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Solidaridad

Argentina
2025.04.14
Tiempo de lectura: 25 minutos

¿Qué decimos cuando repetimos la frase "soñemos juntxs"? ¿Qué implicaciones tiene convocar a soñar juntes ante la brutalización del mundo? La curadora e investigadora Ana Longoni nos propone un ejercicio de replanteamiento sobre las bases que sostienen nuestra sociabilidad. Un encuentro con la manifestación, las pancartas que insisten y las escrituras incógnitas para el encuentro del futuro.

[Fotografía de portada por Jose Nicolini cortesía de la autora]

1.

Soñar juntxs, propone la carta editorial de Terremoto mientras nos incita a un ejercicio de auto-arqueología. “Si no nos dejan soñar, no lxs vamos a dejar vivir”, lanzó alguien ante la multitudinaria asamblea antifascista LGTBIQ+ autoconvocada de manera espontánea y urgente el sábado 25 de enero de 2025. Nos reunimos más de cinco mil personas en el Parque Lezama, en la zona sur de la ciudad de Buenos Aires, Argentina. El mismo parque que Pancho Casas —uno de los integrantes, junto con Pedro Lemebel, del mítico dúo chileno Yeguas del Apocalipsis, surgido en los años ochenta— propuso a la asamblea renombrar como Néstor Perlongher, autor del poemario Parque Lezama (1990), en invocación al antropólogo, poeta y marica militante fundador del Frente de Liberación Homosexual en los años setenta.

 

Los lugares tienen memoria, y fue en ese mismo parque Lezama/Perlongher que mi madre aprendió a patinar siendo niña; que escuché por primera vez, en vivo, al músico Luis Alberto Spinetta en 1984 —recién regresada al país, después de ocho años de exilio de mi familia; que me enteré, junto a muchxs otrxs amontonadxs delante de la tele del bar Británico, que empezaba el estallido social el 19 de diciembre de 2001, en la misma precisa esquina de las calles Defensa y Brasil que eligió la Brigada Argentina por Dilma —iniciativa colectiva, impulsada en 2011 por el artista Roberto Jacoby, apoyando a la entonces candidata a la presidencia de Brasil, Dilma Rousseff— para empapelar los muros con mucho engrudo y carteles que decían “AMÉRICA DILMAMÉRICA. Apoyemos a Dilma. Si pierde, perdemos”. 

Fue ahí mismo, el 30 de junio de 1985, que el Grupo de Acción Gay, junto a la recién nacida Comunidad Homosexual Argentina, apenas terminada la dictadura militar, organizó el primer encuentro de visibilidad homosexual, reclamando el derecho a una sexualidad libre. En una de las pocas fotos que existen de aquella histórica jornada, exactamente bajo los mismos árboles que sesionó la asamblea hace pocos días, se ve una bandera portada por apenas un puñado de activistas gays y lesbianas que dice “el sexo al gobierno, el placer al poder”. La reivindicación del sexo como política, como irrupción desobediente, como derroche insolente.

 

 

 

 

 

2.

Los lugares tienen memoria. Y las palabras también: guardan capas y pliegues, retículas de sentido que se conectan, se solapan y se contaminan. Así, la palabra solidaridad me lleva inexorablemente al nombre del sindicato polaco Solidarność,

liderado por Lech Walessa, que enfrentó en los años 80 —a través de una fuerte alianza con la Iglesia Católica— al régimen comunista en Polonia. Su logo de bandera roja y blanca flameante sobre una multitud fue retomado en el periódico trotskista argentino Solidaridad Socialista, en el que llegué a ser cronista hacia 1990 (parapetada en un seudónimo que no confesaré). Semana a semana, escribía notas que reiteraban una fórmula obligada, hablasen de lo que hablasen: empezaban responsabilizando al capitalismo y terminaban señalando que el socialismo es la única e inexorable salida. Aunque, claro que hay una vasta tradición de izquierdas apelando a la idea de solidaridad. Banderas, consignas, movimientos y periódicos llamando a la solidaridad internacionalista y a la fraternidad obrera y campesina. 

 

Los lugares tienen memoria. Y las palabras también: guardan capas y pliegues, retículas de sentido que se conectan, se solapan y se contaminan. 

