Edición 22: Resplandeciente

Elian Chali

Tiempo de lectura: 6 minutos

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25.04.2022

Nadie sabe lo que puede un cuerpo que no puede

Desde las heridas que marcan al cuerpo, el artista Elian Chali comparte un entramado de posibilidades respecto a los espacios políticos y la agencia estética que hacen vibrar la vulnerabilidad de la carne.

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Pienso en contextos. Pienso en ciudades. Pienso en construcciones. En el fresco que escupen y que acaricia nuestro ajetreado caminar. Pienso en edificios. En su epidermis de revoque y su carne de hormigón. En las grietascicatrices. En los insectos que se camuflan en los ornamentos. Pienso en mis propios ornamentos. En los pliegues externos y los recovecos íntimos. En mis tripasmuebles. En la pintura como maquillaje. Y nosotras, siempre tan sonsas, ventilando hasta el cansancio que lo único que tiene vida es lo que parlotea nuestra blanca y adecuada lengua. Pienso en tormentas. En rayos. En pararrayos. En su anudamiento con la tierra. En los enredos con las cuerdas estomacales.

Y pienso lo mucho que se parece a una ciudad este cuerpo/bolsa que me toca habitar.

A veces a un baldío, a veces a una casa. A un rancho. A una choza. A un edificio o a un barrio gentrificado por las guirnaldas de la identidad. Todo ese sedimento de tristeza que ahueca pero también se hace alimento. Perfora. Taladra. Excava el cemento y se incrusta en el mismo suelo que gestiona la tronadora segregación de nuestra diferencia. Y se hace cuenco y se llena de agua, y se hace barro. Pero reverdece y emerge. Brota. Esta no es una determinación sobre el padecer como maniobra creativa. Tampoco un affaire meloso con el sufrimiento. Es una calibración específica sobre los modos de redacción de nuestra supervivencia. Si la mezquindad hace estallar todos nuestros vidrios, seguimos. Si el fracking emocional desacomoda nuestras placas tectónicas, acá estamos. Diagnóstico, biometría, cloro, detergente, lavandina. Aunque pellizque. Aunque cueste muchas vidas.

Curas, vecines, padres y médiques espantades, excitades. Afilando la guadaña. Hiperventilando. Y del otro lado, con el precario repertorio de vitalidad que acontece en algunas biografías, el dolor reposa como un velo silencioso en nuestra superficie. Es pegajoso, se nos adhieren las cosas en nuestro andar. Se acoplan, se montan. Sopesan. Esa frágil variación que atravesamos en la densidad de nuestro reloj, la audiencia curiosa y dramática no la puede percibir; vinculan deformidad-angustia como matemática de la expulsión de la vida ejemplar. ¡Regurgitamos y lloramos a carcajadas! Pero somos pararrayos. Aunque no lo queramos o no lo elijamos. A veces refucila y a veces nos fusilan.

Nos negamos a ser traductoras de espiritualidades enlatadas del centro del centro del centro. Nos apesta esa divinidad acartonada que nos enseñan los manuales escolares, como los conceptos, las técnicas y sus eurosecuaces. No hay interpretación posible, ni pedagogía suficiente para alivianar el léxico de guerra que nos envuelve y atraviesa. No hay interpretación posible, ni pedagogía suficiente para alivianar el léxico de guerra que nos envuelve y atraviesa. Cualquier intento es complicidad disfrazada de mala belleza. Pero metabolizamos.

Deglutimos y vomitamos, deglutimos y vomitamos. Así como así, por los ciclos de los ciclos. No como operación, ni como estrategias: como trance.

Deseos reptantes. Conexión tribal con las zonas desconocidas donde se alojan nuestras incertidumbres. Nuestra adivinación es una ciencia desfigurada que combina anticipación de desastres sociales + represalias de los mares contra las civilizaciones destructoras + una memoria milimétrica sobre la escritura del mundo dominado. Lo que manifestamos no es sólo producto del cableado interno por donde fluyen nuestras alegrías y aflicciones: la empresa de las emociones es otro intento ortopédico para moderar el espíritu indómito. Hacemos pasar las cosas por nuestros adentros como carretera visceral, una casa ocupada por las circunstancias de la era.

Si algo nos pertenece, allí está el problema. Porque el problema es la pertenencia.

