La curadora Eva Posas entrevistó a Ana Hernández, con quien, entre líneas dibujó una serie de reflexiones al rededor de la investigación y la práctica artística, la identidad y la circulación en el mundo del arte contemporáneo.
Eva Posas[EP]: Padiuxi Ana, xi modo nuluu?1 En tu trabajo se encuentran atravesados temas como la lengua, la migración y la identidad binnizá/zapoteca del Istmo de Tehuantepec. ¿Podrías ahondar en estos imaginarios que invocas desde tu obra? ¿Cuáles son las preguntas que te persiguen?
Ana Hernández[AH]: Cuando comencé a trabajar sobre una línea de investigación, lo hice con la migración. Desde joven fui afectada por este fenómeno: mi hermano se fue a Alemania, mi hermana a Oaxaca, mi madre a Estados Unidos y yo a CDMX. Esto me hizo pensar que, entre nosotrxs, había una gran ausencia, algo que nos faltaba. Ahí comencé a reflexionar sobre cómo, de una u otra forma todxs somos migrantes, algunxs acongojadxs y otros no tanto. La lengua y la identidad zapoteca vienen a mí desde el recuerdo. Hace poco que comencé a aprenderla, pues, como a muchxs jóvenes, a mí no se me fue dada; en mi familia comenzó a perecer en la generación de mis padres. Sin embargo, mi abuela era hablante y toda su vida se basaba en ese sistema de comunicación. Aprender a hablar diidxazá —zapoteco del Istmo— fue fundamental para cuestionarme ciertas cosas sobre la identidad binnizá.
Creo que yo, como cualquier ser humano, me hago muchas preguntas, como: ¿qué es ser mexicanx?, ¿Qué está pasando del otro lado del mundo?, ¿Por qué el agua escasea?, ¿De dónde salieron lxs que explotan la tierra?
EP: En esta relación tan estrecha con la migración, muchas podemos reconocernos; sea de pueblo a pueblo, ciudad o país. Eso me hace pensar en la (no) pertenencia, en la dificultad entre ser migrante, “de fuera” y el anhelo del origen. ¿Cómo sientes eso, cómo vives esta tensión?
AH: Fíjate que antes lo pensaba mucho y por eso una de mis primeras piezas se llama Rutas de ausencia (2015), donde bordo un mapa grande de México para dibujar una ruta de ausencia imaginaria. Ahí trazo lo que mi mamá me contó de su camino al migrar. En realidad, ella no sabe la ruta exacta pues el coyote la mantenía secreta, así que ella no sabía por dónde pasaba.
Fue tan difícil hacer esta pieza porque representaba la ilusión de poder ver a mi mamá. Como hija de migrante [irregular], pensé que jamás obtendría una visa. Entonces, se dio la oportunidad de participar en una exhibición en Estados Unidos y me ilusionó poder ir. Marietta Bernstorff me invitó a talleres de corte y confección en San Francisco Tanivet, Oaxaca; para luego participar en la exposición New Codex [Nuevo códice], que se presentó en SPARC, Los Ángeles, en 2015. Estos talleres eran también con Las hormigas bordadoras en Tanivet, un pueblo donde la mayoría ha migrado al norte. Ese lugar fue crucial para saber que no soy la única, que ahí se compartía la ausencia de lxs familiares.
Al final, no a todxs lxs participantes de esta exposición les dieron la visa por 10 años. A mí me la dieron sólo por días. En la oficina de migración me preguntaron de todo, menos de mi mamá. Ahí me di cuenta que, en realidad, sabían de su situación y por eso mi visa era sólo de 5 días. Mi mamá y yo temíamos que me estuvieran vigilando, por lo que decidimos no vernos y, con todo el dolor, la ilusión de ver a mi mamá con este proyecto, pues justo no se logró. Y el mapa cruzó, y pensé en cómo los humanos estamos condicionados, mientras que una pieza, un objeto, no lo estaba. Podía cruzar fácilmente para estar en una exhibición que hablaba de un dolor tan personal. Esa pieza marcó mi vida: el humano no, pero el arte sí puede pasar.
EP: El otro día conversábamos sobre las diferencias entre la figura de lxs maestrxs como instructorxs o como personas que te guían en la vida y justo mencionaste a tu madre, ¿podrías compartir más al respecto?