 

Alguna vez, un sábado por la mañana, caminando por el barrio porteño de La Boca, había entrado a un viejo local de la FORA (Federación Obrera Regional Argentina), la central obrera anarquista fundada en 1901. Dentro me topé con los restos (materiales pero también discursivos) de un cartel llamando a juntar víveres para lxs hambrientxs en Rusia. Debía ser de 1918 o 1919, poco después del triunfo de la revolución soviética y en medio de las penurias de la primera guerra mundial. Esa reliquia de tela que alguna vez fue blanca, y ahora estaba cubierta de polvo y telarañas, colgaba junto a otra descolorida bandera negra y roja, igualmente raída, llamando a integrar las brigadas internacionales que se sumaron a la guerra civil española. La palabra solidaridad no aparecía explícitamente escrita en ninguno de estos dos carteles pero latía fuerte en el corazón de aquella supervivencia. 

 Una presencia se agita vívidamente en mí al invocar aquel encuentro entre tiempos; esa cita entre generaciones: en el local vacío, sentado en una desvencijada silla, silencioso pero atento, nos pispeaba un anciano militante anarquista, como la carnadura viva de aquellas historias, sorprendido de esa irrupción juvenil y, a la vez, replegado en su mutismo.

 La resonancia incontenible que en el último año tiene en todos los rincones del mundo: la lucha del pueblo palestino y la denuncia del genocidio en Gaza puede leerse, de algún modo, como la vida contemporánea de esos viejos carteles raídos. Aprendimos, allí, la concepción de la solidaridad que nutrió el internacionalismo: no sólo se trata de empatía y apoyo a otro pueblo, sus penurias y sus revueltas, sino de hacer presente que lo que suceda en otra parte del mundo repercute de manera indiscutible en nuestras propias existencias, dirimiendo un destino común.

 

3.

Pero la memoria también guarda, en sus pliegues, el futuro. ¿Qué nos dice, en tiempo presente, la palabra solidaridad? ¿Cómo podemos agitar esas aguas en medio del auge de extremo individualismo, la desconfianza y el miedo a lx otrx, la belicosidad y el ánimo de linchamiento que sacuden cualquier colectividad en estos tiempos? No puedo dejar de asociar la potencia política de la solidaridad a la idea de comunidad. Construir con otrxs, por otrxs, entender las vidas en interdependencia y en urdimbre. Adherir a lo común como proyecto político y necesidad vital. No sólo sé que no puedo vivir sin otrxs, sino que tampoco quiero hacerlo.

 

La solidaridad practicada como sortilegio contra el sálvese quien pueda.

 A la vez, no quiero negar o minimizar los efectos devastadores que las lógicas del capitalismo contemporáneo ha socavado en esos proyectos, sean de la escala que sean. En estos días, atenta a este ejercicio de escritura, tomé nota de tres situaciones alrededor, que nos pueden ayudar a aproximarnos al nudo contradictorio de la solidaridad, a los límites o tensiones que atraviesan la construcción de comunidad.

 El primer caso que mencionaré es el de la Biblioteca Popular Mutual y Social Constancio C. Vigil, llamada coloquialmente “la Vigil”, situada en el barrio sur de Rosario. Éste es un barrio obrero muy pobre que, en los sesenta, fue cuna de una iniciativa comunitaria que impulsó una editorial con cientos de títulos que se repartían, mes a mes, a lxs socixs; apostando por conformar, en cada casa, una biblioteca popular. Albergó, también, una escuela de música para lxs pibxs del barrio, un observatorio astronómico con el mejor telescopio de la región, e incluso la experiencia pedagógica de una isla sobre el río Paraná, poblada por nutrias y otras especies autóctonas. La Vigil que, por cierto, financió una parte de los gastos que demandó la conocida acción artístico-política colectiva Tucumán Arde en 1968, fue ferozmente perseguida: secuestrada su gente, saqueadas sus instalaciones, robado su telescopio y finalmente clausurada durante la última dictadura militar. Recién, ya en democracia y mediante un largo juicio, la comunidad del barrio logró recuperar lo que quedaba de aquel edificio, al menos su esqueleto vaciado. Ya no había colectivo que pudiera sostenerlo: habían sido encarceladxs o exiliadxs, habían abandonado sus militancias barriales, habían fallecido o ya no estaban allí. La mítica Vigil reabrió sus puertas como pálida sombra de lo que había sido, y fue ocupada por sucesivos proyectos partidarios o de gestión municipal. Pero hay un gesto que quiero recuperar; otro encuentro entre generaciones: el nieto del astrónomo que había montado el observatorio en los sesenta consiguió reponer el lente saqueado y, ahora, desde la noche del barrio sur de Rosario, de nuevo se puede ver el cielo mucho más cerca.

