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EDICION 14

11.03.2019

Autoritarismos encubiertos: Tiwanaku y sus tiempos en el arte contemporáneo boliviano

A través del trabajo de los artistas Andrés Pereira y Roberto Valcárcel, la profesora Valeria Paz desdobla los constructos en torno al legado indígena que han fundado las políticas culturales en Bolivia y que han perpetuado una lectura hegemónica dentro de la historia del arte que se refleja no sólo en el espacio público, sino también en las instituciones culturales del país.

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Andrés Pereira, Posible poncho para un yatiri del Estado, 2017. Tejido y metal. Imagen cortesía de la autora La inauguración, en 2018, del edificio de 29 pisos denominado La Casa Grande del Pueblo como oficina del presidente Evo Morales, en pleno centro histórico de La Paz (y antigua Plaza Mayor colonial), tiene sugerentes similitudes con un acontecimiento igualmente polémico, simbólico y fundacional: el traslado a la ciudad, en 1932, del Monolito Bennett de Tiwanaku, [1] pueblo originario que desarrolló un centro político y religioso que se desintegró hacia el año 1200. La Casa Grande del Pueblo, un gigante entre edificios republicanos, buscó, sin lugar a dudas, afianzar la autoridad del mandato y del proyecto descolonizador de Evo Morales, el primer presidente indígena de Bolivia. La nueva y monumental oficina presidencial, construida en el terreno que antes ocupaba un edificio republicano —y que fue destruido con ese objetivo—, da, pues, la impresión de ser una ilustración de la nueva Constitución que deja “en el pasado el Estado colonial, republicano y neoliberal”.[2] Algo similar sucedió cuando el Monolito Bennett fue trasladado a La Paz, en el periodo de consolidación de dicha ciudad como centro económico, comercial y político del país, y en el que se impulsaron las excavaciones arqueológicas y la eventual creación del Museo de Tihuanaco.[3] Con este monumental vestigio del pasado aborigen (el monolito de siete metros de alto) en pleno paseo de El Prado —remodelado entonces con casas señoriales de inspiración europea—, se inscribió en la ciudad el legado indígena. Lxs vecinxs cuestionaron, entonces, el traslado del monolito a la ciudad, arguyendo que rompía la armonía de su recientemente adquirida fisionomía moderna, misma que había sido irónicamente lograda con la destrucción de edificaciones coloniales y, por ende, de ese periodo histórico.[4] La construcción de La Casa Grande del Pueblo se constituye, en ese sentido, como la continuación de una narrativa nacional de progreso, de una visión de desarrollo que resuena con el llamado de 1910 del influyente intelectual Franz Tamayo a “[...] librar la última batalla de la independencia y destruir definitiva-mente el espectro español que aún domina en nuestra historia” [5] y con su propuesta del indio como el componente esencial del carácter nacional.[6] Esta lógica de progreso, a partir de la eliminación del pasado colonial y de la inserción del legado de pueblos originarios, del denominado “proceso de cambio” y del “vivir bien” en la práctica, se traduce, lamentablemente, a acciones extractivistas y colonialistas tan emblemáticas como la construcción, en curso, de una carretera a través de un territorio indígena protegido [7] y la promoción estatal de Bolivia como sede del Rally Dakar [8] entre 2014 y 2018. Casa Grande del Pueblo, Wikipedia

Otros elementos clave en esta narrativa de progreso fueron las ideas, un tanto antojadizas, del principal promotor del traslado del monolito a la ciudad: el arqueólogo por vocación Arthur Posnansky, quien, entre otras cosas, postuló a Tiwanaku como una “raza” superior y como origen del hombre americano.[9] En el racismo implícito en sus teorías, existe un vínculo con las ideas de los “científicos” que sostuvieron la ideología nazi. En los años veinte, Posnansky intercambió correspondencia con el novelista y arquitecto Edmund Kiss, quien llegó a Bolivia, en 1928 [10], con el afán de encontrar evidencia para la fabulosa teoría del universo de Hanns Hörbiger, titulada Cosmogonía Glacial —según la cual, los restos de la Atlántida se encontraban en el territorio andino.[11] Alentado por la datación de Tiwanaku establecida por Posnansky, y por su particular interpretación de los símbolos de la Puerta del Sol, Kiss confirmó su teoría de que los tiwanakotas eran atlantes y por ende una raza nórdica.[12] En su retorno a Alemania, Kiss estuvo directamente vinculado con el régimen nazi, particularmente con Heinrich Himmler, un entusiasta lector de sus novelas. Si bien, en su libro, Posnansky se distancia de las teorías traídas “por los cabellos” [13] de Hans Günther —base fundamental de la ideología de Hitler—, en su visión general, y en el uso del lenguaje en particular, se evidencia la influencia de ideas nazis. Así, en 1943 se refiere a los constructores de Tiwanaku, a la raza Kholla, como Fuehrer.[14] Roberto Valcárcel, Puerta del Sol (detalle), 1982. Instalación: cartón corrugado, pintura y marcador negro. Imagen cortesía de la autora.
