
El curador Francisco Lemus revisa las prácticas artísticas que durante los años noventa se suscitaron ante la llegada del VIH/SIDA a Argentina, y colocaron preguntas sobre la vida y la muerte a recordar ante la vulnerabilidad del presente.
Hoy, quienes podemos, nos encontramos trabajando desde nuestras casas ante una pandemia que por sus características parece haber puesto en suspenso eso que conocíamos como “lo social”, y las formas en las que solíamos enlazarnos afectiva y materialmente. La peste subraya la vulnerabilidad de los cuerpos y acelera la pobreza. Los ideales de la superación personal –para enfrentar la crisis económica– y el negacionismo –para evadir las políticas sanitarias– recorren el mundo como una forma de negociar la muerte.
En un contexto precario, el arte se experimentó como una práctica de libertad. La subjetividad atravesó todo: los temas, las operaciones, los discursos. Lo personal adquirió una jerarquía inédita en la representación.Esto no significó una retirada de la política con mayúsculas, tampoco la evasión total de lo público, sino el ingreso de la micropolítica como forma legítima de ordenar los signos de una época. Mientras estas transformaciones se afianzaron, el VIH avanzó sobre los cuerpos; creándose de manera vertiginosa, pero también se despedían amigues y amantes. Les artistas de la Galería del Centro Cultural Rojas –espacio emblemático para el arte en la década de los años noventa dirigido por Jorge Gumier Maier– recuerdan el velatorio de Omar Schiliro en 1994. Se llevaron algunas de sus obras a la casa de sepelios, el cuerpo fue maquillado y el cajón se decoró con perlas, frasquitos de perfumes y una varita mágica de plástico. Ese mismo año, la artista Liliana Maresca fue despedida en el cementerio con magnolias. Años antes, en 1991, el adiós a Batato Barea estuvo repleto de globos. Sergio Avello, su amigo, confeccionó una cruz con pequeños globos amarillos y la dispuso a modo de corona de flores. Feliciano Centurión, falleció en 1996. Entre sopas macrobióticas y terapias alternativas, ocultó su diagnóstico. Para ese entonces, ya había enterrado a la mitad de sus amigues.[3] El arte en Buenos Aires está atravesado por la aparición del VIH y su desarrollo mortífero entre dos décadas. El hacer artístico se intensificó, se trazaron lazos de solidaridad y cuidado en una comunidad de artistas golpeades por la dictadura militar y una crisis que desdibujó el futuro. La matriz estética que habilitó la producción del arte contemporáneo puede ser mirada a través de un prisma seropositivo donde las imágenes se relacionan, se contagian; pueden responder de manera directa a la aparición del virus, como también iluminar en un sentido oblicuo la intemperie de los cuerpos. A medida que nos fuimos acostumbrando al VIH, las imágenes se transformaron. El final de los ochenta estuvo marcado por la melancolía y las retóricas de la sangre. Las condiciones para hacer arte fueron llevadas por la perplejidad que produjo la llegada de una enfermedad desconocida en el momento menos pensado. Los años noventa plantean un arco de tensión entre la adaptación al virus y la muerte, cuerpos que para ese entonces estaban exhaustos. En la historia del arte feminista en Argentina, las exposiciones Mitominas constituyen una experiencia de fuerte visibilidad. Gracias a la investigación de María Laura Rosa sabemos acerca de este proyecto que había pasado inadvertido en las primeras revisiones sobre la posdictadura.[4] En sus ediciones realizadas en 1986 y 1988, convergieron artistas, escritoras, poetas, músiques, feministas y algunes activistas de los primeros años de la posdictadura. La primera edición se realizó a partir de una iniciativa de la feminista Monique Altschul y la escritora Angélica Gorodischer, y tomaba como punto de partida los mitos en torno a la idea de mujer. La segunda edición, Los mitos de la sangre, se inauguró en noviembre de 1988. Esta exposición tenía como objetivo concientizar acerca de la violencia de género y la emergencia del VIH. La sangre fue un fluido capaz de aglutinar en una exposición agendas de mujeres y gays, artistas y público general. Mitominas