 

 

El segundo caso trata sobre una pareja amiga que es (aunque quizá desearía ya no serlo) parte de una pequeña comunidad de amigxs, cómplices intelectuales y políticos, la cual decidió apostar por un proyecto colectivo: compraron un terreno común en una preciosa playa, un médano en un bosquecito de pinos desde donde se llega a ver y escuchar el mar. Fueron construyendo sus casitas para pasar el verano en común (incluso soñando con mudarse de manera permanente, inventarse otra vida, envejecer allí, escribiendo y nadando). Pero la amistad, como otras formas del amor, no ocurre para siempre y puede deshacerse. Y, entonces, esa apuesta por lo común devino en un dilema sobre cómo gestionar el cotidiano y las decisiones a futuro, e incluso lidiar con el deseo de preferir ni siquiera cruzarse. El lugar persiste y es muy bello, pero lo que fue un impulso colectivo se torna a veces en un escollo práctico y una traba legal para darle alguna forma que se acomode afectivamente a lo que el estado actual de las relaciones político-afectivas habilita.

 Por último, el tercer caso tiene que ver con los modos en que el fascismo hace mella en la comunidad política afectiva en la que me reconozco. En 2022, poco después de regresar a vivir a Buenos Aires, empecé a acompañar de cerca la experiencia de Casa Cultural Pringles ATR (Autonomía Territorial Reparadora), una vivienda ocupada en la que vivían mujeres y disidencias sexuales que habían pasado por la cárcel o distintas situaciones de violencia. El espacio se sostuvo a través de una serie de alianzas inesperadas, con el barrio y con artistas e intelectuales, desplegando un merendero, clases de apoyo escolar, talleres de escritura de fanzines, talleres de autodefensa y una exposición colectiva de arte contemporáneo sobre qué significa habitar una casa. 

 

 

Allí se inició —bastante antes de que Milei ganase las elecciones— el llamado a conformar un frente antifascista, término que hasta hace poco sonaba un poco anacrónico y que ahora parece haber cobrado nueva vida, por su capacidad de abroquelarnos aún en la diferencia. A mediados de 2023, en una fría mañana de invierno, lxs nueve habitantes de Casa Pringles y sus hijxs fueron desalojadas con sus cosas por un descomunal operativo de 200 policías y funcionarixs del gobierno de la Ciudad. Con esta violencia, se interrumpió una posibilidad de vida colectiva que apuntaba a provocar un desvío y torcer un destino prefijado (“A la calle y a la cárcel no volvemos nunca más”, cantan las compañeras de YoNoFui, el colectivo anticarcelario que impulsó Casa Pringles, y que hace más de veinte años milita con personas presas o que atravesaron la experiencia carcelaria). Un año más tarde, en diciembre de 2024, se funda Casa Andrea, una nueva vivienda colectiva impulsada por YoNoFui, junto a No Tan Distintes, otros colectivos solidariamente cómplices de mujeres y travestis viviendo en situación de calle. Entre sus habitantes está Sofía, la única sobreviviente del triple lesbicidio de Barracas, ocurrido cuando un vecino prendió fuego a la habitación de pensión donde dormían dos parejas de lesbianas, hace menos de un año. Una casa para contraponer la incitación al odio y la crueldad, el afán de exterminio, la difícil construcción colectiva de una vida en común entre las rotas, las dañadas y las raleadas del mundo.

 En el lapso que va desde el final de Casa Pringles hasta Casa Andrea, fundamos CRI (Comité Revolución Imaginaria), un colectivo transfeminista que impulsó una serie de asambleas autoconvocadas que llamamos REA (Rondas de Escucha y Agite) durante la última campaña electoral, ante la posibilidad cada vez más cierta de que se impusiera Milei y, más tarde, a lo largo de 2024, agitando la ocupación de las calles junto a la Columna Mostri, en la que confluyen muchos grupos y gente suelta del transfeminismo y las disidencias sexuales, proponiéndonos desfachatadamente como “aguafiestas de los neofascismos” y convocando a conversaciones para pensar preguntas acuciantes del presente.