Todas estas ideas contribuyen a la configuración de una ciudad moderna con una estética y monumentos al estilo de Tiwanaku, como se aprecia en la réplica del templete semisubterráneo de Tiwanaku (diseñada por Posnansky), donde eventualmente se reubica el Monolito Bennett [15]; y en las importantes construcciones en estilo Neo Tiwanaku, como la del antiguo estadio, el actual Museo de Arqueología, la casa de Posnansky y el primer edificio moderno de la ciudad, el monoblock de la Universidad Mayor de San Andrés. En las siguientes décadas, Tiwanaku se interiorizó como símbolo nacional no oficial —al no ser proclamado por el Estado[16]—en el imaginario boliviano y son pocos los artistas que han cuestionado su función legitimadora. La construcción de La Casa Grande del Pueblo se constituye, en ese sentido, como la continuación de una narrativa nacional de progreso Roberto Valcárcel es uno de los artistas que cuestiona el componente autoritario y excluyente de los símbolos prehispánicos que refuerzan una identidad nacional esencialista y excluyente.[17] Sus cuestionamientos, hoy, cobran actualidad ante los rasgos autoritarios del renovado nacionalismo del gobierno boliviano —manifiestos en la persecución y amedrentamiento de opositores y de la prensa, así como en el lenguaje machista y homofóbico del presidente—, y en coyuntura regional y mundial con líderes que hacen gala de actitudes similares. Para examinar este tema, tomo como punto de partida las estrategias creativas y la crítica que subyacen en Puerta del Sol de 1982, una obra que subvierte la mitificación de este ícono de Tiwanaku para, en una segunda parte, examinar cómo en el arte contemporáneo, en el caso particular de Andrés Pereira, se aborda el tema. Roberto Valcárcel, Puerta del Sol (detalle), 1982. Instalación: postales turísticas, esquemas, bocetos, anotaciones, cuerda, ganchos y panel de madera. Imagen cortesía de la autora
Tiwanaku en serie En Puerta del Sol, Roberto Valcárcel ofrece pistas para develar los mandatos invisibles que supone la reiteración poco cuestionada de Tiwanaku en al ámbito cultural. Puerta del Sol desarticula, mediante un juego de contraposición de sentidos, el aura y la autoridad como obra única [18] de la Puerta del Sol de Tiwanaku. Lo hace subvirtiendo las características metafísicas y artísticas atribuidas a este portal de piedra. De esa manera, cinco gigantes Puertas del Sol de cartón corrugado, prácticamente idénticas, sugieren una producción en serie y funcionan a manera de metáfora, reiterando Tiwanaku como símbolo no oficial de lo nacional. La solución técnica al problema de cómo reproducir este motivo de manera efectiva en una galería fue simple: la forma de la puerta está sugerida a partir de la pintura del espacio negativo (los vanos) con blanco, el sol que supuestamente la atraviesa [19] con pintura en spray, a lo que se suman textos escritos a mano con marcador negro en los lados de la puerta. Esta sencillez técnica “resuelve” y desmitifica el oficio y tecnología necesaria para realizar y transportar esta piedra tallada de siete toneladas —uno de los argumentos con los que, desde Posnansky, se sustenta la teoría de que Tiwanaku no fue construido por los pueblos originarios. Los textos en las paredes cumplen una función “museográfica”, en tanto imitan el lenguaje de las fichas técnicas de los museos de arqueología y de arte en los años ochenta. Operan, igualmente, como un registro del proceso creativo [20] y, de esa manera, funcionan como instrucciones para reproducir la obra, pero también para hacer réplicas de la misma puerta que se presenta a escala y casi del mismo tamaño. Con este gesto, se contraría, sin duda, la obsesión por la técnica y sus secretos, así como por los mitos del artista como genio, atesorados en la escena local, pero también en el estatus turístico y místico asignado de Tiwanaku. Estos últimos son aludidos en el “panel informativo” al ingreso de la exposición en el que se encuentran cinco tipos de postales de la Puerta del Sol, que reiteran el sentido adquirido de objeto de consumo.