
A través del trabajo de los artistas Andrés Pereira y Roberto Valcárcel, la profesora Valeria Paz desdobla los constructos en torno al legado indígena que han fundado las políticas culturales en Bolivia y que han perpetuado una lectura hegemónica dentro de la historia del arte que se refleja no sólo en el espacio público, sino también en las instituciones culturales del país.
Andrés Pereira, Posible poncho para un yatiri del Estado, 2017. Tejido y metal. Imagen cortesía de la autora La inauguración, en 2018, del edificio de 29 pisos denominado La Casa Grande del Pueblo como oficina del presidente Evo Morales, en pleno centro histórico de La Paz (y antigua Plaza Mayor colonial), tiene sugerentes similitudes con un acontecimiento igualmente polémico, simbólico y fundacional: el traslado a la ciudad, en 1932, del Monolito Bennett de Tiwanaku, [1] pueblo originario que desarrolló un centro político y religioso que se desintegró hacia el año 1200. La Casa Grande del Pueblo, un gigante entre edificios republicanos, buscó, sin lugar a dudas, afianzar la autoridad del mandato y del proyecto descolonizador de Evo Morales, el primer presidente indígena de Bolivia. La nueva y monumental oficina presidencial, construida en el terreno que antes ocupaba un edificio republicano —y que fue destruido con ese objetivo—, da, pues, la impresión de ser una ilustración de la nueva Constitución que deja “en el pasado el Estado colonial, republicano y neoliberal”.[2] Algo similar sucedió cuando el Monolito Bennett fue trasladado a La Paz, en el periodo de consolidación de dicha ciudad como centro económico, comercial y político del país, y en el que se impulsaron las excavaciones arqueológicas y la eventual creación del Museo de Tihuanaco.[3] Con este monumental vestigio del pasado aborigen (el monolito de siete metros de alto) en pleno paseo de El Prado —remodelado entonces con casas señoriales de inspiración europea—, se inscribió en la ciudad el legado indígena. Lxs vecinxs cuestionaron, entonces, el traslado del monolito a la ciudad, arguyendo que rompía la armonía de su recientemente adquirida fisionomía moderna, misma que había sido irónicamente lograda con la destrucción de edificaciones coloniales y, por ende, de ese periodo histórico.[4] La construcción de La Casa Grande del Pueblo se constituye, en ese sentido, como la continuación de una narrativa nacional de progreso, de una visión de desarrollo que resuena con el llamado de 1910 del influyente intelectual Franz Tamayo a “[...] librar la última batalla de la independencia y destruir definitiva-mente el espectro español que aún domina en nuestra historia” [5] y con su propuesta del indio como el componente esencial del carácter nacional.[6] Esta lógica de progreso, a partir de la eliminación del pasado colonial y de la inserción del legado de pueblos originarios, del denominado “proceso de cambio” y del “vivir bien” en la práctica, se traduce, lamentablemente, a acciones extractivistas y colonialistas tan emblemáticas como la construcción, en curso, de una carretera a través de un territorio indígena protegido [7] y la promoción estatal de Bolivia como sede del Rally Dakar [8] entre 2014 y 2018. Casa Grande del Pueblo, Wikipedia
A través del trabajo de los artistas Andrés Pereira y Roberto Valcárcel, la profesora Valeria Paz desdobla los constructos en torno al legado indígena que han fundado las políticas culturales en Bolivia y que han perpetuado una lectura hegemónica dentro de la historia del arte que se refleja no sólo en el espacio público, sino también en las instituciones culturales del país.
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