AH: Para hablar de mi trabajo me resulta necesario hablar de mi formación, porque es parte de mi historia. Yo trabajé en Amigos del Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca (IAGO)
y en el Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo (CFMAB), ambos en la ciudad de Oaxaca. Ahí habían muchas herramientas, dependía de una tomarlas o no. Antes, mientras estudiaba, tuve la fortuna de tomar los talleres que se ofrecían, gracias a mi mamá que se fue a Estados Unidos. Soy muy bendecida porque ella me dijo: “si quieres estudiar yo te voy a ayudar” y por eso cruzó al otro lado. Entonces no tuve la necesidad de trabajar y estudiar como otrxs compañerxs. Gracias a mi madre pude formarme, convertirme en quien soy y dedicarme a lo que hago, a ella le debo todo. Claro, este “privilegio” vino a costa de su ausencia, porque mi mamá estaba en otro lugar. Entonces si a alguien tendría que reconocer, es a mi mamá Manuela Martínez. Es por ella que tuve la oportunidad.
EP: Hablando de tu labor en el IAGO, ¿cuáles fueron los aprendizajes más significativos para ti en este espacio?
AH: Al no ser hablante de mi lengua, era muy bonito conocer las raíces de la gente y platicar con personas ayuuk o ikoots. Hacía el contacto con la gente de los pueblos que venían a trabajar en los materiales didácticos. En ese momento fue que entendí que no éramos lxs únicxs con otra lengua en Tehuantepec, sino la gran diversidad de otros pueblos. Me encantaba que me platicaran de sus lugares. Eso fue valioso: el contacto con las personas. Mucha gente adulta haciendo algo por sus lenguas dentro de sus comunidades; en todos lados hay alguien tratando de ayudar.
Yo mandaba cuadernos en la lengua de cada lugar correspondiente, por ejemplo, con la portada de un animal con el nombre escrito en su propio idioma. Me encargaba de enviarlos a lugares remotos, coordinar la cadena de Oaxaca hacía el camión, de ahí al primo, hasta finalizar con el megáfono para localizar a las maestras de lengua. Fue muy bonito ver que sin importar la distancia, la lengua estaba conectada a través del papel.
EP: Esta conciencia del lenguaje, su falta y el contraste con la enorme diversidad de la región, se presenta en tu intervención para la Bienal FEMSA. En Redasilú (2024), la instalación de 68 jícaras o bules que corresponden al número de lenguas originarias en México, es acompañada de un manifiesto sonoro sobre las mismas. ¿Puedes hablar de los enunciados en este manifiesto?
AH: El manifiesto o las preguntas que vienen en ese texto son las primeras palabras que aprendí y oraciones que comencé a escribir en diidxazá. Tehuantepec ha perdido considerablemente su lengua y siempre me había preguntado por qué mi abuela era la última en mi familia en hablarlo. En Oaxaca se hablan más de 60 variantes de 16 lenguas distintas, casi el 30% de las lenguas del país. Se me hace súper interesante, triste y apasionante pensar que en algún momento han habido más de 60 formas distintas de decir agua, niña o dios.
EP: Uno de los mitos más difundidos con respecto a la cultura binnizá o zapoteca del Istmo es que está forjada como sociedad matriarcal. Bajo esa línea, algunas obras tuyas se inclinan a temas de género. ¿Puedes hablarnos de ello, en particular de la obra Benda Bixhia?
AH: La serie Bixhia (2021) está inspirada en el son del pez espada que en realidad es sierra. Es una danza que desde niña me intriga, más que nada porque siempre ha sido un son que bailan los hombres y me preguntaba por qué las mujeres no. En todas partes siempre ha habido cosas y temas que son abordadas exclusivamente por hombres o por mujeres, a mí eso siempre me ha causado cierto interés.
EP: En esta obra también hay una serie sobre el bidaani’ o huipil istmeño. Como objeto, guarda una enorme complejidad de significados, que de alguna forma funciona como “libro” de conocimientos y difiere de la idea del concepto occidental de “arte”. ¿Cómo es este trabajo con los huipiles? ¿Cómo decides qué tomar, qué dejar y su forma? ¿Cuál es su desarrollo en relación con las artesanas?
AH: En este caso, el proceso comenzó con las ilustraciones que Miguel Covarrubias hizo en el sur de México. Se las llevé a algunas mujeres y la mayoría me dijo que había varias que ya no se hacían, entonces lo que hicimos fue reproducirlas. En el proceso fuimos encontrando otras con las mismas artesanas ya mayores. De mi abuela fue que escuché los nombres de algunos patrones.
