06.03.2022

Giramos en el carrusel blanco mientras el fuego nos consume

Ana Torres Valle Pons reflexiona sobre el extractivismo y precarización dentro del sistema artístico a través de la metáfora del carrusel.

Si cayéramos despiertos en una realidad más transparente que la nuestra, tal vez podríamos ver la maquinaria que anima el suelo bajo nuestros pies; los mecanismos que desde la profundidad del mundo construido por las instituciones artísticas perpetúan los ciclos de precarización, extractivismo y neutralización.

Quizá sea el tiempo terrible aquel que devele los significados y consecuencias de las políticas que sostienen a las manifestaciones e instituciones artísticas en un círculo vicioso, presas del giro incesante de una maquinaria simbólica que en mucho se parece a un carrusel.

Cautivos de una hipnosis particular, de nuevo nos aglomeramos en las plataformas girato-rias que albergan las exposiciones, los eventos, las ferias. Se despliegan los escalones me-cánicos de las instituciones que les alojan como un pedestal móvil que ocupamos en el juego de miradas que implica subir al carrusel.

Pero ninguna institución artística o mecanismo existe como algo más que un escenario para sustentar las dinámicas de los cuerpos que se pronuncian iguales. Algunos, por supuesto, son más iguales que otros en los espacios del carrusel.1

Así, el carrusel no es más que un escenario mecánico que articula, con sus maniobras, la maquinaria que mantiene el status quo de los sistemas del arte. Lo hace sirviéndose de las sutilezas del espectáculo: mediando las relaciones sociales entre los cuerpos2 con coreografías sobre el acceso y la pertenencia, solidificando las jerarquías, las clases y el pedigrí estético, y haciendo uso de todos los sortilegios aristócratas y burgueses del entretenimiento. Después de todo, tanto el carrusel como el engolosinamiento con las dinámicas de la corte eran favoritos en Versalles.

Una de las armas más filosas del carrusel nace de su esencia cortesana, en. el espectro contenido dentro de la burbuja palaciega. Ausente de la vida fuera de sus límites, dentro del carrusel se sostiene una imagen del mundo, una simulación que permite que quienes suben al carrusel lo habiten como un contenedor fantasioso. Una deliberada enajenación de lo real en nombre de lo estético, de lo colectivo por el estatus social, de lo trascendente por el capital.

“Ahora más que nunca, en estos tiempos sin precedentes”3 se ha exaltado la forma peculiar en que los regímenes estéticos institucionales establecen una aduana de la uniformidad. En las fronteras del carrusel se establecen filtros que imprimen las distinciones entre qué puede ser dicho y quién tiene permiso para hablar. Sus mecanismos de encapsulación simbólica despliegan un arancel cromático que exige a los discursos que entran al carrusel ser blanqueados, aplanados, limpiados de cualquier irregularidad que atente contra la homogeneidad simbólica al interior.

El despliegue material del extractivismo simbólico, con el que el carrusel se apropia y neutraliza de los discursos, se manifiesta como una resplandeciente burbuja blanca. Muros blancos, páginas blancas, discursos blancos, voces blancas que reflejan la blanquitud racial y el colonialismo de los cuerpos blancos, las mentes blancas, los dientes blancos, las miradas blancas, las instituciones blancas, los billetes blancos. ¿Existe algo que no pueda ser absorbido y blanqueado por la resplandeciente blanquitud del carrusel?

 

En esta forma bélica de la estética opresiva y capitalizadora, cualquier cosa puede ser encapsulada en una burbuja blanca. Las palabras de la transgresión, las búsquedas de la libertad son encapsuladas en cajas acústicas que pueden ahogar cualquier grito, esterilizar cualquier impulso putrefacto que pueda infectar asepsia simbólica.

El carrusel blanco, teñido por su predilección al blanqueamiento simbólico, es una fachada de pureza que recubre las dinámicas siniestras de la explotación y la neutralización. Más allá de cualquier discurso, objeto o idea, las personas son incorporadas como curiosidades, otredades exóticas. El peaje que cobra el carrusel les transforma en sirvientes, bufones, payasos simbólicos que suben periódicamente a la maquinaria blanca para fungir como espectáculo de la corte.