[21] Roberto Valcárcel, Puerta del Sol , 1982. Instalación: cartón corrugado, pintura y marcador negro. Imagen cortesía de la autora
En Puerta del Sol subyace, asimismo, una crítica a la programática y prescriptiva Bienal Bolivia, realizada un año antes y a su arbitraria atribución a Tiwanaku de connotaciones anticapitalistas y anti-imperialistas y, en ese sentido, a la adición de una ficción más a las leyendas acerca de Tiwanaku. De la misma manera, en la Puerta del Sol de Valcárcel hay un guiño a los preceptos del indigenismo, pues la obra está pensada en función del espacio del Salón Cecilio Guzmán de Rojas, galería de consagración de los maestros del arte boliviano, que lleva el nombre del líder del movimiento pictórico indigenista, quien proclamaba a Tiwanaku como origen de su arte y a su movimiento como mandato desde la dirección de la Academia Nacional de Bellas Artes.
Arqueologías del presente En la exposición Rayo purita (2018), en la galería Crisis en Lima, Perú, Andrés Pereira investiga la parafernalia del aparato mítico del presente, dando cuenta de la dimensión ficticia, festiva, metafísica, y epistemológica del proceso político de descolonización que lleva a cabo el actual gobierno boliviano. Estos artefactos apócrifos creados por Pereira están igualmente inspirados en la dimensión fantástica y metafísica de ciertos mitos respecto a Tiwanaku, como la idea decimonónica de que el origen de la humanidad era Tiwanaku [22], o la puesta en escena de la singular romería al sitio arqueológico, organizada por la élite criolla-mestiza, que se llevó a cabo durante la celebración de la Semana Indianista en 1931.[23] El actual uso del sitio de Tiwanaku como escenario de los actos oficiales del gobierno, contribuye a actualizar su dimensión mítica. Si bien, Evo Morales no es el primer político que establece un vínculo con Tiwanaku, es quien lo lleva a una magnitud espectacular. Así lo “presenciamos” en las transmisiones por televisión de sus tres posesiones presidenciales en Tiwanaku, en las que vistió atuendos inspirados en dicha cultura (al igual que los yatiris —sacerdotes aymaras— que lo acompañaron), y así lo pudimos constatar, una vez más, en el show mediático montado en el mismo sitio arqueológico para la celebración de la boda del vicepresidente.[24] Andrés Pereira, Boceto para un display platónico, 2017. Instalación: tejido, objetos y c-prints. Imagen cortesía de la autora Con un gesto que imita al del arqueólogo, Andrés Pereira se detiene en el diseño del vestuario y la utilería ad hoc de estas renovadas formas para los actos oficiales (muy útiles, por cierto, en la era de las redes sociales) y, con ello, cómicamente sugerir un Posible poncho para yatiri del Estado (2017). La elección de retazos de un textil tarabuqueño para esta prenda utilizada en la danza indígena del Pujllay, que recrea el enfrentamiento entre indios y españoles, es intencionalmente consistente con el discurso descolonizador del Estado. En su Boceto para un display platónico, inspirado en las formas de exponer y en la folklorización del indígena en el Museo de Tihuanaco, así como las