27.01.2023
En Saenger Galería, CDMX
Hace diez años escribí Arquitecto de su propio destino, un texto corto sobre el trabajo de Rodolfo Díaz Cervantes cuyo título (una frase favorita) sigue vigente para describir la investigación creativa que RoDiCe (plástico hasta en el acrónimo) ha llevado desde entonces y cuyo resultado se presenta en la exposición Playlist: un conjunto de obras cuya coherencia material y estética da, a pesar de su edad, la impresión de una retrospectiva.
Desde entonces, he observado a Rodolfo trabajar en lo cotidiano y en lo profesional, desde mi propia perspectiva como artista conceptual, tan maravillada como intrigada por lo tridimensional y por su dominio y conocimiento íntimo de la materia.
A pesar de conocerlo, de visitar su taller numerosas veces y de conocer su trayectoria personal y colaborativa, mi primera visita a Playlist es inesperada porque revela una nueva faceta dentro de nuestra familiaridad. En una visita guiada, el artista va narrando las piezas como si éstas, aún cargadas de simbolismo, se dieran casi sin querer; como si hasta hace dos días no hubieran existido más que como objetos separados en algún lugar de su taller (y su mente).
La distribución de las piezas en el espacio hace que el recorrido guiado siga siendo legible aún en ausencia del artista, justamente porque es similar a su proceso creativo: discreto, gentil, casi avasallado por la practicidad de su trabajo cotidiano y, sin embargo, de pronto, cuando dicho proceso debe vaciarse en obra, objetos improbables dan forma a esculturas bellísimas que coexisten con completa naturalidad.
El título de aquel primer texto era obviamente un guiño a su formación y al trabajo que realiza, paralelo a su exploración artística, a través de Tornel: un taller de diseño y producción desde el que ha colaborado con otras artistas y arquitectas como Tatiana Bilbao, Frida Escobedo y Sarah Lucas, así como con el estudio suizo Herzog & de Meuron. Su trabajo desde Tornel, moldeando materiales para llegar a soluciones funcionales y estéticas, podría haber producido una obra personal fría y de “alta gama” y, sin embargo, ha tenido el resultado opuesto: objetos y esculturas orgánicas a partir de elementos pétreos y metálicos que va recuperando, guardando y resolviendo en obra.
Es relevante hablar de su carrera paralela porque en ella ha desarrollado un talento admirable para resolver. Rodolfo Díaz Cervantes tiene una relación personal con la materia y su valor intrínseco. Y es que, a partir de un trabajo práctico en el que se necesita que los materiales cumplan una función, ha terminado por conocer exactamente el potencial estético de la no-funcionalidad de un objeto.
El espacio amplísimo e iluminado del nivel dos de la galería Saenger recibe las piezas de Playlist como si siempre hubieran estado ahí; lo cual no es de entrada evidente ya que, en contraste con las obras de gran formato y en paletas de color menos discretas que se han expuesto en el mismo espacio, las esculturas y piezas hechas en latón, metal, cobre y otros materiales esenciales podrían perderse en la magnitud industrial y, sin embargo, se integran de forma orgánica.
El título de la exposición viene de un proceso curioso al que Díaz Cervantes ha recurrido para nombrar sus piezas (o evitar hacerlo). Tradicionalmente, se suele acudir al Sin título como una forma de deslinde, de revelar lo menos posible de la obra dejando un margen interpretativo (mucho mejor Untitled Film Still #21 de Cindy Sherman que Mujer joven en el Nueva York de los años 50). Rodolfo, sin embargo, ha cedido esta labor a sus canciones más escuchadas en Spotify. Al resolver el problema de forma aparentemente aleatoria, da a sus piezas nombres que siguen siendo personales y quizá más dicientes (del artista y la obra) que títulos elegidos de manera cuidadosa y, por lo mismo quizá, artificial.
Díaz tiene preferencia por ciertas formas sinuosas (como la figura de la serpiente o la trayectoria de una pelota que rebota en el espacio) y la manera en que éstas dirigen la mirada; la distribución de las piezas hace eco de esta preferencia marcando un recorrido y a la vez permitiendo una perspectiva general desde la primera vista.
Aunque la mayoría de sus esculturas son de pequeño y mediano formato, el centro de la exposición lo ocupa la impresión en papel de una mariposa negra gigante: Born Under the Punches es la pieza más grande y explícita del recorrido que, al tiempo que revela una de las líneas narrativas subyacentes (todos los miedos, el miedo), no domina sobre el resto de las obras, sino que como varias piezas de Playlist deja margen para continuar la lectura según nuestras supersticiones personales. Born Under the Punches anuncia también otra idea recurrente en muchas de sus obras: el desdoblamiento.