 

 

Este fin de año, lxs integrantes de CRI nos juntamos en mi casa para celebrarnos. Prendí el fuego para asar algo de comer y, sabiendo que hay algunxs vegetarianxs, llené la parrilla de verduras —choclos, berenjenas, morrones, papas, batatas— y propuse sumar una penca de salmón para lxs no vegetarianxs. Se armó, en ese grupo —en el que el afecto y la confianza son enormes—, una larguísima y empantanada discusión sobre si correspondía solidarizarse con lxs vegetarianxs y prescindir de que hubiera algo de origen animal. De golpe, nuestra propia celebración corrió el riesgo de explotar por los aires, reclamando solidaridad pero sin lograr ejercerla. Por un instante, se hizo patente hasta qué punto las lógicas punitivistas, inoculadas al interior de nuestros movimientos y grupalidades, horadaban nuestras relaciones micropolíticas.

 

4.

Termino de escribir estas líneas en las vísperas de lo que percibimos como un umbral: el sábado 1 de febrero, en toda Argentina (y en otras partes del mundo) se está autoconvocando una marcha del orgullo antifascista y antirracista LGTBINBQ+, respuesta que se prevé multitudinaria, diseminada y transversal a la declaración de guerra a las disidencias sexuales, los feminismos, el activismo medioambiental y cualquier indicio de lo que llama despectivamente “wokismo”. 

 Entre la infinidad de carteles, pintadas y flyers que están circulando para convocar a este gran movimiento de respuesta, encuentro este pequeño aviso: una galería céntrica abre solidariamente sus puertas y presta su baño y su heladera a lxs manifestantes, para hacer más fácil la jornada.

 

 

Temiendo la magnitud que está asumiendo esta articulación inédita y urgente, la fuerza incontenible de nuestra furia (¡furia travesti!) y nuestra fiesta en las calles, Milei salió a retractarse y minimizar sus dichos: que “los homosexuales son pedófilos”; que iba a “perseguir a los zurdos hasta el último rincón”; etcétera, etcétera. Pero todxs lo escuchamos muy claro y sabemos muy bien cómo sus amenazas de exterminio producen odio, expanden violencias y generan miedo. En un mundo que parece construido por fake news, nosotrxs sabemos —en los cuerpos, en las vidas y en las muertes— que las palabras producen efectos muy concretos y rotundos, reales. Por eso estamos en las calles continuando una lucha que lleva muchas generaciones y experiencias, cuando apenas un puñado de valientes desafiaron, desde hace décadas, un poder autoritario y una sociedad mayoritariamente prejuiciosa. 

 

Hoy somos multitud. Y al clóset no volvemos nunca más.

 

 

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[Fotografía de portada por Jose Nicolini cortesía de la autora]

1.

Soñar juntxs, propone la carta editorial de Terremoto mientras nos incita a un ejercicio de auto-arqueología. “Si no nos dejan soñar, no lxs vamos a dejar vivir”, lanzó alguien ante la multitudinaria asamblea antifascista LGTBIQ+ autoconvocada de manera espontánea y urgente el sábado 25 de enero de 2025. Nos reunimos más de cinco mil personas en el Parque Lezama, en la zona sur de la ciudad de Buenos Aires, Argentina. El mismo parque que Pancho Casas —uno de los integrantes, junto con Pedro Lemebel, del mítico dúo chileno Yeguas del Apocalipsis, surgido en los años ochenta— propuso a la asamblea renombrar como Néstor Perlongher, autor del poemario Parque Lezama (1990), en invocación al antropólogo, poeta y marica militante fundador del Frente de Liberación Homosexual en los años setenta.

 

Los lugares tienen memoria, y fue en ese mismo parque Lezama/Perlongher que mi madre aprendió a patinar siendo niña; que escuché por primera vez, en vivo, al músico Luis Alberto Spinetta en 1984 —recién regresada al país, después de ocho años de exilio de mi familia; que me enteré, junto a muchxs otrxs amontonadxs delante de la tele del bar Británico, que empezaba el estallido social el 19 de diciembre de 2001, en la misma precisa esquina de las calles Defensa y Brasil que eligió la Brigada Argentina por Dilma —iniciativa colectiva, impulsada en 2011 por el artista Roberto Jacoby, apoyando a la entonces candidata a la presidencia de Brasil, Dilma Rousseff— para empapelar los muros con mucho engrudo y carteles que decían “AMÉRICA DILMAMÉRICA. Apoyemos a Dilma. Si pierde, perdemos”. 

