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Coreopolíticas, fricciones y pausas para sostener el pensamiento. Notas sueltas sobre coreografía de una extracción silenciosa de Enrique Argote

México
2025.11.25
Tiempo de lectura: 11 minutos

En su instalación presentada en la Torre de los Vientos de Gonzalo Fonseca, Enrique Argote activa una máquina de tensión histórica: estructuras de madera, pedales, poleas y machetes plateados que convierten el espacio en un dispositivo coreográfico donde cada gesto —sentarse, accionar, detenerse— revela la violencia silenciosa de la extracción. A partir de la lectura de André Lepecki, el texto indaga cómo Argote visibiliza la coreopolicía del extractivismo —sus ritmos, coerciones y flujos— para luego fracturarla mediante lentitud, fricción e ineficiencia. Aquí, la coreografía deviene pensamiento: un modo de interrumpir la lógica productivista que organiza cuerpos, recursos y memorias.

¿Qué pasaría si entendiéramos la instalación “coreografía de una extracción silenciosa”, de Enrique Argote, como un laboratorio político del movimiento? Inaugurada el pasado 6 de septiembre dentro de la estructura habitacional y futurista de Gonzalo Fonseca en la Ruta de la Amistad, Enrique presenta una máquina de tensión histórica en la que, según el artista, “los machetes híbridos funcionan como síntesis objetual de las tensiones territoriales, materializando la lucha entre subsistencia local  y la extracción global”.

Al instalar su intervención en lo que se pensó como un refugio para los transeúntes del Periférico Sur, durante 1968, Argote no sólo reanima el espacio histórico: lo confronta con realidades que en el entorno ha tratado de ocultar; la torre deja de ser un albergue utópico y deviene en un escenario activo para pensar la extracción, la memoria y la resistencia situada.

El texto curatorial, a cargo de Alberto Ríos de la Rosa, destaca precisamente cómo los machetes chapados en plata se vuelven símbolos de lucha: no violencia romántica, sino de una maquinaria activa, rotativa, de afilado —un mecanismo tangible, visible, que pone en evidencia siglos de extracción minera y desigualdades territoriales.

Al entrar a la Torre de los Vientos nos encontramos con estructuras de madera inclinadas hacia la luz cenital que entra por la torre, suspendidas por poleas, cadenas, bielas y pedales de bicicleta —mismos que funcionan como palancas— coronados con piedras de afilar y machetes plateados. En el espacio blanco de la torre, estos armazones mecánicos simulan marcar una pauta coreográfica: tallos que se arquean, brazos que giran, elementos que oscilan entre lo artesanal y lo industrial. 

Argote activa este mobiliario como parte de una máquina. Las superficies blancas que Fonseca diseñó como asientos o plataformas ahora funcionan como bases para poleas, contrapesos, pedales conectados al afilado de los machetes. El espacio deja de ser contemplativo y se vuelve coreográfico: un sitio donde cada posición del cuerpo —sentarse, accionar, caminar, detenerse— forma parte del dispositivo. Este desplazamiento coincide con la tesis clave de André Lepecki: “coreografiar es ordenar el movimiento de los cuerpos en el espacio; politizar la coreografía es revelar quién tiene el poder de ordenar, y quién es obligado a moverse o a detenerse”. 

En la torre, la coreografía es impuesta por el extractivismo —su maquinaria, sus ritmos y sus violencias— y aparece reconstruida en escala humana. Pero Argote también convierte a lx visitante en agente: quien acciona los pedales participa del proceso de afilado, reencarna el gesto campesino, y tensa la historia atribuida al machete. Moverse dentro de la obra es asumir, aunque sea momentáneamente, un lugar dentro del conflictivo aparato territorial. 

Lepecki distingue entre coreopolítica y coreopolicía, la coreopolicía es la organización coercitiva del movimiento: la coreografía del Estado, de la mercancía, del orden extractivo. La coreopolítica, por otra parte, es la interrupción, el desvío, la desobediencia del movimiento impuesto. Así, me gustaría pensar que la máquina en Coreografía de una extracción silenciosa representa la coreopolicía: la estructura que ordena el movimiento hacia la productividad, la eficiencia, la extracción de valor. Cada giro de adena, cada rotación de polea recuerda los ritmos del capital minero, cuyos flujos no son únicamente materiales sino también cinéticos: cuerpos que se desplazan, territorios perforados, ecosistemas reorganizados según la velocidad del mercado. 

