01.08.2022
El origen del mundo como prótesis: provocar, reivindicar, clausurar o no
Algunos titulares destacaron de la última feria de ARCOmadrid la obra de Wynnie Mynerva como provocadora, polémica y controversial. El video, pieza central de su instalación, muestra la operación que redujo las tres cuartas partes de la apertura del canal vaginal de Mynerva, dejando apenas un pequeño orificio para la evacuación de fluidos. Una de las noticias ya anunciaba, antes de ser exhibida, que: “promete ser una de las obras más impactantes” de la feria de arte española. ¿De qué se trata esta promesa? ¿Es otro clickbait, es decir, es otro anzuelo para captar visualizaciones? ¿Quiénes prometen qué, y a quiénes impacta y por qué? La prensa, como es usual, promete demasiado: la obra no pretende —en palabras de Mynerva— ser provocadora. O al menos no por las razones por las que muchos y muchas esperan escandalizarse (un desnudo o el primer plano de un genital). En este sentido, también la prensa promete y ofrece poco.
Entender sus piezas sólo como provocación —sin remitirse al resto de su obra visual, y en especial a su pintura— corre el riesgo de perderse lo más crucial de su propuesta: la práctica de léxicos, gramáticas y pragmáticas alternativas sobre el placer, el dolor, la vida y la muerte.
En la muestra Sex Machine, del mismo año, Mynerva continuó explorando las posibilidades del cuerpo. Esta vez, el carácter protésico y plástico de la sexualidad encontró algunas modulaciones que continuarían apareciendo en la obra de Mynerva. El cruce entre orgánico e inorgánico se volvió cyborg de forma más explícita, en tonos que recuerdan el ero-guro, las disciplinas deportivas, el steampunk y el BDSM. La muestra contó con una instalación, piezas de escultura —una bicicleta fija con prótesis sexuales, una máquina sexual con un cuchillo en lugar de un dildo —, poemas, grabados, performance y las pinturas de gran formato que caracterizan el trabajo de Mynerva. Con una larga formación en Historia del arte y en Bellas artes, la pintura ocupó desde el principio un lugar central en su producción. Aquí ya aparecieron —junto con sombras y sectores de negro— los tonos pasteles y los tierras, las pinceladas cargadas, el material chorreado, las veladuras y el desplazamiento/yuxtaposición de planos de color que vuelven reconocible su trabajo pictórico.
Si el campo de indagación de Sex Machine era lo arte-factual del cuerpo, o lo corporal del artefacto, en El jardín de las delicias (2020) los cruces continúan, pero se demoran, esta vez, en lo vegetal y lo animal como territorios de placer. La pintura es aquí también monumental. Esta vez es claro que el lienzo actúa como paisaje en la instalación, como campo de visión y horizonte. En intertexto con el tríptico de El Bosco, la exhibición propone imaginar de nuevo algunas escenas originarias de Occidente y diagramar una versión alternativa del jardín del Edén: “un gran paisaje sexual que se nutre de la botánica y el reino animal sexualizados para la creación de una gran contraexpedición narrada por los propios protagonistas de los anteriormente pensados territorios exóticos en Latinoamérica”. Los tonos verdes y amarillos aportan gran sensualidad y luz en esta suerte de ucronía primigenia. La atmósfera no está exenta de humor, ya que el carácter alegórico de la pintura contrasta con el resto de la instalación: el piso cubierto por un pasto plástico, tan plástico como las bolsas de látex distribuidas en la sala, dentro de las cuales distintas parejas y grupos fueron convocados para tener relaciones sexuales. Lo privado y lo público se separan por una fina lámina, lo íntimo se establece mediante la opacidad del material —que restringe para sugerir—; sonido y movimiento, dos planos no siempre centrales en los regímenes de lo visual. Esta férrea disciplina compositiva contrasta con la luminosidad de la pintura panorámica, en la que serpientes, cactus, hierbas, árboles y personas juegan en el espacio abierto y exuberante de lo silvestre. Otra de las piezas pictóricas de la muestra es una versión revivificada de lo que en general se entiende como naturaleza muerta: el retrato de un grupo de frutas tropicales que chorrean jugos y que están enmarcadas en una figura amarilla contorneada por el perímetro de la vulva de Mynerva, un polígono que remite al mapa de América Latina invertido.
Freud escribía que el desarrollo de la mujer normal depende en buen grado del desplazamiento exitoso de la excitación clitoridiana (entendida como masturbatoria e infantil) hacia la vagina, territorio adulto y destinado al intercambio marital heterosexual y a la fabricación de bebés. Esta mitología del progreso anatómico no puede haber envejecido tan mal: el clítoris, como zona de placer y órgano (anti)reproductivo, ha sido un punto clave de muchas políticas sexuales feministas y queers. La vagina podría ser otro territorio a recuperar, o quizá no. Esta posibilidad no debería ser olvidada, y allí se encuentra la radicalidad del gesto de Mynerva. La apuesta por la reorganización corporal no se da en términos de adecuación ni de salida del clóset: más que la revelación de una verdad interior, insiste en el aspecto constructivo de la identidad, incluido un cuerpo con más o menos órganos, sectores o contornos. La práctica artística se trata de eso para Mynerva, de libertad, testimonio y legado. “El gran testigo de la humanidad”, el arte, permite la generación de piezas que contengan un problema que haga que quien las mire no tenga otra opción que pensar:
“y ahora que lo he visto, ¿Qué hago con esto?”
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