interpretaciones pseudo-científicas en torno a Tiwanaku, muestra los objetos que encontró en una misión de recuperación “arqueológica”, un car boot sales en Londres: un textil indígena usado como fondo y soporte de una exposición (un pequeño museo) en el cual se engarzan una esfinge egipcia, una zampoña andina, una cabeza africana, entre otros objetos. Imitando las tareas de exposición y catalogación realizadas por los fundadores del Museo Nacional, constituido por piezas de Tiwanaku e instrumentos autóctonos,[25] en Boceto para un display platónico, Pereira investiga y exhibe los resquicios de la mirada arqueológica decimonónica en la población actual de Londres. La “inevitable” cosificación y exotización del otro en esa labor se materializa en la “agencia” que otorga al otro en La venganza de los representados, una inquietante y cómica cabeza confeccionada con una alfombra-souvenir textil de la Exposición Internacional de París de 1931, flechas de Nueva Guinea y prótesis oculares. El museo y el arte como dispositivos míticos están igualmente referidos en Metafísica en los Andes: Un yatiri va a la costa, una inusual recreación de una pintura emblemática de la historia del arte boliviano: El yatiri de Arturo Borda. En Metafísica en los Andes replica la forma de colgar objetos en los museos de arqueología, enfatizando la descontextualización y el cambio de sentido de los objetos expuestos, así como la afición por lo sobrenatural en el arte y la cultura boliviana. Andrés Pereira, La venganza de los representados, 2017. Souvenir textil de la Exposición Internacional de París (1931), flechas de Nueva Guinea y prótesis oculares. Imagen cortesía de la autora Las obras de Valcárcel y Pereira nos dan pautas para entender cómo el legado de pueblos originarios es usado para la legitimación política y cultural, pero también para tomar conciencia sobre cómo en la historia del arte, en la ciudad, en la arqueología, en los museos y en la parafernalia del espectáculo, se inscriben —a nombre de Tiwanaku— actitudes autoritarias invisibles. En ambas obras, el humor, las ficciones y la imaginación son estrategias clave para imaginar contra-narrativas a la historia oficial y para negar creencias que podrían potencialmente activar exclusiones. Queda agudizar la mirada y no bajar la guardia.

A través del trabajo de los artistas Andrés Pereira y Roberto Valcárcel, la profesora Valeria Paz desdobla los constructos en torno al legado indígena que han fundado las políticas culturales en Bolivia y que han perpetuado una lectura hegemónica dentro de la historia del arte que se refleja no sólo en el espacio público, sino también en las instituciones culturales del país.

Andrés Pereira, Posible poncho para un yatiri del Estado, 2017. Tejido y metal. Imagen cortesía de la autora La inauguración, en 2018, del edificio de 29 pisos denominado La Casa Grande del Pueblo como oficina del presidente Evo Morales, en pleno centro histórico de La Paz (y antigua Plaza Mayor colonial), tiene sugerentes similitudes con un acontecimiento igualmente polémico, simbólico y fundacional: el traslado a la ciudad, en 1932, del Monolito Bennett de Tiwanaku, [1] pueblo originario que desarrolló un centro político y religioso que se desintegró hacia el año 1200. La Casa Grande del Pueblo, un gigante entre edificios republicanos, buscó, sin lugar a dudas, afianzar la autoridad del mandato y del proyecto descolonizador de Evo Morales, el primer presidente indígena de Bolivia. La nueva y monumental oficina presidencial, construida en el terreno que antes ocupaba un edificio republicano —y que fue destruido con ese objetivo—, da, pues, la impresión de ser una ilustración de la nueva Constitución que deja “en el pasado el Estado colonial, republicano y neoliberal”.