Ríos de la Rosa lo subraya en su texto curatorial, la extracción silenciosa no se refiere al espectacularidad de las minas a cielo abierto, sino a las “operaciones discretas que operan en la opacidad burocrática y administrativa” aquellas que consumen 247 millones de metros cúbicos de agua al año y generan desplazamientos forzados, asesinatos de defensores ambientales y “ruinas sociales” que rara vez quedan inscritas en la arena pública. Argote introduce un gesto de ruptura: la máquina es casi torpe, lenta y deliberadamente imperfecta; si los machetes se afilan de más, dejan de cumplir su función en primera instancia. Los mecanismos están expuestos, vulnerables, y sin carcasas que oculten su precariedad. En lugar de eficiencia, hay contingencia; en lugar de optimización, hay fricción; en lugar de productividad, hay riesgo. 

Aquí es donde la propuesta de Enrique Argote se aproxima a la coreopolítica, según Lepecki: un movimiento que resiste la captura al ralentizarse, trabarse, desviarse. El afilado excesivo funciona como metáfora del entumecimiento social —como señala el curador—, pero también como señal de que la máquina extractiva puede fallar, puede desgastarse, puede ser desobedecida desde dentro. Y es que, siguiendo el pensamiento lepeckiano, la resistencia política no sigue el pensamiento lineal de la productividad, sino que opera en ritmos irregulares, en pausas, e interrupciones que bloquean la circulación del poder. 

Un no-tiempo que se hace presente cuando las cadenas se mueven lentamente, los pedales demandan esfuerzo humano, los machetes se incorporan a movimientos casi rituales, la luz cenital entra como un pulso natural que contrasta con la mecanicidad del sistema. El espacio se mueve, pero no avanza. Oscila, respira. En esta suspensión rítmica, la torre deja de ser un monumento histórico para convertirse en un cuerpo vivo: un organismo donde la coreografía es suna forma de pensamiento crítico. La lentitud se vuelve una tecnología política, una forma de obstáculo contra la aceleración extractiva que caracteriza tanto a la minería contemporánea como al urbanismo neolibreal. 

Enrique moviliza un dispositivo que no sólo representa la extracción, sino que la escenifica para desarticularla. Sus mecanismos, lejos de mecanizar al visitante, le permiten ver la maquinaria del poder. Su lentitud, lejos de anestesiar, abre un espacio de reflexión política. Sus machetes, lejos de amenazar, devuelven al territorio una memoria de resistencia que no ha cesado de afilarse. En diálogo con Lepecki, puede leerse la exposición como un ensayo de coreopolítica radical, una práctica que revela, ralentiza y reimagina los movimientos que organizan la vida territorial.

En tiempos de aceleración extractiva, Argote propone otra temporalidad: una donde la resistencia no es un gesto grandilocuente, sino el roce silencioso de una cadena; una donde la política no es espectáculo, sino la fricción entre máquina y territorio; una donde la coreografía es, ante todo, un acto de pensar el movimiento para transformarlo.

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¿Qué pasaría si entendiéramos la instalación “coreografía de una extracción silenciosa”, de Enrique Argote, como un laboratorio político del movimiento? Inaugurada el pasado 6 de septiembre dentro de la estructura habitacional y futurista de Gonzalo Fonseca en la Ruta de la Amistad, Enrique presenta una máquina de tensión histórica en la que, según el artista, “los machetes híbridos funcionan como síntesis objetual de las tensiones territoriales, materializando la lucha entre subsistencia local  y la extracción global”.

Al instalar su intervención en lo que se pensó como un refugio para los transeúntes del Periférico Sur, durante 1968, Argote no sólo reanima el espacio histórico: lo confronta con realidades que en el entorno ha tratado de ocultar; la torre deja de ser un albergue utópico y deviene en un escenario activo para pensar la extracción, la memoria y la resistencia situada.

El texto curatorial, a cargo de Alberto Ríos de la Rosa, destaca precisamente cómo los machetes chapados en plata se vuelven símbolos de lucha: no violencia romántica, sino de una maquinaria activa, rotativa, de afilado —un mecanismo tangible, visible, que pone en evidencia siglos de extracción minera y desigualdades territoriales.

Al entrar a la Torre de los Vientos nos encontramos con estructuras de madera inclinadas hacia la luz cenital que entra por la torre, suspendidas por poleas, cadenas, bielas y pedales de bicicleta —mismos que funcionan como palancas— coronados con piedras de afilar y machetes plateados. En el espacio blanco de la torre, estos armazones mecánicos simulan marcar una pauta coreográfica: tallos que se arquean, brazos que giran, elementos que oscilan entre lo artesanal y lo industrial. 