Todo mi trabajo tiene una parte simbólica, un porqué de sí. En el caso de las cadenillas se trata de verlo. La forma en que yo aprendo es viendo y en ese ver, aprecio las formas de vida. Por eso la vestimenta es una forma de conocimiento, podemos reconocernos como mujeres del Istmo o ikoots. No necesitas expresarlo, con la ropa te das cuenta, ése es el libro de conocimiento. Hay un porqué en los colores y telas dependiendo de cada cultura. Una exposición que actualmente preparo habla de las mujeres y su indumentaria como una forma de leernos y conocernos. Incluyendo las contradicciones que implica, como en el caso del terciopelo del Istmo.
En la indumentaria, siempre hay un color que representa cierta fuerza en cada comunidad, cada una tiene su lenguaje. También creo que como mujeres hay una necesidad de innovar. Esta fascinación viene desde mi abuela, de ver cómo mi madre le confeccionaba su indumentaria en contraste con ella, que ya no usaba su enagua o huipil. Me producía gran admiración ver ese diálogo entre ellas y luego el de mi abuela con otras señoras del barrio. ¿Qué pasó con la generación de mi mamá que ya no usaba su indumentaria? ¿Por qué sólo lo usaba en las fiestas, si era tan bello? Mientras que mi abuela usaba su huipil liso, de listón y su enagua chucu.2 Es importante recalcar que el traje también implicaba un estatus por las mismas telas o técnicas de confección, que denotaban las posibilidades económicas. Ahora mi madre me hace mis enaguas, hasta en patchwork, una técnica que aprendió allá en Estados Unidos.
EP: Regresando al lenguaje a través de la enagua, había visto que Río Blanco hace estos trajes con palabras en diidxazá impresas. ¿Nos cuentas de qué va y quiénes integran el proyecto?
AH: Río Blanco somos un grupo de amigxs: Francisco Ramos, Rodrigo Vásquez, Orlando Santiago, Liliana Berenice, José Ángel Santiago y yo, que nos juntamos a partir de la pandemia. Nos preocupaba que no hubiera información para el uso del cubrebocas y prevenir el contagio así que hicimos carteles para informar. Justo se llama Río Blanco por el río que está aquí, atrás de la casa en Xochimilco, Oaxaca. Después, se formó un taller de serigrafía donde intentamos hacer materiales para difundir la lengua, con playeras o las enaguas con animales y su nombre en diidxazá. Es un acercamiento a la lengua desde la indumentaria de la vida diaria. Imagina una tienda de telas que estuviera llena de textiles con imágenes y sus palabras en la lengua. Qué bonito sería. ¿En qué momento se vuelve ajena tu indumentaria? Eso es lo triste.
EP: Por último, ¿cuáles son las negociaciones que enfrentas ante lenguajes del arte contemporáneo como “arte indígena” y al hacer vehículos apropiados para señalar las condiciones existentes de trabajo como mujer artista zapoteca?
AH: Yo no sabía que era indígena hasta que me invitan a una plática del día internacional de los pueblos “indígenas”. En ese momento supe que era el inicio de esto, ahora sé que hay una categorización y yo no quiero estar categorizada. Ya no estamos en el tiempo del “yo te nombro y yo te categorizo”, creo que es delicado. Lo que hago no es pensando en ese papel. Si me categorizan, es como decir que sólo en ese momento estoy (yo, Ana), pero yo soy Ana para el resto de mi vida. Veo que sí hay muchxs artistas que en este momento tienen la necesidad —producida por el exterior—, de “ser indígenas”, que por sus abuelxs o el papá. A mí no me enorgullece que me nombren indígena, pienso que es un término que tiene una carga histórica muy fuerte. Es como si tuvieras que exponer lo más difícil que has vivido en tu vida, y creo que todxs tenemos nuestros momentos buenos y malos. Hay maneras, como en Rutas de la ausencia. Si lo ves, es un mapa bello, un código con una flor donde mi mamá y yo aprendimos dónde estamos.
[1] “Hola Ana, ¿cómo estás?” en diidxazá o zapoteco del Istmo.
[2] Bizuudi’ chucu o enagua corta, es una especie de falda de algodón que era usado como ropa interior en la vestimenta zapoteca del Istmo de Tehuantepec.
