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01.06.2022

«Donde lloran lxs valientes», exhibición de Bernabé Arévalo en el MUNAR, Buenos Aires

Hasta el 15 de junio en el MUNAR

Formas (imposibles) de volver a casa

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Me gusta comenzar o terminar los textos citando pasajes que tienen, y al mismo tiempo no tienen, relación con el objeto sobre el cual me dispongo a escribir (básicamente, porque ignoro qué camino seguir antes de emprenderlo). Procuro, de todas maneras, evitar la repetición sistemática a la espera de no agotar el procedimiento, aunque lo considero un proceder inagotable. Dicho esto, el pasaje en cuestión pertenece a la primera parte de 2666, “La parte de los críticos”, de Roberto Bolaño:

Ya había iniciado un viaje, un viaje que no era alrededor del sepulcro de un valiente sino alrededor de una resignación, una experiencia en cierto sentido nueva, pues esta resignación no era lo que comúnmente se llama resignación, ni siquiera paciencia o conformidad, sino más bien un estado de mansedumbre, una humildad exquisita e incomprensible que lo hacía llorar sin que viniera a cuento y en donde su propia imagen […] se iba diluyendo de forma gradual e incontenible, como un río que deja de ser río o como un árbol que se quema en el horizonte sin saber que se está quemando.

El fragmento escogido, casi por azar, condensa varios sentidos que flotan en la instalación de Bernabé Arévalo donde se puede, como se podía en cualquier cantina guatemalteca o del Far West (recuerde el lector La diligencia, Tierra de audaces, El forastero, La hora señalada), beber un trago de agua ardiente para olvidar amores o destierros, ese pasado inagotable que nos persigue sin tregua ni pasión.

La cantina, se sabe, ha caído en desuso, reemplazada por ámbitos de encuentro más modernos, más sofisticados. Por eso, cuando uno atraviesa las puertas vaivén verdes con cabeza de serpiente experimenta la inquietud de estar ingresando a otro mundo, a un mundo perdido, que quizás ni siquiera existió, y sin embargo reconoce, como se reconoce lo ignoto: el propuesto por Bernabé es un fenómeno espacial, pero sobre todo temporal, el fenómeno de la intemperie, de los tiempos diferidos.

El bar, versión rioplatense, junto a la pulpería, de la cantina norteamericana o caribeña, espacio de conversaciones, debates, intercambio de ideas, si no desapareció, está en vías de hacerlo. Pero lo digo sin nostalgia (o con una nostalgia moderada), al contrario, el pasado siempre es el lugar perfecto para refugiarse a sufrir. De ahí, que a la cantina de Bernabé, además de a beber (y entablar alguna pelea), lxs valientes vayan a llorar (la x del título funciona menos como guiño al lenguaje inclusivo que como incógnita de una ecuación espiritual en principio irresoluble).

¿Y por qué lloran los valientes? ¿Qué salió mal? ¿Qué hazaña falló, qué acto heroico fracasó? ¿Cuál será, entonces, el motivo secreto del llanto? ¿Un amor frustrado? ¿La patria extraviada? ¿Una condena injusta? ¿Y si el llanto de lxs valientes contiene un matiz de alegría?

En Genealogía de la moral, Nietzsche escribe una frase demoledora (típico de él; demoler, dinamitar, martillar): “Sin crueldad no hay fiesta: así lo enseña la más antigua, la más larga historia del hombre –¡y también en la pena hay muchos elementos festivos!–”. Fiesta, pena, crueldad, los aparentes contrarios se unen en la larga historia del hombre, en la más extraña historia del mundo, y en la cantina, un punto móvil sobre el horizonte, los elementos comulgan: la fiesta de Bernabé es una fiesta triste, una fiesta feliz, una fiesta para todos y para ninguno.

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Bernabé Arévalo, aparte de propiciar la comunión, expone sus pinturas; son pinturas de un artista cuya mano cada vez se desplaza con mayor soltura, liquidez, confianza. Esto no significa comodidad, porque si algo se aprecia en la pincelada es la resistencia de los materiales frente a la cual el artista lucha, puja, cala, se rebela. Y también se rebela contra los objetos, coqueteando con el fantasma del cubismo. Bernabé habla de Braque y Picasso y le brillan los ojos (le brillan como al niño que miente): en sus obras reversiona el gesto cubista de cortar la superficie del cuadro, romper los objetos reconocibles, multiplicar las perspectivas, los puntos de vista. Un detalle, el cubismo de Bernabé no se restringe al marco, más bien lo desborda, por esa razón, en una de las paredes, se abre una hendidura, una profundidad que evidencia la planicie de las otras.

Habría que decirlo así: lo que sucede adentro de la cantina sucede en simultáneo adentro de los cuadros, es la ventana dentro de la ventana, la mise en abyme, dice Gonzalo Maggi (cómplice de Bernabé), una superposición de planos espaciales y temporales orientada a remarcar la repetición de lo que vuelve, y no se cansa de volver.

La paleta pastel predominante, al menos en cinco de sus pinturas, contrasta con el tema de los cuadros: pájaros, calaveras, peces, personajes marcados por un halo de fatalidad, por un halo de muerte, como si la desgracia fuera en efecto la reina del baile. Sin embargo, al seleccionar esos colores blandos, de valores altos, opuestos a los que predominan en la pared enfrentada, donde cohabitan pinturas oscuras de Bernabé con obras de Rossetti, D’Stefano, Lobo y Mizrahí, se produce una tensión cromática que impide el triunfo definitivo de la desgracia, aunque el resto de la tensión, el residuo, tampoco pueda llamarse esperanza.

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Conozco a Bernabé desde hace siete años. Si un mérito le cabe, además de haber sobrevivido, es la capacidad para permanecer fiel a los vacíos, a las pérdidas, allí, en esa fidelidad convertida en don, radica la mayor potencia de su arte.

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