Fue ahí mismo, el 30 de junio de 1985, que el Grupo de Acción Gay, junto a la recién nacida Comunidad Homosexual Argentina, apenas terminada la dictadura militar, organizó el primer encuentro de visibilidad homosexual, reclamando el derecho a una sexualidad libre. En una de las pocas fotos que existen de aquella histórica jornada, exactamente bajo los mismos árboles que sesionó la asamblea hace pocos días, se ve una bandera portada por apenas un puñado de activistas gays y lesbianas que dice “el sexo al gobierno, el placer al poder”. La reivindicación del sexo como política, como irrupción desobediente, como derroche insolente.

 

 

 

 

 

2.

Los lugares tienen memoria. Y las palabras también: guardan capas y pliegues, retículas de sentido que se conectan, se solapan y se contaminan. Así, la palabra solidaridad me lleva inexorablemente al nombre del sindicato polaco Solidarność,

liderado por Lech Walessa, que enfrentó en los años 80 —a través de una fuerte alianza con la Iglesia Católica— al régimen comunista en Polonia. Su logo de bandera roja y blanca flameante sobre una multitud fue retomado en el periódico trotskista argentino Solidaridad Socialista, en el que llegué a ser cronista hacia 1990 (parapetada en un seudónimo que no confesaré). Semana a semana, escribía notas que reiteraban una fórmula obligada, hablasen de lo que hablasen: empezaban responsabilizando al capitalismo y terminaban señalando que el socialismo es la única e inexorable salida. Aunque, claro que hay una vasta tradición de izquierdas apelando a la idea de solidaridad. Banderas, consignas, movimientos y periódicos llamando a la solidaridad internacionalista y a la fraternidad obrera y campesina. 

 

Los lugares tienen memoria. Y las palabras también: guardan capas y pliegues, retículas de sentido que se conectan, se solapan y se contaminan. 

 

Alguna vez, un sábado por la mañana, caminando por el barrio porteño de La Boca, había entrado a un viejo local de la FORA (Federación Obrera Regional Argentina), la central obrera anarquista fundada en 1901. Dentro me topé con los restos (materiales pero también discursivos) de un cartel llamando a juntar víveres para lxs hambrientxs en Rusia. Debía ser de 1918 o 1919, poco después del triunfo de la revolución soviética y en medio de las penurias de la primera guerra mundial. Esa reliquia de tela que alguna vez fue blanca, y ahora estaba cubierta de polvo y telarañas, colgaba junto a otra descolorida bandera negra y roja, igualmente raída, llamando a integrar las brigadas internacionales que se sumaron a la guerra civil española. La palabra solidaridad no aparecía explícitamente escrita en ninguno de estos dos carteles pero latía fuerte en el corazón de aquella supervivencia. 

 Una presencia se agita vívidamente en mí al invocar aquel encuentro entre tiempos; esa cita entre generaciones: en el local vacío, sentado en una desvencijada silla, silencioso pero atento, nos pispeaba un anciano militante anarquista, como la carnadura viva de aquellas historias, sorprendido de esa irrupción juvenil y, a la vez, replegado en su mutismo.

 La resonancia incontenible que en el último año tiene en todos los rincones del mundo: la lucha del pueblo palestino y la denuncia del genocidio en Gaza puede leerse, de algún modo, como la vida contemporánea de esos viejos carteles raídos. Aprendimos, allí, la concepción de la solidaridad que nutrió el internacionalismo: no sólo se trata de empatía y apoyo a otro pueblo, sus penurias y sus revueltas, sino de hacer presente que lo que suceda en otra parte del mundo repercute de manera indiscutible en nuestras propias existencias, dirimiendo un destino común.

 

3.

Pero la memoria también guarda, en sus pliegues, el futuro. ¿Qué nos dice, en tiempo presente, la palabra solidaridad? ¿Cómo podemos agitar esas aguas en medio del auge de extremo individualismo, la desconfianza y el miedo a lx otrx, la belicosidad y el ánimo de linchamiento que sacuden cualquier colectividad en estos tiempos? No puedo dejar de asociar la potencia política de la solidaridad a la idea de comunidad. Construir con otrxs, por otrxs, entender las vidas en interdependencia y en urdimbre. Adherir a lo común como proyecto político y necesidad vital. No sólo sé que no puedo vivir sin otrxs, sino que tampoco quiero hacerlo.

 

La solidaridad practicada como sortilegio contra el sálvese quien pueda.