*Las imágenes que acompañan la entrevista corresponden a LADI BEÑE, 2025 de la artista Ana Hernández, registro por Luvia Lazo, cortesía de la artista y de Campeche, Ciudad de México.
Eva Posas[EP]: Padiuxi Ana, xi modo nuluu?1 En tu trabajo se encuentran atravesados temas como la lengua, la migración y la identidad binnizá/zapoteca del Istmo de Tehuantepec. ¿Podrías ahondar en estos imaginarios que invocas desde tu obra? ¿Cuáles son las preguntas que te persiguen?
Ana Hernández[AH]: Cuando comencé a trabajar sobre una línea de investigación, lo hice con la migración. Desde joven fui afectada por este fenómeno: mi hermano se fue a Alemania, mi hermana a Oaxaca, mi madre a Estados Unidos y yo a CDMX. Esto me hizo pensar que, entre nosotrxs, había una gran ausencia, algo que nos faltaba. Ahí comencé a reflexionar sobre cómo, de una u otra forma todxs somos migrantes, algunxs acongojadxs y otros no tanto. La lengua y la identidad zapoteca vienen a mí desde el recuerdo. Hace poco que comencé a aprenderla, pues, como a muchxs jóvenes, a mí no se me fue dada; en mi familia comenzó a perecer en la generación de mis padres. Sin embargo, mi abuela era hablante y toda su vida se basaba en ese sistema de comunicación. Aprender a hablar diidxazá —zapoteco del Istmo— fue fundamental para cuestionarme ciertas cosas sobre la identidad binnizá.
Creo que yo, como cualquier ser humano, me hago muchas preguntas, como: ¿qué es ser mexicanx?, ¿Qué está pasando del otro lado del mundo?, ¿Por qué el agua escasea?, ¿De dónde salieron lxs que explotan la tierra?
EP: En esta relación tan estrecha con la migración, muchas podemos reconocernos; sea de pueblo a pueblo, ciudad o país. Eso me hace pensar en la (no) pertenencia, en la dificultad entre ser migrante, “de fuera” y el anhelo del origen. ¿Cómo sientes eso, cómo vives esta tensión?
AH: Fíjate que antes lo pensaba mucho y por eso una de mis primeras piezas se llama Rutas de ausencia (2015), donde bordo un mapa grande de México para dibujar una ruta de ausencia imaginaria. Ahí trazo lo que mi mamá me contó de su camino al migrar. En realidad, ella no sabe la ruta exacta pues el coyote la mantenía secreta, así que ella no sabía por dónde pasaba.
Fue tan difícil hacer esta pieza porque representaba la ilusión de poder ver a mi mamá. Como hija de migrante [irregular], pensé que jamás obtendría una visa. Entonces, se dio la oportunidad de participar en una exhibición en Estados Unidos y me ilusionó poder ir. Marietta Bernstorff me invitó a talleres de corte y confección en San Francisco Tanivet, Oaxaca; para luego participar en la exposición New Codex [Nuevo códice], que se presentó en SPARC, Los Ángeles, en 2015. Estos talleres eran también con Las hormigas bordadoras en Tanivet, un pueblo donde la mayoría ha migrado al norte. Ese lugar fue crucial para saber que no soy la única, que ahí se compartía la ausencia de lxs familiares.
Al final, no a todxs lxs participantes de esta exposición les dieron la visa por 10 años. A mí me la dieron sólo por días. En la oficina de migración me preguntaron de todo, menos de mi mamá. Ahí me di cuenta que, en realidad, sabían de su situación y por eso mi visa era sólo de 5 días. Mi mamá y yo temíamos que me estuvieran vigilando, por lo que decidimos no vernos y, con todo el dolor, la ilusión de ver a mi mamá con este proyecto, pues justo no se logró. Y el mapa cruzó, y pensé en cómo los humanos estamos condicionados, mientras que una pieza, un objeto, no lo estaba. Podía cruzar fácilmente para estar en una exhibición que hablaba de un dolor tan personal. Esa pieza marcó mi vida: el humano no, pero el arte sí puede pasar.
EP: El otro día conversábamos sobre las diferencias entre la figura de lxs maestrxs como instructorxs o como personas que te guían en la vida y justo mencionaste a tu madre, ¿podrías compartir más al respecto?
