido sellados con cinta transparente y la herida en la frente le hacía estilar hilos rojos que profanaban su piel. Una sombra alargada la alcanzó, las tripas se le torcieron y la invadió un desgano o mareo. Olía a guacho: lo supo porque alguna vez le quitó las botas pegachentas a un soldado y pasó el tacto puntual de su lengua en aquel empeine. ¿Había quedado atrás la época en que los días no eran normales, aunque ellos hicieran todo lo posible porque lo fueran? ¿Se lo habrían contado tantas veces que la trasladaron por fin a una de esas escenas sucediendo ahora bajo sus párpados? Aspiró hondo y dejó que su respiración la envolviera. Un coágulo se descorrió de las cuencas y las córneas, aún alertas, respingaron hasta que la sangre brillante y violeta, hecha de diamantina y glitter, dejó de brotar.

TRÁNSITO

En memoria de

Doña Esther Noriega Molina (Tía Tey),

nuestra adorada matriarca quien cobijó amorosamente a la comunidad LGBTIQ+.

Nuestro cuerpo guarda nuestra historia, nuestro cuerpo es memoria inconsciente,

que alberga mucho de nuestra herencia ancestral.

 

‘TRÁNSITO’ es la experiencia de la pérdida pasada de mi padre que vivo como artista cuir (queer)[1] desde la identidad de Chuntá dentro de la pandilla de la tía Tey.

Las Chuntá somos hombres que vestidos de mujer bailamos a San Sebastián durante la celebración de enero, en el sureste de Chiapas, México. Al apropiarme de este gesto transformo su significado para representar a San Sebastián desde nuestros propios cuerpos, y así revisar la memoria histórica de una comunidad para contar en este proceso la historia de colonialismo y la genealogía de la sexualidad disidente en Chiapas en una de las celebraciones más antiguas.

Tránsito es una narración alegórica, que entrelaza la parte colonial, contemporánea y un antiguo ritual de fertilidad de la parte indígena prehispánica, permitiéndome adentrarme en las identidades fronterizas, híbridas e incompletas a las que pertenezco, donde hay una transición social hacia una subjetividad alternativa, entrelazando opuestos como carne y espíritu, sexualidad y religión.

Lo que propongo es establecer un diálogo para construir en el presente el testimonio de la comunidad cuir local y descolonizar las causas que vulneran la consagración de lo femenino, en un proceso de restauración simbólica de esas experiencias negativas que sobreviven en una realidad transgeneracional.
Esta reescritura es necesaria para cuestionar las raíces que legitimaron las categorías binarias y de género; reinventar la historia de nuestres ancestres que sobreviven en nuestros cuerpos, dialogar con los dilemas del presente y, sobre todo, imaginar futuros posibles.

Notas

  1. Queer resultó ser el término más apropiado, ya que engloba una variedad de identidades y orientaciones que van más allá de la dualidad hombre/mujer. Pero aún mejor es el uso del concepto, cuir, que Sayak Valencia propone como acto de apropiación lingüística y desobediencia colonial en su texto Del Queer al Cuir: ostranénie geopolítica y epistémica desde el sur g-local: “El movimiento cuir es pues, un movimiento situado g-localmente, compuesto de multitudes que se oponen tanto a las instituciones políticas tradicionales (las cuales se presentan como soberanas y universalmente representativas) como a las epistemologías sexogenéricas heterocentradas y de integridad corporal que dominan aún la producción de la política, la economía la ciencia, el discurso, el género y la representación de corporalidades estandarizadas. Finalmente, cuir es un movimiento de (auto)crítica y agenciamiento radical que hace alianzas con los (trans) feminismos y con los diversos procesos de minorización dados por etnia/raza, diversidad funcional, migración, edad, clase, etc., y que reconoce los logros y la historiografía de otros movimientos de transformación social, como las multitudes queer del tercer mundo estadounidense, así los diversos feminismos: indigenista, ecologista, ciberactivista, etc. En suma, cuir es un proyecto (geo)político y ético, no sólo estético y prostético”.

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