[2] Algo similar sucedió cuando el Monolito Bennett fue trasladado a La Paz, en el periodo de consolidación de dicha ciudad como centro económico, comercial y político del país, y en el que se impulsaron las excavaciones arqueológicas y la eventual creación del Museo de Tihuanaco.[3] Con este monumental vestigio del pasado aborigen (el monolito de siete metros de alto) en pleno paseo de El Prado —remodelado entonces con casas señoriales de inspiración europea—, se inscribió en la ciudad el legado indígena. Lxs vecinxs cuestionaron, entonces, el traslado del monolito a la ciudad, arguyendo que rompía la armonía de su recientemente adquirida fisionomía moderna, misma que había sido irónicamente lograda con la destrucción de edificaciones coloniales y, por ende, de ese periodo histórico.[4] La construcción de La Casa Grande del Pueblo se constituye, en ese sentido, como la continuación de una narrativa nacional de progreso, de una visión de desarrollo que resuena con el llamado de 1910 del influyente intelectual Franz Tamayo a “[...] librar la última batalla de la independencia y destruir definitiva-mente el espectro español que aún domina en nuestra historia” [5] y con su propuesta del indio como el componente esencial del carácter nacional.[6] Esta lógica de progreso, a partir de la eliminación del pasado colonial y de la inserción del legado de pueblos originarios, del denominado “proceso de cambio” y del “vivir bien” en la práctica, se traduce, lamentablemente, a acciones extractivistas y colonialistas tan emblemáticas como la construcción, en curso, de una carretera a través de un territorio indígena protegido [7] y la promoción estatal de Bolivia como sede del Rally Dakar [8] entre 2014 y 2018. Casa Grande del Pueblo, Wikipedia
Otros elementos clave en esta narrativa de progreso fueron las ideas, un tanto antojadizas, del principal promotor del traslado del monolito a la ciudad: el arqueólogo por vocación Arthur Posnansky, quien, entre otras cosas, postuló a Tiwanaku como una “raza” superior y como origen del hombre americano.[9] En el racismo implícito en sus teorías, existe un vínculo con las ideas de los “científicos” que sostuvieron la ideología nazi. En los años veinte, Posnansky intercambió correspondencia con el novelista y arquitecto Edmund Kiss, quien llegó a Bolivia, en 1928 [10], con el afán de encontrar evidencia para la fabulosa teoría del universo de Hanns Hörbiger, titulada Cosmogonía Glacial —según la cual, los restos de la Atlántida se encontraban en el territorio andino.[11] Alentado por la datación de Tiwanaku establecida por Posnansky, y por su particular interpretación de los símbolos de la Puerta del Sol, Kiss confirmó su teoría de que los tiwanakotas eran atlantes y por ende una raza nórdica.[12] En su retorno a Alemania, Kiss estuvo directamente vinculado con el régimen nazi, particularmente con Heinrich Himmler, un entusiasta lector de sus novelas. Si bien, en su libro, Posnansky se distancia de las teorías traídas “por los cabellos” [13] de Hans Günther —base fundamental de la ideología de Hitler—, en su visión general, y en el uso del lenguaje en particular, se evidencia la influencia de ideas nazis. Así, en 1943 se refiere a los constructores de Tiwanaku, a la raza Kholla, como Fuehrer.[14] Roberto Valcárcel, Puerta del Sol (detalle), 1982. Instalación: cartón corrugado, pintura y marcador negro. Imagen cortesía de la autora.