 A la vez, no quiero negar o minimizar los efectos devastadores que las lógicas del capitalismo contemporáneo ha socavado en esos proyectos, sean de la escala que sean. En estos días, atenta a este ejercicio de escritura, tomé nota de tres situaciones alrededor, que nos pueden ayudar a aproximarnos al nudo contradictorio de la solidaridad, a los límites o tensiones que atraviesan la construcción de comunidad.

 El primer caso que mencionaré es el de la Biblioteca Popular Mutual y Social Constancio C. Vigil, llamada coloquialmente “la Vigil”, situada en el barrio sur de Rosario. Éste es un barrio obrero muy pobre que, en los sesenta, fue cuna de una iniciativa comunitaria que impulsó una editorial con cientos de títulos que se repartían, mes a mes, a lxs socixs; apostando por conformar, en cada casa, una biblioteca popular. Albergó, también, una escuela de música para lxs pibxs del barrio, un observatorio astronómico con el mejor telescopio de la región, e incluso la experiencia pedagógica de una isla sobre el río Paraná, poblada por nutrias y otras especies autóctonas. La Vigil que, por cierto, financió una parte de los gastos que demandó la conocida acción artístico-política colectiva Tucumán Arde en 1968, fue ferozmente perseguida: secuestrada su gente, saqueadas sus instalaciones, robado su telescopio y finalmente clausurada durante la última dictadura militar. Recién, ya en democracia y mediante un largo juicio, la comunidad del barrio logró recuperar lo que quedaba de aquel edificio, al menos su esqueleto vaciado. Ya no había colectivo que pudiera sostenerlo: habían sido encarceladxs o exiliadxs, habían abandonado sus militancias barriales, habían fallecido o ya no estaban allí. La mítica Vigil reabrió sus puertas como pálida sombra de lo que había sido, y fue ocupada por sucesivos proyectos partidarios o de gestión municipal. Pero hay un gesto que quiero recuperar; otro encuentro entre generaciones: el nieto del astrónomo que había montado el observatorio en los sesenta consiguió reponer el lente saqueado y, ahora, desde la noche del barrio sur de Rosario, de nuevo se puede ver el cielo mucho más cerca.

 

 

El segundo caso trata sobre una pareja amiga que es (aunque quizá desearía ya no serlo) parte de una pequeña comunidad de amigxs, cómplices intelectuales y políticos, la cual decidió apostar por un proyecto colectivo: compraron un terreno común en una preciosa playa, un médano en un bosquecito de pinos desde donde se llega a ver y escuchar el mar. Fueron construyendo sus casitas para pasar el verano en común (incluso soñando con mudarse de manera permanente, inventarse otra vida, envejecer allí, escribiendo y nadando). Pero la amistad, como otras formas del amor, no ocurre para siempre y puede deshacerse. Y, entonces, esa apuesta por lo común devino en un dilema sobre cómo gestionar el cotidiano y las decisiones a futuro, e incluso lidiar con el deseo de preferir ni siquiera cruzarse. El lugar persiste y es muy bello, pero lo que fue un impulso colectivo se torna a veces en un escollo práctico y una traba legal para darle alguna forma que se acomode afectivamente a lo que el estado actual de las relaciones político-afectivas habilita.

 Por último, el tercer caso tiene que ver con los modos en que el fascismo hace mella en la comunidad política afectiva en la que me reconozco. En 2022, poco después de regresar a vivir a Buenos Aires, empecé a acompañar de cerca la experiencia de Casa Cultural Pringles ATR (Autonomía Territorial Reparadora), una vivienda ocupada en la que vivían mujeres y disidencias sexuales que habían pasado por la cárcel o distintas situaciones de violencia. El espacio se sostuvo a través de una serie de alianzas inesperadas, con el barrio y con artistas e intelectuales, desplegando un merendero, clases de apoyo escolar, talleres de escritura de fanzines, talleres de autodefensa y una exposición colectiva de arte contemporáneo sobre qué significa habitar una casa. 

