18.05.2020

Palpitante resistencia: sobre la potencia vinculante en lo simbólico/poético

A partir de la experiencia del cuerpo en tiempos de confinamiento, la artista y gestora cultural Ana Lucia Ixchiu Hernández y la curadora Maya Juracán, problematizan, desde Guatemala, el rol social del arte en un momento en que éste ha dejado de lado, en aras del capitalismo, sus potencias por vincularnos comunalmente con el bioentorno, lxs otrxs y el cuerpo mismo.

Los cuerpos, dentro del sistema capitalista, son desechables. Hay gente más importante que otra. Lo sabemos bien. Desde hace más de 520 años, ésta ha sido la lógica impuesta para infringir daño a los cuerpos que escapan a la norma de la blanquitud, con el fin de justificar las pérdidas aceptables y el arrebato de nuestra autonomía comunitaria a través de la destrucción de nuestros territorios. 

Quienes mantienen la maquinaria capitalista tratan continuamente de fracturar nuestra capacidad para pensarnos lejos de lo impuesto. Por ello, desdoblar nuestros movimientos políticos es estrategia vital para continuar imaginándonos como comunidades en resistencia y, para ello, el arte es una posible vía. Sin embargo, el arte, al ser punta de lanza del sistema capitalista que todo captura, ha funcionado cual espejismo; haciéndonos creer que el ejercicio de sostener la creación es algo que podemos hacer todas y todos, al tratarse de un supuesto espacio de libertad. A pesar de ello, en su interior, tiene más fuerza el sistema capital que impera en contarnos la historia sobre la libertad —sólo posible para ciertas experiencias e imaginaciones—, que radica en la producción y la acumulación. Entonces se encapsula el arte: se materializa como producto a monetizarse para el acceso de todxs aquellxs que pueden adquirirlo, entenderlo, transitarlo. La jerarquía de acceso —inevitablemente clasista y racista— provoca un reducto del arte de las comunidades en resistencia a la artesanía. De la misma manera, cuando se habla de “arte indígena” se romantiza desde la mirada blanca —que hace uso del ideal del “indio sabio” con todas sus virtudes y visiones, sus curaciones incluidas— para desviar la discusión a través de su fantasía colonial; y así muy pocas veces hablar sobre la resistencia de ese cuerpo, de esos huesos que se rehusaron a podrirse en los modelos “civilizatorios”.

Al olvidarnos del cuerpo que encarna resistencia, que carga el peso del día a día, el artista Reyes Josué trae un temazcal al diálogo del arte: un espacio simbólico de calor y sanación, profundo, poético y espiritual para el descanso y cuidado del cuerpo —mismo que busca reconocer a este último como materia elemental de un flujo de vida que no distingue como límites las comisuras dibujadas por la anatomía occidental y que tiene capacidad de transmutar. Pero entonces,

¿vale la pena enunciar resistencia encarnada desde el arte si éste ahora parece tratarse primordialmente sobre acumulación de poder simbólico en función de la normalidad en pugna? El cuerpo se contrae.

En la época que afrontamos, por todos lados está presente la posibilidad de la muerte. ¿Qué implica poner el cuerpo ahora? Nuestras necesidades se han transformado bajo la condición de la época: la angustia, el duelo, el miedo, el entusiasmo a continuar a pesar de todo ello. ¿Cómo sobreviviremos? ¿Garantizaremos las necesidades básicas de techo y alimento? Reconocemos que, al final de cuentas, nosotras estamos sobreviviendo pero, también, la mayoría de la población en este país sobre/existe —un verbo que puede reflejar la lucha por la vida digna desde el cuerpo que resiste a la violencia estructural, el despojo y el miedo desde hace más de 520 años. La sobre/existencia es un regalo de los abuelos para trascender la vida y la rabia, más allá de las limitantes de este sistema que sólo entiende como indispensable a aquel que se humaniza a través del valor de las horas de trabajo y el reconocimiento.