desbordó los límites de lo que se entiende por una exposición. Al mismo tiempo que dio lugar al arte feminista, amplió las imágenes del VIH, y pensó la problemática de manera interseccional. Liliana Maresca exhibió su obra Cristo, un Cristo de santería crucificado, del que colgaba una manguera y un pequeño sachet transparente con tinta roja que simulaba una autotransfusión. Pocos meses antes, Maresca había sido diagnosticada con VIH. Esta pequeña obra, desaparecida, anticipa una operación que desarrolló con intensidad en los últimos años de vida: proyectar una imagen, una metáfora, sobre el cuerpo –vehículo del deseo, vehículo del sacrificio– y, al mismo tiempo, profanar la historia. La obra de Maresca fue censurada. El centro cultural —donde fue montada la exposición— está al lado de la Iglesia del Pilar, en el barrio de Recoleta. Al ver el Cristo corrompido, les creyentes pusieron el grito en el cielo. En Buenos Aires, las relaciones entre el arte contemporáneo y el catolicismo siempre fueron conflictivas.[5]
¿Cómo será la vida ahora que vamos a vivir?Esta es la pregunta que subyace en las fotografías de la serie Cóctel (1996) tomadas por Alejandro Kuropatwa cuando logró acceder al tratamiento.[7] Kuropatwa se convirtió en uno de los portavoces que le exigía a un Estado, desplazado por el mercado, la distribución y la regulación de los recursos para los antirretrovirales. El impacto que generaron sus fotografías, la participación en programas de televisión y la publicación de una solicitada en el diario de mayor circulación del país, generaron una inflexión en esta historia de las imágenes que parecía cerrarse sobre la lógica del campo del arte. En Cóctel, las cápsulas de neviparina, indinavir, entre otras drogas, fueron dispuestas sobre un pimpollo de rosa, junto a un vaso, entre toallas, en un pastillero, en la boca del fotógrafo. La nueva vida conectada a los fármacos por tiempo indeterminado fue mostrada como un producto de lujo encerrado en una composición perfecta. A primera vista, parecen sacadas de un catálogo de compras. Al mirarlas de nuevo, vemos las vanitas de un virus que comenzaba adquirir otra forma en esta parte del planeta. El tiempo de la supervivencia, ganado a la historia, ahora era el tiempo de las prótesis químicas que proveían de inmunidad al cuerpo.
El curador Francisco Lemus revisa las prácticas artísticas que durante los años noventa se suscitaron ante la llegada del VIH/SIDA a Argentina, y colocaron preguntas sobre la vida y la muerte a recordar ante la vulnerabilidad del presente.
En un contexto precario, el arte se experimentó como una práctica de libertad. La subjetividad atravesó todo: los temas, las operaciones, los discursos. Lo personal adquirió una jerarquía inédita en la representación.Esto no significó una retirada de la política con mayúsculas, tampoco la evasión total de lo público, sino el ingreso de la micropolítica como forma legítima de ordenar los signos de una época. Mientras estas transformaciones se afianzaron, el VIH avanzó sobre los cuerpos; creándose de manera vertiginosa, pero también se despedían amigues y amantes. Les artistas de la Galería del Centro Cultural Rojas –espacio emblemático para el arte en la década de los años noventa dirigido por Jorge Gumier Maier– recuerdan el velatorio de Omar Schiliro en 1994. Se llevaron algunas de sus obras a la casa de sepelios, el cuerpo fue maquillado y el cajón se decoró con perlas, frasquitos de perfumes y una varita mágica de plástico. Ese mismo año, la artista Liliana Maresca fue despedida en el cementerio con magnolias. Años antes, en 1991, el adiós a Batato Barea estuvo repleto de globos. Sergio Avello, su amigo, confeccionó una cruz con pequeños globos amarillos y la dispuso a modo de corona de flores. Feliciano Centurión, falleció en 1996. Entre sopas macrobióticas y terapias alternativas, ocultó su diagnóstico. Para ese entonces, ya había enterrado a la mitad de sus amigues.