Reseñas - Panamá - Panamá

Maia Alfaro Samos

Tiempo de lectura: 6 minutos

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05.05.2022

Supervivencia mágica

En un poético relato de recorrido por las salas del MAC Panamá, Maia Alfaro reflexiona sobre dos exposiciones que tensan el espacio-tiempo colonial y nos ofrece una mirada tierna y profunda de las resistencias en su genealogía.

Entré al Museo de Arte Contemporáneo de Panamá un domingo, minutos antes de la hora de apertura. La puerta ya estaba abierta, pero entrar se sentía como salir de la temporalidad conocida y aceptada. Aunque la imagen aún estaba apagada, me puse los auriculares del video de Lizette Nin sin pensarlo, casi como para camuflarme y, por algún milagro, el audio se había quedado encendido desde el día anterior. Me envolvió la intimidad cotidiana del diálogo entre mujeres y mi mirada trazó las trenzas en los dibujos de Nin, como si fueran rutas para huirle aún más al tiempo.

La exposición Guardar semillas en el cabello, concebida por Juan Canela, el nuevo curador del MAC, y curada junto con Judith Corro, Cristina López Urriola, Andrea C. Miranda Pestana y Mana Pinto, rinde honor a la labor física y femenina de presenciar y procesar la vida, con sus heridas y hermosuras, su duelo y su potencial. La resonancia del grabado de Margarita Monsalve, De los gritos, no es la de un grito, sino la de un grito sembrado con ternura en un jardín.

En Hombre y mujer rezándose a sí mismos, grabado de José Luis Alexanco, las figuras ceden ante su propia primordialidad; como semillas escondidas en cabello cimarrón, esperando, pacientes, para explotar con vida. Más o menos así, acurrucada entre sombras y acariciada por la luz natural que apenas se filtraba por las ventanas, contemplé el grabado Caricias II, de Mónica Kupfer. En el recinto cerrado del museo, las paredes aún no eran blancas y el papel de la obra tampoco; como si el blanco no existiera; solo sombras sin demarcaciones fijas, insinuando un movimiento obvio y ambiguo a la vez.

Se encendieron las luces y empezó a definirse un sinfín de líneas diversas, filosas, gruesas o vibrantes— huellas dactilares de Risseth Yangüez, ondas de potencialidad de un grabado de Juan Downey, la línea de visión de Catalina, Reina de los Congos enredándose, peinándose, atravesándose y entretejiéndose, visible e invisiblemente. De entre ellas emanan púrpuras, soplos de azules ligeros, e inundaciones de rosados intensos, como las de los telares de Julieth Morales que, marcados con la imagen de su cuerpo a la vez desnudo y enmascarado, impregnan la sala con generaciones de muerte y de vida nueva.

 

Esta y otras obras de la muestra colectiva examinan la fusión entre lo colonizado y la ancestralidad indígena y afrodescendiente. Los textiles emberá expuestos por Andrea Lino Machi de Caizamo revelan una etiqueta de Made in Japan; el cabello sintético rodea, como un halo, a las mujeres que se trenzan el pelo en el video de Nin; y las ondas del mar en la pintura de Achu Kantule son arrobas en su centro. La confusión de cargar con el legado del sistema se expresa también en las figuras de Dualidad cósmica, de Rubén Maya, de cuyos rostros brotan símbolos, edificaciones y muchos ojos, convirtiéndolas en algo monstruoso. Pero, ¿cómo hablar de lo monstruoso en un sistema que ha decapitado las palabras y dado vuelta a sus cadáveres, derramando sangre por toda la comunicación?

El domingo siguiente regresé al museo. Fui en un gran vestido pijamoso y con una de mis tazas favoritas para sostener el café hecho en máquina. Me senté a ver los videos instalados a los costados de El descanso, la casita construida en la parte medular de la exposición “La pisada del ñandú (o cómo transformamos los silencios)”, curada por el equipo artístico Río Paraná, compuesto por Duen Sacchi y Mag de Santo, e instalada en todo el segundo piso del MAC. “No comparto la idea de que somos discriminadas”, dice una de las protagonistas de Entrenosotro, documental de Sebastián Molina Merajver, a lo largo del cual me la pasé riendo y derramando lágrimas en mi café. La cotidianidad trans resplandece con una ligereza que me rebota la mirada en infinitas direcciones hasta sacarme de esa certidumbre mutiladora del tiempo-espacio colonial. Protegida del aire acondicionado por un abrigo de Bob Marley que tomé prestado del closet de El descanso, me dejé transformar, al igual que el espacio institucional del museo se está dejando transformar.

Ampliando y a la vez simplificando lo que puede ser la anticolonialidad LGBTQ, en el video Ese’ja, Pancho Casasen un ritual de retorno o de colapso del tiempo, deshace su travestismo para volverse una persona indígena. Es como decir que ya ha tenido suficiente del espectáculo travesti que se burla de las miradas colonizadas a través de combinaciones precisas de elementos naturales y sintéticos, y, en un deslumbramiento sexual, transmuta esas mismas miradas. Pero el mundo civilizado de museos y de videos sigue siendo parte integral de la obra, en forma y contenido. En él vemos cómo irrumpen en la comunidad amazónica los largos lentes de las cámaras con sus miradas clínicas y voyeuristas que capturan y desnaturalizan lo que tocan.

En tal caso, quizás sí vendría bien un ritual liderado por una Machi Weye, figura chamánica no binarie, como las que prosperaron en comunidades indígenas de todo el mundo antes de ser violentamente borradas, ya que el sistema colonial no puede existir a la vez que esa fluidez talismánica, y necesita destituirlas para llevar a cabo su misión extractiva y controladora. En su pieza audiovisual Nunca seré un weye, Seba Calfuqueo lamenta la imposibilidad de asumir ese rol y a la vez participa del proceso de regenerarlo, de nutrir su potencia sagrada. Descolonizar, como lo propone esta exposición, involucra no solo deshacer lo sucedido sino también presenciar y honrar los hilos conectivos de sangre y de luz que son resultado de la lucha brutal, de la supervivencia mágica. Por ejemplo, incluir los grabados de Theodor de Bry, que gráficamente muestran el asesinato de indígenas no binaries, es un acto de valentía transformadora; pero también, con sus velas y flores, hace alusión a la estética del cristianismo latino que centra su idolatría en la violencia de la crucifixión. La imagen colindante de la Virgen de las Guacas, documento del performance de una artista trans (Giussepe Campuzzano) vestida de la Virgen, coloca más firmemente ese intento dentro del contexto de la religión impuesta por los colonizadores.

La poesía y plenitud de esta exposición pide atención detenida y profunda. Detenerse, por ejemplo, frente a la videoinstalación Mil sucesos perdidos hasta ahora, de Río Paraná, en la que dos hermanas trans se unen al flujo lento y barroso de un gran río. El video de tres canales absorbe el panorama visual con la comunión de sus cuerpos indígenas, uno con el otro y, a la vez, con la tierra.

Ambas exposiciones exploran y honran las formas de autocuidado gentil o de autoexpansión drástica, a través de las cuales las comunidades oprimidas sobreviven, profundizando y manteniendo su conexión con la naturaleza. Juegan como escarcha nueva y redescubren, devotamente, mapas ancestrales. Todo menos rendirse ante la imponente ubicuidad del sistema colonizador. Al regresar a mi casa ese mismo domingo, y al sentir caer una lluvia torrencial, salí al patio para acostarme en el barro a  llorar.

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