Una de mis obras favoritas, y quizá una suerte de pièce de résistance de la exposición, es Dance Me to the End of Love, una caja de metal y vidrio (que las familiarizadas con mercados y terminales de autobús reconocemos como display para venta de gelatinas) llena de cascarones de huevo. El soporte por sí sólo es bellísimo, y la atinada reapropiación es un guiño al portabotellas de Duchamp. Sin embargo, Dance Me to the End of Love va más allá del portabotellas porque Díaz Cervantes lo convierte en obra descontextualizándolo a la vez que insiste en su función principal (contenedor) al llenarlo de huevos.
La multiplicidad simbólica del huevo fue explorada de forma recurrente en obras y acciones feministas de artistas conceptuales (casi todas brasileñas) en los años 70 y 80. Pero, a excepción de Anna Maria Maiolino, quien en un performance camina entre cascarones de huevo recreando la expresión inglesa to walk on eggshells, las demás artistas usan otros materiales para simular la figura del huevo. En O ovo (1967), una instalación de Lygia Pape, el público entraba en un cubo cubierto con una fina tela que debía empujar para salir, simulando así el nacimiento desde el cascarón. En la serie Endless Egg (1985), Maria Bartuszová recrea en yeso formas ovoides perfectas que después somete a diferentes procesos destructivos; y Lenora de Barros juega, en una serie de poemas visuales, con la similitud formal entre la pelota de ping-pong y el huevo.
El cascarón intacto de huevo, y no sólo su forma simulada, es un material recurrente en la obra de Díaz Cervantes. Al someter la carga simbólica del huevo a condiciones físicas (hacinamiento, soporte, vaciado) que evidencian su fragilidad material, termina exponiendo su potencial conceptual de la misma forma delicada y maternal que las artistas que lo preceden en esta investigación. El huevo ejemplifica bien la forma en que, a partir de una curiosidad y respeto por los materiales con los que trabaja, Rodolfo llega a un resultado inesperadamente conceptual.
En la visita guiada de Playlist, Díaz describe algunas de las piezas como una extensión de sí mismo en diferentes etapas, algunas obras son interpretaciones físicas de su cuerpo (en su peso o tamaño) o de su relación a lo sensual. La mayoría de estas piezas, o al menos de sus materiales, convivieron con él durante años en su taller, no en tanto que materia para ser transformada en obras potenciales, como suele suceder con artistas del objeto encontrado, sino como objetos llenos de valor formal.
Y es que, a diferencia de artistas que también trabajan con elementos de lo cotidiano en México, Díaz se interesa menos en la peculiaridad o carga cultural de dichos objetos y más en la sugestión que surge del aparejamiento inesperado y sutil de éstos; en este sentido, sus piezas son menos cercanas a la generación de la escultura social y más a las asociaciones de objetos de Jimmie Durham.
Además del huevo, Díaz Cervantes tiene otros materiales u objetos fetiche. Algunos están llenos de simbolismo, como el cobre que para él es “un material casi mágico, como un amuleto, pero de uso doméstico” y que forma parte de muchas de sus obras táctiles. Otros terminan siéndolo de forma accidental, como las pelotas de goma que alguna vez compró por lote y que han dado lugar a sus caligrafías flotantes: módulos de alambre de cobre que guían la mirada en el aire puntuándola con una suerte de planetas lúdicos.
La reapropiación de los materiales en medio suave y moldeable se vuelve aún más evidente al intentar describir las piezas: una malla enrollada sobre un nixtamal da lugar inesperadamente a un mini volcán estético y sensual en Sensations of Cool; una ménsula de metal clavada a un tronco deja de serlo en Harlem River para transformarse en un personaje-objeto (que de alguna forma recuerda al porta-sombreros de Duchamp) tan bello como extraño y que, sin embargo, da la impresión de cotidianeidad (¿no están siempre las ménsulas clavadas a un pedazo de tronco?). En la bellísima Le temps de l’amour una piedra de tezontle tallado que se mira a sí misma frente a una lámina de aluminio se transforma por un momento en imagen autoerótica, como fotograma de un Jean Cocteau prehispánico.
A pesar de las referencias a Duchamp o Durham, su proceso de apropiación es diferente y está basado en una apreciación particular de los objetos por otros valores intrínsecos además del estético. Díaz percibe y aprecia en cada objeto una vida previa, un valor dado por la “mano de obra que él reconoce” y respeta: la piedra de nixtamal estibada afuera de un molino —“cómo no comprarlas, tienen un valor precioso en forma y función”—; la ménsula recuperada de un tiradero de fierro —“debe tener cien años, es bellísima, no puede ser basura”—; el tronco que durante más de diez años estuvo en la terraza del taller Tornel —“ahí me sentaba a fumar”.
En cierta forma, Rodolfo Díaz Cervantes es un cronista del ready-made que describe su materia prima y, por ende, sus piezas como quien recorre una ciudad con sus anécdotas. Y es quizá esa la forma más profunda en que esta exposición es autobiográfica: cada obra está compuesta de pre-obras de gran valor para el artista, de objetos-memento que hacen eco de la manera cálida y curiosa en que RoDiCe recorre la vida.
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