[3] El arte en Buenos Aires está atravesado por la aparición del VIH y su desarrollo mortífero entre dos décadas. El hacer artístico se intensificó, se trazaron lazos de solidaridad y cuidado en una comunidad de artistas golpeades por la dictadura militar y una crisis que desdibujó el futuro. La matriz estética que habilitó la producción del arte contemporáneo puede ser mirada a través de un prisma seropositivo donde las imágenes se relacionan, se contagian; pueden responder de manera directa a la aparición del virus, como también iluminar en un sentido oblicuo la intemperie de los cuerpos. A medida que nos fuimos acostumbrando al VIH, las imágenes se transformaron. El final de los ochenta estuvo marcado por la melancolía y las retóricas de la sangre. Las condiciones para hacer arte fueron llevadas por la perplejidad que produjo la llegada de una enfermedad desconocida en el momento menos pensado. Los años noventa plantean un arco de tensión entre la adaptación al virus y la muerte, cuerpos que para ese entonces estaban exhaustos. En la historia del arte feminista en Argentina, las exposiciones Mitominas constituyen una experiencia de fuerte visibilidad. Gracias a la investigación de María Laura Rosa sabemos acerca de este proyecto que había pasado inadvertido en las primeras revisiones sobre la posdictadura.[4] En sus ediciones realizadas en 1986 y 1988, convergieron artistas, escritoras, poetas, músiques, feministas y algunes activistas de los primeros años de la posdictadura. La primera edición se realizó a partir de una iniciativa de la feminista Monique Altschul y la escritora Angélica Gorodischer, y tomaba como punto de partida los mitos en torno a la idea de mujer. La segunda edición, Los mitos de la sangre, se inauguró en noviembre de 1988. Esta exposición tenía como objetivo concientizar acerca de la violencia de género y la emergencia del VIH. La sangre fue un fluido capaz de aglutinar en una exposición agendas de mujeres y gays, artistas y público general. Mitominas desbordó los límites de lo que se entiende por una exposición. Al mismo tiempo que dio lugar al arte feminista, amplió las imágenes del VIH, y pensó la problemática de manera interseccional. Liliana Maresca exhibió su obra Cristo, un Cristo de santería crucificado, del que colgaba una manguera y un pequeño sachet transparente con tinta roja que simulaba una autotransfusión. Pocos meses antes, Maresca había sido diagnosticada con VIH. Esta pequeña obra, desaparecida, anticipa una operación que desarrolló con intensidad en los últimos años de vida: proyectar una imagen, una metáfora, sobre el cuerpo –vehículo del deseo, vehículo del sacrificio– y, al mismo tiempo, profanar la historia. La obra de Maresca fue censurada. El centro cultural —donde fue montada la exposición— está al lado de la Iglesia del Pilar, en el barrio de Recoleta. Al ver el Cristo corrompido, les creyentes pusieron el grito en el cielo. En Buenos Aires, las relaciones entre el arte contemporáneo y el catolicismo siempre fueron conflictivas.[5]
¿Cómo será la vida ahora que vamos a vivir?Esta es la pregunta que subyace en las fotografías de la serie Cóctel (1996) tomadas por Alejandro Kuropatwa cuando logró acceder al tratamiento.[7] Kuropatwa se convirtió en uno de los portavoces que le exigía a un Estado, desplazado por el mercado, la distribución y la regulación de los recursos para los antirretrovirales. El impacto que generaron sus fotografías, la participación en programas de televisión y la publicación de una solicitada en el diario de mayor circulación del país, generaron una inflexión en esta historia de las imágenes que parecía cerrarse sobre la lógica del campo del arte. En Cóctel, las cápsulas de neviparina, indinavir, entre otras drogas, fueron dispuestas sobre un pimpollo de rosa, junto a un vaso, entre toallas, en un pastillero, en la boca del fotógrafo. La nueva vida conectada a los fármacos por tiempo indeterminado fue mostrada como un producto de lujo encerrado en una composición perfecta. A primera vista, parecen sacadas de un catálogo de compras. Al mirarlas de nuevo, vemos las vanitas de un virus que comenzaba adquirir otra forma en esta parte del planeta. El tiempo de la supervivencia, ganado a la historia, ahora era el tiempo de las prótesis químicas que proveían de inmunidad al cuerpo.
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