Sería ingenuo negar el profundo placer que le implica al carrusel blanco instrumentalizar a aquelles que se le subvierten a la blancura, sometiéndoles a la banalidad del espectáculo y el entretenimiento. El gozo al ahogarles en cloro, al ondear los pálidos billetes que hacen de les hablantes de las ideas más escandalosas y transgresoras —mansas mascotas cautivas de la ansiedad del reconocimiento cómplice— ser aquello que el ojo blanco devora en la euforia animada por el polvo blanco. Pues en los chillantes giros del carrusel blanco, ¿qué es une fuera de los muros blancos, exiliade de las páginas blancas, sin un lugar en las mesas blancas

En un artificio ideado para blanquear culpas, el carrusel blanco se sirve de la coartada que piensa el arte como inherentemente bello y bondadoso para enmascararse. Con un espejismo resplandeciente que tiene la belleza que oculta, como la belleza de las armas, se ponen sobre las conciencias negras, máscaras blancas. Se declaran absueltes a les autocondecorades como aliades, transgresores, decoloniales, feministas. Se escuchan en el carrusel blanco las voces de quienes blanquean sus pecados con acrobacias retóricas, redimides de las culpas que han cometido contra las causas de las que se nombran parte.

Se tiran al aire, en gestos que lavan manos, panfletos con textos invisibles. Impresas con tinta blanca, mil veces enunciadas por las voces enmascaradas, las palabras de la poesía y la emancipación existen como animales emprisionados en un zoológico, encapsulados dentro de los dominios del carrusel blanco para nunca ser más que una idea sin encarnación.

Habrá quienes saldrían ondeando banderas blancas abogando por el carrusel blanco, por su posible transformación si tan sólo subieran las romantizadas colectividades en él, cuando ya hay de hecho una numerosa colectividad poblándolo que es difícil idealizar. Es la colectividad del carrusel blanco la que instaura al interior de sus instituciones la domesticidad, el servilismo y la explotación. La colectividad imbuida de la mentalidad aristocrática, guardiana de la pureza y domesticadora de la otredad que está desprovista de responsabilidad, consecuencias y rendición de cuentas.

Sería para tantes más agradable que enumere las rutas de escape y los bastiones rebosantes de esperanza que existen indiferentes a los giros del carrusel blanco; pero ese encapsulamiento de la incomodidad, la destrucción y la injusticia sería una contorsión retórica que blanquearía mi propia lengua con las mentiras blancas que complacen la sensibilidad del carrusel blanco.

Es evidente que la maquinaria no tiene un mecanismo de freno y que el carrusel blanco seguirá girando con su gula blanqueante. Seguirá girando cuando nos congreguemos en sus suelos blancos a compartir la plaga, cuando ya no quede nadie que enuncie la retórica que lo sostiene, cuando a su alrededor todo se queme y lo acaricien las llamas. Así como la mente aristócrata, el carrusel blanco no puede ver fuera de sí sin paralizarse de terror. Sumido en su espejismo, seguirá girando ausente de nuestro mundo mientras la fantasía alrededor de él, esa que miente sobre su belleza y bondad, exista.

Notas

  1. George Orwell escribió la frase “All animals are equal, but some animals are more equal than ot-hers” (“Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”), en su novela Animal Farm, publicada en 1947. Al final del texto, la frase “All animals are equal” (“Todos los animales son iguales”) es enmendada por un grupo de cerdos ahora corruptos con “but some animals are more equal than others” (“pero algunos animales son más iguales que otros”). Gesto que señala cómo el lenguaje de la igualdad se convierte en el de la opresión.
    Rebecca Herring, ‘Some interpretations are more equal than others’. PIT Journal, Cycle 7. University of North Carolina, Chapel Hill: 2016.

  2. En su texto ‘La sociedad del espectáculo’, publicado en 1967, Guy Debord explica que ‘el espec-táculo no es un conjunto de imágenes, sino la relación social entre las personas mediatizada por las imágenes’.

  3. “Ahora más que nunca, en estos tiempos sin precedentes” (“Now more than ever, in this unprecedented times”) es una frase ampliamente usada durante el inicio de la pandemia de COVID-19 por diversas instituciones artísticas en sus comunicados públicos.

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