AH: Para hablar de mi trabajo me resulta necesario hablar de mi formación, porque es parte de mi historia. Yo trabajé en Amigos del Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca (IAGO)
y en el Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo (CFMAB), ambos en la ciudad de Oaxaca. Ahí habían muchas herramientas, dependía de una tomarlas o no. Antes, mientras estudiaba, tuve la fortuna de tomar los talleres que se ofrecían, gracias a mi mamá que se fue a Estados Unidos. Soy muy bendecida porque ella me dijo: “si quieres estudiar yo te voy a ayudar” y por eso cruzó al otro lado. Entonces no tuve la necesidad de trabajar y estudiar como otrxs compañerxs. Gracias a mi madre pude formarme, convertirme en quien soy y dedicarme a lo que hago, a ella le debo todo. Claro, este “privilegio” vino a costa de su ausencia, porque mi mamá estaba en otro lugar. Entonces si a alguien tendría que reconocer, es a mi mamá Manuela Martínez. Es por ella que tuve la oportunidad.
EP: Hablando de tu labor en el IAGO, ¿cuáles fueron los aprendizajes más significativos para ti en este espacio?
AH: Al no ser hablante de mi lengua, era muy bonito conocer las raíces de la gente y platicar con personas ayuuk o ikoots. Hacía el contacto con la gente de los pueblos que venían a trabajar en los materiales didácticos. En ese momento fue que entendí que no éramos lxs únicxs con otra lengua en Tehuantepec, sino la gran diversidad de otros pueblos. Me encantaba que me platicaran de sus lugares. Eso fue valioso: el contacto con las personas. Mucha gente adulta haciendo algo por sus lenguas dentro de sus comunidades; en todos lados hay alguien tratando de ayudar.
Yo mandaba cuadernos en la lengua de cada lugar correspondiente, por ejemplo, con la portada de un animal con el nombre escrito en su propio idioma. Me encargaba de enviarlos a lugares remotos, coordinar la cadena de Oaxaca hacía el camión, de ahí al primo, hasta finalizar con el megáfono para localizar a las maestras de lengua. Fue muy bonito ver que sin importar la distancia, la lengua estaba conectada a través del papel.
EP: Esta conciencia del lenguaje, su falta y el contraste con la enorme diversidad de la región, se presenta en tu intervención para la Bienal FEMSA. En Redasilú (2024), la instalación de 68 jícaras o bules que corresponden al número de lenguas originarias en México, es acompañada de un manifiesto sonoro sobre las mismas. ¿Puedes hablar de los enunciados en este manifiesto?
AH: El manifiesto o las preguntas que vienen en ese texto son las primeras palabras que aprendí y oraciones que comencé a escribir en diidxazá. Tehuantepec ha perdido considerablemente su lengua y siempre me había preguntado por qué mi abuela era la última en mi familia en hablarlo. En Oaxaca se hablan más de 60 variantes de 16 lenguas distintas, casi el 30% de las lenguas del país. Se me hace súper interesante, triste y apasionante pensar que en algún momento han habido más de 60 formas distintas de decir agua, niña o dios.
EP: Uno de los mitos más difundidos con respecto a la cultura binnizá o zapoteca del Istmo es que está forjada como sociedad matriarcal. Bajo esa línea, algunas obras tuyas se inclinan a temas de género. ¿Puedes hablarnos de ello, en particular de la obra Benda Bixhia?
AH: La serie Bixhia (2021) está inspirada en el son del pez espada que en realidad es sierra. Es una danza que desde niña me intriga, más que nada porque siempre ha sido un son que bailan los hombres y me preguntaba por qué las mujeres no. En todas partes siempre ha habido cosas y temas que son abordadas exclusivamente por hombres o por mujeres, a mí eso siempre me ha causado cierto interés.
EP: En esta obra también hay una serie sobre el bidaani’ o huipil istmeño. Como objeto, guarda una enorme complejidad de significados, que de alguna forma funciona como “libro” de conocimientos y difiere de la idea del concepto occidental de “arte”. ¿Cómo es este trabajo con los huipiles? ¿Cómo decides qué tomar, qué dejar y su forma? ¿Cuál es su desarrollo en relación con las artesanas?
AH: En este caso, el proceso comenzó con las ilustraciones que Miguel Covarrubias hizo en el sur de México. Se las llevé a algunas mujeres y la mayoría me dijo que había varias que ya no se hacían, entonces lo que hicimos fue reproducirlas. En el proceso fuimos encontrando otras con las mismas artesanas ya mayores. De mi abuela fue que escuché los nombres de algunos patrones.