Argote activa este mobiliario como parte de una máquina. Las superficies blancas que Fonseca diseñó como asientos o plataformas ahora funcionan como bases para poleas, contrapesos, pedales conectados al afilado de los machetes. El espacio deja de ser contemplativo y se vuelve coreográfico: un sitio donde cada posición del cuerpo —sentarse, accionar, caminar, detenerse— forma parte del dispositivo. Este desplazamiento coincide con la tesis clave de André Lepecki: “coreografiar es ordenar el movimiento de los cuerpos en el espacio; politizar la coreografía es revelar quién tiene el poder de ordenar, y quién es obligado a moverse o a detenerse”. 

En la torre, la coreografía es impuesta por el extractivismo —su maquinaria, sus ritmos y sus violencias— y aparece reconstruida en escala humana. Pero Argote también convierte a lx visitante en agente: quien acciona los pedales participa del proceso de afilado, reencarna el gesto campesino, y tensa la historia atribuida al machete. Moverse dentro de la obra es asumir, aunque sea momentáneamente, un lugar dentro del conflictivo aparato territorial. 

Lepecki distingue entre coreopolítica y coreopolicía, la coreopolicía es la organización coercitiva del movimiento: la coreografía del Estado, de la mercancía, del orden extractivo. La coreopolítica, por otra parte, es la interrupción, el desvío, la desobediencia del movimiento impuesto. Así, me gustaría pensar que la máquina en Coreografía de una extracción silenciosa representa la coreopolicía: la estructura que ordena el movimiento hacia la productividad, la eficiencia, la extracción de valor. Cada giro de adena, cada rotación de polea recuerda los ritmos del capital minero, cuyos flujos no son únicamente materiales sino también cinéticos: cuerpos que se desplazan, territorios perforados, ecosistemas reorganizados según la velocidad del mercado. 

Ríos de la Rosa lo subraya en su texto curatorial, la extracción silenciosa no se refiere al espectacularidad de las minas a cielo abierto, sino a las “operaciones discretas que operan en la opacidad burocrática y administrativa” aquellas que consumen 247 millones de metros cúbicos de agua al año y generan desplazamientos forzados, asesinatos de defensores ambientales y “ruinas sociales” que rara vez quedan inscritas en la arena pública. Argote introduce un gesto de ruptura: la máquina es casi torpe, lenta y deliberadamente imperfecta; si los machetes se afilan de más, dejan de cumplir su función en primera instancia. Los mecanismos están expuestos, vulnerables, y sin carcasas que oculten su precariedad. En lugar de eficiencia, hay contingencia; en lugar de optimización, hay fricción; en lugar de productividad, hay riesgo. 

Aquí es donde la propuesta de Enrique Argote se aproxima a la coreopolítica, según Lepecki: un movimiento que resiste la captura al ralentizarse, trabarse, desviarse. El afilado excesivo funciona como metáfora del entumecimiento social —como señala el curador—, pero también como señal de que la máquina extractiva puede fallar, puede desgastarse, puede ser desobedecida desde dentro. Y es que, siguiendo el pensamiento lepeckiano, la resistencia política no sigue el pensamiento lineal de la productividad, sino que opera en ritmos irregulares, en pausas, e interrupciones que bloquean la circulación del poder. 

Un no-tiempo que se hace presente cuando las cadenas se mueven lentamente, los pedales demandan esfuerzo humano, los machetes se incorporan a movimientos casi rituales, la luz cenital entra como un pulso natural que contrasta con la mecanicidad del sistema. El espacio se mueve, pero no avanza. Oscila, respira. En esta suspensión rítmica, la torre deja de ser un monumento histórico para convertirse en un cuerpo vivo: un organismo donde la coreografía es suna forma de pensamiento crítico. La lentitud se vuelve una tecnología política, una forma de obstáculo contra la aceleración extractiva que caracteriza tanto a la minería contemporánea como al urbanismo neolibreal. 

Enrique moviliza un dispositivo que no sólo representa la extracción, sino que la escenifica para desarticularla. Sus mecanismos, lejos de mecanizar al visitante, le permiten ver la maquinaria del poder. Su lentitud, lejos de anestesiar, abre un espacio de reflexión política. Sus machetes, lejos de amenazar, devuelven al territorio una memoria de resistencia que no ha cesado de afilarse. En diálogo con Lepecki, puede leerse la exposición como un ensayo de coreopolítica radical, una práctica que revela, ralentiza y reimagina los movimientos que organizan la vida territorial.

En tiempos de aceleración extractiva, Argote propone otra temporalidad: una donde la resistencia no es un gesto grandilocuente, sino el roce silencioso de una cadena; una donde la política no es espectáculo, sino la fricción entre máquina y territorio; una donde la coreografía es, ante todo, un acto de pensar el movimiento para transformarlo.