Todas estas ideas contribuyen a la configuración de una ciudad moderna con una estética y monumentos al estilo de Tiwanaku, como se aprecia en la réplica del templete semisubterráneo de Tiwanaku (diseñada por Posnansky), donde eventualmente se reubica el Monolito Bennett [15]; y en las importantes construcciones en estilo Neo Tiwanaku, como la del antiguo estadio, el actual Museo de Arqueología, la casa de Posnansky y el primer edificio moderno de la ciudad, el monoblock de la Universidad Mayor de San Andrés. En las siguientes décadas, Tiwanaku se interiorizó como símbolo nacional no oficial —al no ser proclamado por el Estado[16]—en el imaginario boliviano y son pocos los artistas que han cuestionado su función legitimadora. La construcción de La Casa Grande del Pueblo se constituye, en ese sentido, como la continuación de una narrativa nacional de progreso Roberto Valcárcel es uno de los artistas que cuestiona el componente autoritario y excluyente de los símbolos prehispánicos que refuerzan una identidad nacional esencialista y excluyente.[17] Sus cuestionamientos, hoy, cobran actualidad ante los rasgos autoritarios del renovado nacionalismo del gobierno boliviano —manifiestos en la persecución y amedrentamiento de opositores y de la prensa, así como en el lenguaje machista y homofóbico del presidente—, y en coyuntura regional y mundial con líderes que hacen gala de actitudes similares. Para examinar este tema, tomo como punto de partida las estrategias creativas y la crítica que subyacen en Puerta del Sol de 1982, una obra que subvierte la mitificación de este ícono de Tiwanaku para, en una segunda parte, examinar cómo en el arte contemporáneo, en el caso particular de Andrés Pereira, se aborda el tema. Roberto Valcárcel, Puerta del Sol (detalle), 1982. Instalación: postales turísticas, esquemas, bocetos, anotaciones, cuerda, ganchos y panel de madera. Imagen cortesía de la autora
Tiwanaku en serie En Puerta del Sol, Roberto Valcárcel ofrece pistas para develar los mandatos invisibles que supone la reiteración poco cuestionada de Tiwanaku en al ámbito cultural. Puerta del Sol desarticula, mediante un juego de contraposición de sentidos, el aura y la autoridad como obra única [18] de la Puerta del Sol de Tiwanaku. Lo hace subvirtiendo las características metafísicas y artísticas atribuidas a este portal de piedra. De esa manera, cinco gigantes Puertas del Sol de cartón corrugado, prácticamente idénticas, sugieren una producción en serie y funcionan a manera de metáfora, reiterando Tiwanaku como símbolo no oficial de lo nacional. La solución técnica al problema de cómo reproducir este motivo de manera efectiva en una galería fue simple: la forma de la puerta está sugerida a partir de la pintura del espacio negativo (los vanos) con blanco, el sol que supuestamente la atraviesa [19] con pintura en spray, a lo que se suman textos escritos a mano con marcador negro en los lados de la puerta. Esta sencillez técnica “resuelve” y desmitifica el oficio y tecnología necesaria para realizar y transportar esta piedra tallada de siete toneladas —uno de los argumentos con los que, desde Posnansky, se sustenta la teoría de que Tiwanaku no fue construido por los pueblos originarios. Los textos en las paredes cumplen una función “museográfica”, en tanto imitan el lenguaje de las fichas técnicas de los museos de arqueología y de arte en los años ochenta. Operan, igualmente, como un registro del proceso creativo [20] y, de esa manera, funcionan como instrucciones para reproducir la obra, pero también para hacer réplicas de la misma puerta que se presenta a escala y casi del mismo tamaño. Con este gesto, se contraría, sin duda, la obsesión por la técnica y sus secretos, así como por los mitos del artista como genio, atesorados en la escena local, pero también en el estatus turístico y místico asignado de Tiwanaku. Estos últimos son aludidos en el “panel informativo” al ingreso de la exposición en el que se encuentran cinco tipos de postales de la Puerta del Sol, que reiteran el sentido adquirido de objeto de consumo.[21] Roberto Valcárcel, Puerta del Sol , 1982. Instalación: cartón corrugado, pintura y marcador negro. Imagen cortesía de la autora
En Puerta del Sol subyace, asimismo, una crítica a la programática y prescriptiva Bienal Bolivia, realizada un año antes y a su arbitraria atribución a Tiwanaku de connotaciones anticapitalistas y anti-imperialistas y, en ese sentido, a la adición de una ficción más a las leyendas acerca de Tiwanaku. De la misma manera, en la Puerta del Sol de Valcárcel hay un guiño a los preceptos del indigenismo, pues la obra está pensada en función del espacio del Salón Cecilio Guzmán de Rojas, galería de consagración de los maestros del arte boliviano, que lleva el nombre del líder del movimiento pictórico indigenista, quien proclamaba a Tiwanaku como origen de su arte y a su movimiento como mandato desde la dirección de la Academia Nacional de Bellas Artes.
