Reportes - Venecia - Italia

Andrei Fernández

Tiempo de lectura: 6 minutos

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07.05.2022

Redimensiones de la presencia

Pabellón Argentina en la 59ª Bienal de Venecia

Me levanto y le pregunto a mi madre si tiene plata para ir al ciber, quiero ver si alguien me escribe. Me dice que tiene un poco, eso me alcanza.
Allá llego, sonrío y le digo: máquina, y me da la cuatro, donde todos me ven.
Me siento, apoyo la espalda, muevo el mouse y entro.
Averiguo, averiguo. Arte, artistas, becas, concursos, etc.
Escribo mi nombre en el buscador del google y me dice:
“Tu búsqueda no coincidió con ningún documento”.
(Gabriel Chaile, 2008)

Vestida como para ir a una fiesta estoy frente al conjunto escultórico que presenta Gabriel Chaile dentro de la exposición La leche de los sueños curada por Cecilia Alemani en la 59° edición de la Bienal de Venecia. Aquí, frente a estas obras gigantes rodeadas de columnas y pinturas, recuerdo a Alicia (en el País de las Maravillas) diciendo que era mucho más agradable estar en su casa sin estar todo el tiempo creciendo y disminuyendo de tamaño, y recibiendo órdenes de ratones y conejos, pero que le resultaba tan excitante el asombro en el que se había sumergido en esta aventura en la que todo el tiempo debía preguntarse a sí misma qué le ha sucedido. Escucho decir a alguien que pasa por esta sala del Arsenal: “ahora sí se nota bien que son vasijas enormes”. Sonrío ante esta exclamación, pero me quedo pensando en que sí, pareciera que lo que era pequeño se hizo gigante, así como la gran distancia para llegar a este lugar: desapareció. Aquí están las obras de Chaile hechas con sus amigues. Aquí está su madre Irene Durán, como escultura y también posando para las fotos mientras Gabriel la mira emocionado, y Carlos, el hijo que la acompañó desde Tucumán, la sostiene y se sostiene a él mismo en ella.

Estamos aquí. Nos reunimos en Venecia con integrantes de NVS, proyecto colaborativo fundado por un grupo de artistas unidos afectivamente a Chaile: Matías Ercole, Laura Ojeda Bär, Ramiro Quesada Pons, Sonia Ruiz, Santiago Delfino, Federico Lanzi, Joaquín Biglione y Juan Perdiguero Trillo. Viajamos desde diferentes lugares para encontrarnos en este ritual de pasaje. NVS es una red que se piensa como una plataforma de circulación internacional de producciones artísticas de manera colaborativa. “El arte argentino brota de procesos autogestivos motorizados por la cooperación creativa” enuncian desde la gacetilla de prensa de Sed de éxito, obra del colectivo Geometría Pueblo Nuevo, integrado por Paula Castro, Cotelito, Ariel Cusnir, Clara Esborraz, María Guerrieri, Marcelo Galindo, Constanza Giuliani, Mariana López y Mónica Heller, realizada en colaboración con les escritores Pablo Katchadjian y Bárbara Wapnarsky, que es parte (y a la vez es autónoma) de la exposición de Heller, El origen de la substancia importará la importancia del origen en el Pabellón Argentino de esta bienal. La artista cuenta que Sed de éxito es una novela que resulta de un dibujo coral que expone la importancia de trabajar en equipo para las comunidades artísticas argentinas y también es un guiño, desde su título, a esa expectativa desmedida que se genera en Argentina en relación a la Bienal como espacio de consagración y éxito. 

¿Qué pasa cuando cambia aceleradamente la dimensión y el sentido de la propia presencia? 

Alejo Ponce de León, en su texto “Días de oficina” que acompaña la instalación de Mónica, propone pensar el concepto de sur-realismo en diálogo con la propuesta curatorial de Alemani que es un homenaje a la obra de Leonora Carrington (1917-2011), en la que en un mundo mágico la vida se reimagina constantemente para transformarse, rebosante de posibilidades y redefiniciones de lo humano. Ponce de León señala a un realismo local en el que la magia encuentra su lugar material entre las dinámicas afectivas y prácticas refractarias. El curador argentino afirma que en esta situación expositiva, la Bienal, lo que cambia es la escala y las condiciones bajo las cuales las obras se desarrollan: todo debe ser más grande, hacerse más rápido, enviarse más lejos, pagarse más caro. Esta mirada sur-realista apunta a la reformulación de expectativas sobre lo narrativo, morfológico, semántico, sobre lo individual y lo colectivo que puede encontrarse tanto en la obra de Heller como en la de Chaile, ya que ambes toman imágenes hechas por (y con) otres y las resignifican, pero sin borrar la presencia de lo colectivo y lo atemporal.

Cinco seres antropomorfos recubiertos de abobe, dándose la “espalda” entre ellos, donde tienen huecos para albergar fuego y alimentos, parecen estar en actitud de defensa, uno gruñe feroz. Es una familia, inmensos retratos de una genealogía particular, la de Gabriel Chaile. No intentan parecerse a los cuerpos de las personas que nombran, sino que muestran lo que pueden y lo que compone a esas personas, una exploración que hace Gabriel de sí mismo, para comprenderse. Estas figuras son para mí también familiares; en ellas hay formas que conocí en los gráficos de los libros del arqueólogo argentino Rex Gonzalez, tienen rasgos de cerámicas centenarias de las culturas Candelaria, Condorhuasi, Alamito, Santa María, que admiré tratando de no empañar vitrinas de museos. Remiten también a pueblos imaginados en la memoria colectiva, son un grito ancestral y también un lenguaje desarrollado por este artista en su investigación de una genealogía formal en la que se propuso inscribirse individualmente, aunque no solitariamente. Son familiares también para quienes vivimos cerca de ingenios azucareros y tuvimos macetas de cemento con patas en nuestros jardines. 

¿Son conscientes de por qué están donde están y por qué hacen todo lo que hacen? —pregunta una voz que invade el espacio oscuro y azul, recortado con pantallas curvas, rectangulares, redondas, en las que se mueven diferentes seres animados. Este pliegue de lo real en que te sumergís al ingresar al Pabellón Argentino hace que sea difícil percibir qué tan lejos del piso está el techo y si hay paredes. La voz en la sala es la de una paloma que se mueve con cierto espanto en una de las proyecciones de la instalación de Heller, en su monólogo las palabras punzan en determinados momentos: Me gusta esperar, decidir, simular / No sé si podrán encontrar algo más macho que lo que yo soy, pero en cuanto a la hembra que soy, no hay más que hacer una película, un documental / ¿Sabían que en América del Sur se está gestando una verdadera revolución, y que Europa no es que esté a punto de entrar en decadencia sino que Europa es la decadencia misma? ¿Confiamos en el arte porque nos permite integrarnos al mundo o lo amamos porque es justamente lo que va a librarnos de él? —es la pregunta que deja como final de su texto Alejo, sin especificar a qué mundo se refiere. 

Si bien las obras de les artistas de Argentina presentes en esta bienal, a primera vista, no parecen pertenecer a un mismo tiempo y territorio, exponen facetas de una identidad con lagunas arqueológicas, preguntas sin respuestas y contradicciones superlativas que son indiscutiblemente parte de las poéticas de este país y su región. En las figuras en barro, en los seres digitales y en la narrativa colectiva se condensan y repiten formas que reactivan aquello que parecía ausente o lejano, pero que es una parte latente del presente, en el que se impone el intento de comprender la dimensión (y efectos) de nuestra presencia, la búsqueda de relámpagos de futuro y de formas hacia las cuales mutar.

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