No es la pandemia lo que da miedo, lo que aterroriza es cómo el sistema capitalista se reconfigura en detrimento de la vida comunitaria. En la época de la mal llamada “conquista”, hubo una pandemia, la de la viruela, pero también hubo otra más terrible aún por su pulsión de muerte incontrolable: la del genocidio.

El terror es la tierra arrasada, el secuestro de los ríos, la destrucción de los cerros; el terror es que en medio de una supuesta crisis no se detenga el extractivismo, ese virus capitalista. 

Entonces, con más fuerza, nos preguntamos sobre la potencia simbólico/poética que implican las sobre/existencias en una lucha anti-colonial desde los cuerpos/territorios. La semana pasada, una de nosotras sufrió de dolores intensos en la espalda y hombros. Según los expertos, se trataba de tensión nerviosa por el encierro. En esos momentos no había energía para pensar en arte, ni en el trabajo, ni en textos como este; todo a lo que hemos dedicado nuestras vidas de repente no era importante, sólo se podía sentir el insoportable dolor corporal. Nos preguntamos de nuevo, ¿qué implica hoy poner el cuerpo? 

La contemplación de una obra de arte no quitará el dolor, tampoco la enfermedad en caso de contagio, ni el hambre ante una crisis económica venidera. Pese a su ejercicio simbólico e histórico, desde la romantización con la que es habitual abordar al arte, las obras que hoy cuelgan solitarias en los museos —y que se presentan en pantallas para mantener su vigencia— no hicieron mucho por el dolor o la angustia durante aquella semana. Y eso está bien. Sin duda, el temazcal hubiera sido mejor en esta situación. 

Sin embargo, el dolor permitió sentir el cuerpo, entenderlo como lugar de resistencia para recordarlo como primer espacio de demanda. Ese sentimiento llevó los pensamientos por un momento al performance para después desviarse y trazar una ruta de memoria viva que recuerda a los pueblos originarios, la defensa del territorio y sus vínculos con la tierra que habitamos y que nos habita. 

El 22 de abril del 2017, en la ciudad de Guatemala, sucedió una manifestación que permite abrir una conversación sobre un radical cambio en el modo de entender la interdependencia acalambrada entre arte y vida. El pueblo q’eqchi’, parte de comunidades de Alta Verapaz en Guatemala, quienes viven a la orilla del río Cahabón, un territorio muy dañado por la industria extractiva, se acostaba frente a la casa presidencial. Trasladaron sus cuerpos a ese espacio y se recostaron sosteniendo cubetas, pocillos y guacales para manifestarse contra la empresa hidroeléctrica Oxec 1 y 2 que tiene secuestrado el río y que se ha encargado de fracturar la lucha al llevar a la condena injusta a Bernardo Caal, un defensor del agua y los derechos de los pueblos. 

Para la mente occidentalizada esa manifestación podría ser un performance; sin embargo, para la comunidades q’eqchi’, se trató de un acto de resistencia simbólica desde el cuerpo vivo: un territorio dañado. Al colocar sobre el suelo sus cuerpos sin movimiento abrazando los recipientes vacíos, se lanzaba una sencilla pero potente consigna: “sin agua no hay vida”. Una consigna, el cuerpo, el texto que lo acompañaba, no faltaba nada más que la legitimación de estos pueblos para considerar ese acto de protesta como un performance de acuerdo a nociones occidentales de arte. Pero tal vez todo lo antes mencionado sobra en el llamado arte, y es en la calle y diálogos públicos donde pertenece y palpita su potencia. Pensarlo dentro del arte es reducirlo a las nociones occidentales que organizan los cubos blancos para su consumo; es tratar de meter un elefante a una sala que queda pequeña y es ajena por su complicidad con el sistema capitalista. [1]

Las prácticas de resistencia simbólica/poética, como herramientas para la defensa de nuestros cuerpos y ejercicios de territorio, atraviesan el tejido comunitario por medio de lo que podríamos llamar agentes bioculturales —una palabra que el curador e investigador Jhon Burstein trajo a reflexión hace poco en una conversación. Dichxs agentes funcionan como organismos capaces de poner en flujo sentidos de pertenencia social a través del desarrollo de un aquello común más allá de lo humano, sensibilidad simbiótica de co-existencia desde el autocuidado, el apoyo mutuo y la corresponsabilidad. De esta forma se posibilita explorar conscientemente la utilidad bio-sociopolítica de lo simbólico/poético ligado a luchas anti-coloniales en defensa del bien común. Un ejemplo podría ser el cuerpo de trabajo de Tania Bruguera, al igual que el de muchxs más, que el sistema capitalista del arte eventualmente desactiva como singularidades a ser consumidas por un limitado grupo de personas a través de galerías, museos y bienales. 