Arqueologías del presente En la exposición Rayo purita (2018), en la galería Crisis en Lima, Perú, Andrés Pereira investiga la parafernalia del aparato mítico del presente, dando cuenta de la dimensión ficticia, festiva, metafísica, y epistemológica del proceso político de descolonización que lleva a cabo el actual gobierno boliviano. Estos artefactos apócrifos creados por Pereira están igualmente inspirados en la dimensión fantástica y metafísica de ciertos mitos respecto a Tiwanaku, como la idea decimonónica de que el origen de la humanidad era Tiwanaku [22], o la puesta en escena de la singular romería al sitio arqueológico, organizada por la élite criolla-mestiza, que se llevó a cabo durante la celebración de la Semana Indianista en 1931.[23] El actual uso del sitio de Tiwanaku como escenario de los actos oficiales del gobierno, contribuye a actualizar su dimensión mítica. Si bien, Evo Morales no es el primer político que establece un vínculo con Tiwanaku, es quien lo lleva a una magnitud espectacular. Así lo “presenciamos” en las transmisiones por televisión de sus tres posesiones presidenciales en Tiwanaku, en las que vistió atuendos inspirados en dicha cultura (al igual que los yatiris —sacerdotes aymaras— que lo acompañaron), y así lo pudimos constatar, una vez más, en el show mediático montado en el mismo sitio arqueológico para la celebración de la boda del vicepresidente.[24] Andrés Pereira, Boceto para un display platónico, 2017. Instalación: tejido, objetos y c-prints. Imagen cortesía de la autora Con un gesto que imita al del arqueólogo, Andrés Pereira se detiene en el diseño del vestuario y la utilería ad hoc de estas renovadas formas para los actos oficiales (muy útiles, por cierto, en la era de las redes sociales) y, con ello, cómicamente sugerir un Posible poncho para yatiri del Estado (2017). La elección de retazos de un textil tarabuqueño para esta prenda utilizada en la danza indígena del Pujllay, que recrea el enfrentamiento entre indios y españoles, es intencionalmente consistente con el discurso descolonizador del Estado. En su Boceto para un display platónico, inspirado en las formas de exponer y en la folklorización del indígena en el Museo de Tihuanaco, así como las interpretaciones pseudo-científicas en torno a Tiwanaku, muestra los objetos que encontró en una misión de recuperación “arqueológica”, un car boot sales en Londres: un textil indígena usado como fondo y soporte de una exposición (un pequeño museo) en el cual se engarzan una esfinge egipcia, una zampoña andina, una cabeza africana, entre otros objetos. Imitando las tareas de exposición y catalogación realizadas por los fundadores del Museo Nacional, constituido por piezas de Tiwanaku e instrumentos autóctonos,[25] en Boceto para un display platónico, Pereira investiga y exhibe los resquicios de la mirada arqueológica decimonónica en la población actual de Londres. La “inevitable” cosificación y exotización del otro en esa labor se materializa en la “agencia” que otorga al otro en La venganza de los representados, una inquietante y cómica cabeza confeccionada con una alfombra-souvenir textil de la Exposición Internacional de París de 1931, flechas de Nueva Guinea y prótesis oculares. El museo y el arte como dispositivos míticos están igualmente referidos en Metafísica en los Andes: Un yatiri va a la costa, una inusual recreación de una pintura emblemática de la historia del arte boliviano: El yatiri de Arturo Borda. En Metafísica en los Andes replica la forma de colgar objetos en los museos de arqueología, enfatizando la descontextualización y el cambio de sentido de los objetos expuestos, así como la afición por lo sobrenatural en el arte y la cultura boliviana. Andrés Pereira, La venganza de los representados, 2017. Souvenir textil de la Exposición Internacional de París (1931), flechas de Nueva Guinea y prótesis oculares. Imagen cortesía de la autora Las obras de Valcárcel y Pereira nos dan pautas para entender cómo el legado de pueblos originarios es usado para la legitimación política y cultural, pero también para tomar conciencia sobre cómo en la historia del arte, en la ciudad, en la arqueología, en los museos y en la parafernalia del espectáculo, se inscriben —a nombre de Tiwanaku— actitudes autoritarias invisibles. En ambas obras, el humor, las ficciones y la imaginación son estrategias clave para imaginar contra-narrativas a la historia oficial y para negar creencias que podrían potencialmente activar exclusiones. Queda agudizar la mirada y no bajar la guardia.
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