Todo mi trabajo tiene una parte simbólica, un porqué de sí. En el caso de las cadenillas se trata de verlo. La forma en que yo aprendo es viendo y en ese ver, aprecio las formas de vida. Por eso la vestimenta es una forma de conocimiento, podemos reconocernos como mujeres del Istmo o ikoots. No necesitas expresarlo, con la ropa te das cuenta, ése es el libro de conocimiento. Hay un porqué en los colores y telas dependiendo de cada cultura. Una exposición que actualmente preparo habla de las mujeres y su indumentaria como una forma de leernos y conocernos. Incluyendo las contradicciones que implica, como en el caso del terciopelo del Istmo.
En la indumentaria, siempre hay un color que representa cierta fuerza en cada comunidad, cada una tiene su lenguaje. También creo que como mujeres hay una necesidad de innovar. Esta fascinación viene desde mi abuela, de ver cómo mi madre le confeccionaba su indumentaria en contraste con ella, que ya no usaba su enagua o huipil. Me producía gran admiración ver ese diálogo entre ellas y luego el de mi abuela con otras señoras del barrio. ¿Qué pasó con la generación de mi mamá que ya no usaba su indumentaria? ¿Por qué sólo lo usaba en las fiestas, si era tan bello? Mientras que mi abuela usaba su huipil liso, de listón y su enagua chucu.2 Es importante recalcar que el traje también implicaba un estatus por las mismas telas o técnicas de confección, que denotaban las posibilidades económicas. Ahora mi madre me hace mis enaguas, hasta en patchwork, una técnica que aprendió allá en Estados Unidos.
EP: Regresando al lenguaje a través de la enagua, había visto que Río Blanco hace estos trajes con palabras en diidxazá impresas. ¿Nos cuentas de qué va y quiénes integran el proyecto?
AH: Río Blanco somos un grupo de amigxs: Francisco Ramos, Rodrigo Vásquez, Orlando Santiago, Liliana Berenice, José Ángel Santiago y yo, que nos juntamos a partir de la pandemia. Nos preocupaba que no hubiera información para el uso del cubrebocas y prevenir el contagio así que hicimos carteles para informar. Justo se llama Río Blanco por el río que está aquí, atrás de la casa en Xochimilco, Oaxaca. Después, se formó un taller de serigrafía donde intentamos hacer materiales para difundir la lengua, con playeras o las enaguas con animales y su nombre en diidxazá. Es un acercamiento a la lengua desde la indumentaria de la vida diaria. Imagina una tienda de telas que estuviera llena de textiles con imágenes y sus palabras en la lengua. Qué bonito sería. ¿En qué momento se vuelve ajena tu indumentaria? Eso es lo triste.
EP: Por último, ¿cuáles son las negociaciones que enfrentas ante lenguajes del arte contemporáneo como “arte indígena” y al hacer vehículos apropiados para señalar las condiciones existentes de trabajo como mujer artista zapoteca?
AH: Yo no sabía que era indígena hasta que me invitan a una plática del día internacional de los pueblos “indígenas”. En ese momento supe que era el inicio de esto, ahora sé que hay una categorización y yo no quiero estar categorizada. Ya no estamos en el tiempo del “yo te nombro y yo te categorizo”, creo que es delicado. Lo que hago no es pensando en ese papel. Si me categorizan, es como decir que sólo en ese momento estoy (yo, Ana), pero yo soy Ana para el resto de mi vida. Veo que sí hay muchxs artistas que en este momento tienen la necesidad —producida por el exterior—, de “ser indígenas”, que por sus abuelxs o el papá. A mí no me enorgullece que me nombren indígena, pienso que es un término que tiene una carga histórica muy fuerte. Es como si tuvieras que exponer lo más difícil que has vivido en tu vida, y creo que todxs tenemos nuestros momentos buenos y malos. Hay maneras, como en Rutas de la ausencia. Si lo ves, es un mapa bello, un código con una flor donde mi mamá y yo aprendimos dónde estamos.
[1] “Hola Ana, ¿cómo estás?” en diidxazá o zapoteco del Istmo.
[2] Bizuudi’ chucu o enagua corta, es una especie de falda de algodón que era usado como ropa interior en la vestimenta zapoteca del Istmo de Tehuantepec.
*Las imágenes que acompañan la entrevista corresponden a LADI BEÑE, 2025 de la artista Ana Hernández, registro por Luvia Lazo, cortesía de la artista y de Campeche, Ciudad de México.