¿Cómo nos estamos revelando ante las múltiples formas a través de las cuales el sistema capitalista nos encierra? Mi encierro no es tu encierro. Para muchos el encierro es un privilegio, una fortuna; para otrxs, una condena detrás de barrotes y condiciones de injusticia, brutalidad y abuso. 

Los cuerpos en movimiento son potencia poética: en nuestro interior tenemos sonidos y sinfonías propias, ecosistemas de suelos y pensamientos que nos habitan a través de dolores, historias y memorias ancestrales. A pesar de ello, como personas situadas en urbes, solemos habitar los cuerpos sin realmente sentirnos en conexión con el territorio que habitamos para dimensionar, a su vez, la coexistencia con múltiples formas de seres. Solemos ser autómatas dentro de un estuche lleno de apariencias y pretensiones en función de un sistema totalitario y voraz. Tenemos miedo, todo contacto es peligro de contagio, trayendo con dicha paranoia un hábito de distancia que elimina el tacto y la exploración corpórea —el erotismo— como vía de sentido comunitario. ¿No yace en ello el éxito del despojo capitalista de nuestros cuerpos?

Anoche se manifestó en sueños un futuro distópico. En la entrada a un museo de arte una persona repartía guantes y mascarillas para que la gente pudiera ingresar. Como un error en el sistema clasista de Guatemala —mismo que limita el acceso a productos de cuidado ante la pandemia— grandes cantidades de gente buscaban aprovechar guantes y mascarillas gratis para la sobrevivencia. Poco les interesaba lo que pudiesen encontrar al interior del museo. La crisis en el campo cultural es un retorno a la pregunta sobre el rol social del arte ante las urgencias del ahora y el porvenir. 

Un artista de Comalapa, Chimaltenango, Guatemala, nos recuerda que los hilos de nuestras abuelas son importantes. Ellas ya han pasado por pandemias antes. Desde la sabiduría ancestral, como le llama Lorena Cabnal, lo biocultural podría ser una herramienta narrativa que nos lleve a entender la resistencia simbólico/poética como vía comunitaria para la preservación y cuidado de los cuerpos/territorios. Escuchamos un eco en el porvenir: “si sanas tú, sano yo, sanamos todas” como grito de consigna de los feminismos comunitarios. Descolonizar, implica deshacernos de la lógica occidental que romantiza y exotiza el respeto a la Madre Tierra. A pesar del racismo, el clasismo y la violencia sistémica, los pueblos originarios conservamos nuestras historias; proteger sus canales de comunicación es parte elemental de un proceso de restauración y de autodeterminación.

El arte tiene entonces un gran reto: traicionar la lógica de poder mercantil que lo organiza, tomar una postura política común, acorde a nuestros tiempos, que deje atrás al espíritu capitalista que lo ha deformado a través de los últimos 520 años. Así, éste será portavoz y cómplice de resistencias que nos guían en la lucha por salvar la vida. Eso sólo será posible regresando al corazón de la tierra, a los bosques, ríos y lagos, con el fin de suscitar sensibilidades olvidadas que nos permitan sentir en común aquello que llamamos vida.

 

Notas

  1. Como nos recuerda Ochy Curiel, el arte está concebido dentro de la noción occidental de “cultura”, lógica moderno/colonial que al aproximarse a las naciones indígenas hace uso de la etnicidad para realizar una serie de caracterizaciones —alrededor de la lengua, los usos y costumbres, las vestimentas— con el fin de validarlas como mercancía. En otras palabras, la folklorización como proceso estético de captura. 

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