La cultura de la época que viene arrastrando la historia, se configura sobre la metodología de la fragmentación en tensión con los conflictos del yo como novela. Cosmovisión espectacularizada para los museos y sus economías cadavéricas. Hacemos cosas que no funcionan, teatros sensibles de lo pequeño. Dibujos en papelitos, cantos afónicos. Tan minúsculos como para desestabilizar los órdenes del mundo. Un ocio radical poderoso como el rastro de un caracol. Manchamos, ahuellamos, corroemos lento, como la mierda de las palomas a las fachadas de las instituciones. Ponemos en relación aquello que los manicomios y hospitales determinaron como inacabado bajo el prisma de la ternura para que se vuelva atmósfera, textura etérea de la potencia. Y ahora que este neoliberalismo discursivo utiliza el cuerpo como materialidad básica al igual que supo usar el medio ambiente, la paz y la conquista de las estrellas para someter, es nuestro turno para enunciar. Porque la compasión por les enfermes como modo de habitar la sanidad es un panfleto de exterminio. No soportaremos el sostenimiento de esa frontera. La obstinación y la fragilidad serán la piedra fundacional del barrio que queremos levantar.

Sin ejemplificar y ahuyentando la pleitesía postiza de la lástima, sobran memorias para orientarnos y tramitar el enigma que tenemos encallado en la nuca: ¿podemos interpretar “In my language” de Amelia Baggs desde una potencia performática? ¿Cómo se inscribe la sensibilidad política de lo trava y el cáncer al canto de Linn da Quebrada? ¿La interseccionalidad entre antiespecismo y discapacidad de Sunaura Taylor no es acaso un señalamiento urgente a esa fuga de sentido y subjetivación que habilita la práctica artística? ¿Puede ser la fisura entre el dolor inevitable y el dolor elegido de Bob Flanagan el reverso del concepto occidental del sufrimiento? Entre la ceguera de Andrea Bocelli y la ceguera de Glauco Mattoso, ¿qué abismos de significados existen? A sabiendas que uno se asume ProVida y otro militante en la resistencia cultural brasilera durante su último proceso militar —y no hace falta adivinar cuál es cuál. El «Testamento de Heiligenstadt» de Beethoven y la oreja mutilada envuelta en un lienzo de Van Gogh, ¿no son gritos sordos desesperados, catalizaciones sentidas desde el cuerpo y producidas desde lo artístico? ¿Cabe
el cono sur en la reescritura decolonial de la historia de Yinka Shonibare? ¿Con qué cosmética social se maquillaba el rostro Lorenza Böttner? Los caramelos de Felix González-Torres, ¿no se parecen bastante al tormento respecto al tiempo que muchos sentimos? ¿Que nuestros días están contados y la devoración nos modela el cuerpo? Pienso en lo que oscila entre la frágil experiencia creativa de Anibal Brizuela en la Colonia Psiquiátrica de Santa Fe y la autointernación elegida de la superestrella Yayoi Kusama en el Hospital Seiwa de Tokio. ¿Pueden ser los territorios mentales desconocidos un lugar común para la producción pese a la diferencia de contextos? ¿O son las vidas neurotípicas las únicas habilitadas para discutir sobre el mundo? ¿Son las mismas precariedades las que atraviesan ambos encierros? ¿Existe el buen encierro? ¿Qué le hacen, a los sistemas de representación, las fotografías de Evgen Bavcar? ¿Qué venganza está disponible contra las ciudades en mis muros? Como preguntó Liliana Maresca, ¿qué queda cuando no queda cuerpo?

Atomizar el arte político a una estética regulada por la corrección moral de las coyunturas actuales es una reducción arrebatada: supone una desafectación de determinadas tácticas que resultan fundamentales para intervenir la realidad, incluso por fuera de lo que comprendemos que es arte. ¿Quién puede decirle a alguien cuál es el modo correcto de soportar? Incluso cuando las formas de lucha pueden localizarse diametralmente opuestas a los manuales militantes. Hay prácticas que no están cimentadas en operaciones artísticas típicas, pero sí consiguen un sobrevuelo inventivo valioso. También hay movimientos y grupalidades con resonancias poéticas que van más allá de lo que entendemos como arte. Aunque la utilidad sea mala palabra hoy, el uso que puede tener un proceso artístico en la construcción de un sujeto político alcanza a salvar de la muerte a muches o hace de la muerte otra cosa que no sea pura entropía. Hay reivindicaciones de modos de hacer común que sólo suceden cuando ese contexto ya no existe: no sabemos lo que el tiempo le puede hacer a lo que hacemos. Las políticas de cuidado pueden ser un lugar de producción de horizonte, de alojo. Los mecanismos de interpelación y la interdependencia murmuran un dialecto parecido. Más que arte político, un modo político de hacer arte.

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