 

 

Allí se inició —bastante antes de que Milei ganase las elecciones— el llamado a conformar un frente antifascista, término que hasta hace poco sonaba un poco anacrónico y que ahora parece haber cobrado nueva vida, por su capacidad de abroquelarnos aún en la diferencia. A mediados de 2023, en una fría mañana de invierno, lxs nueve habitantes de Casa Pringles y sus hijxs fueron desalojadas con sus cosas por un descomunal operativo de 200 policías y funcionarixs del gobierno de la Ciudad. Con esta violencia, se interrumpió una posibilidad de vida colectiva que apuntaba a provocar un desvío y torcer un destino prefijado (“A la calle y a la cárcel no volvemos nunca más”, cantan las compañeras de YoNoFui, el colectivo anticarcelario que impulsó Casa Pringles, y que hace más de veinte años milita con personas presas o que atravesaron la experiencia carcelaria). Un año más tarde, en diciembre de 2024, se funda Casa Andrea, una nueva vivienda colectiva impulsada por YoNoFui, junto a No Tan Distintes, otros colectivos solidariamente cómplices de mujeres y travestis viviendo en situación de calle. Entre sus habitantes está Sofía, la única sobreviviente del triple lesbicidio de Barracas, ocurrido cuando un vecino prendió fuego a la habitación de pensión donde dormían dos parejas de lesbianas, hace menos de un año. Una casa para contraponer la incitación al odio y la crueldad, el afán de exterminio, la difícil construcción colectiva de una vida en común entre las rotas, las dañadas y las raleadas del mundo.

 En el lapso que va desde el final de Casa Pringles hasta Casa Andrea, fundamos CRI (Comité Revolución Imaginaria), un colectivo transfeminista que impulsó una serie de asambleas autoconvocadas que llamamos REA (Rondas de Escucha y Agite) durante la última campaña electoral, ante la posibilidad cada vez más cierta de que se impusiera Milei y, más tarde, a lo largo de 2024, agitando la ocupación de las calles junto a la Columna Mostri, en la que confluyen muchos grupos y gente suelta del transfeminismo y las disidencias sexuales, proponiéndonos desfachatadamente como “aguafiestas de los neofascismos” y convocando a conversaciones para pensar preguntas acuciantes del presente.

 

 

Este fin de año, lxs integrantes de CRI nos juntamos en mi casa para celebrarnos. Prendí el fuego para asar algo de comer y, sabiendo que hay algunxs vegetarianxs, llené la parrilla de verduras —choclos, berenjenas, morrones, papas, batatas— y propuse sumar una penca de salmón para lxs no vegetarianxs. Se armó, en ese grupo —en el que el afecto y la confianza son enormes—, una larguísima y empantanada discusión sobre si correspondía solidarizarse con lxs vegetarianxs y prescindir de que hubiera algo de origen animal. De golpe, nuestra propia celebración corrió el riesgo de explotar por los aires, reclamando solidaridad pero sin lograr ejercerla. Por un instante, se hizo patente hasta qué punto las lógicas punitivistas, inoculadas al interior de nuestros movimientos y grupalidades, horadaban nuestras relaciones micropolíticas.

 

4.

Termino de escribir estas líneas en las vísperas de lo que percibimos como un umbral: el sábado 1 de febrero, en toda Argentina (y en otras partes del mundo) se está autoconvocando una marcha del orgullo antifascista y antirracista LGTBINBQ+, respuesta que se prevé multitudinaria, diseminada y transversal a la declaración de guerra a las disidencias sexuales, los feminismos, el activismo medioambiental y cualquier indicio de lo que llama despectivamente “wokismo”. 

 Entre la infinidad de carteles, pintadas y flyers que están circulando para convocar a este gran movimiento de respuesta, encuentro este pequeño aviso: una galería céntrica abre solidariamente sus puertas y presta su baño y su heladera a lxs manifestantes, para hacer más fácil la jornada.

 

 

Temiendo la magnitud que está asumiendo esta articulación inédita y urgente, la fuerza incontenible de nuestra furia (¡furia travesti!) y nuestra fiesta en las calles, Milei salió a retractarse y minimizar sus dichos: que “los homosexuales son pedófilos”; que iba a “perseguir a los zurdos hasta el último rincón”; etcétera, etcétera. Pero todxs lo escuchamos muy claro y sabemos muy bien cómo sus amenazas de exterminio producen odio, expanden violencias y generan miedo. En un mundo que parece construido por fake news, nosotrxs sabemos —en los cuerpos, en las vidas y en las muertes— que las palabras producen efectos muy concretos y rotundos, reales. Por eso estamos en las calles continuando una lucha que lleva muchas generaciones y experiencias, cuando apenas un puñado de valientes desafiaron, desde hace décadas, un poder autoritario y una sociedad mayoritariamente prejuiciosa. 

 

Hoy somos multitud. Y al clóset no volvemos nunca más.