Extracto - Argentina México

Sol Henaro, Mauro Giaconi

Tiempo de lectura: 11 minutos

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26.02.2020

"Temporada de plomo" de Mauro Giaconi

EXTRACT es una sección en la que compartimos fragmentos de textos publicados en los libros de Temblores Publicaciones, el sello editorial de Terremoto. Presentamos el tercer extracto de esta sección, «Dibujar quitando» que forma parte de Temporada de plomo, el primer catálogo monográfico exhaustivo del artista argentino Mauro Giaconi. Esta publicación inaugura la Colección de Monografías, y es producido con el apoyo de la galería Arróniz.

Una conversación en movimiento entre Mauro Giaconi y Sol Henaro
(Oaxaca a Ciudad de México, 21 de octubre 2019)

SOL HENARO: Estamos en plena carretera secundaria debido a un bloqueo, así que no hagamos algo cronológico… partamos de pivotes y que la plática fluida sea la que nos conduzca literalmente, en plena deriva… Comencemos por el lugar que ocupa el dibujo en tus intereses, ya que es una suerte de común denominador en tu producción.

MAURO GIACONI: Creo que el dibujo traza todas las etapas, desde chico. Fue una curiosidad desde siempre, quizás por cierta influencia de mi madre. Ella es artista, una gran ceramista y recuerdo pasarme horas, tardes enteras jugando y dibujando en su taller. Recuerdo también en la primaria intercambiar dibujos por tareas de otras materias. Más tarde, en las nebulosas tempranas para optar por una formación profesional y sin los referentes muy claros, comencé la carrera de arquitectura con la única excusa de que era una carrera que no me alejaría tanto del dibujo; y claro, era una carrera con una perspectiva profesional clara. Recuerdo que en aquel entonces en la FADU (Facultad de Arquitectura Diseño y Urbanismo) se debatía sobre el dibujar los planos a mano o en AutoCAD… había algo especial en ese debate, en la relación física del dibujo versus el uso de la tecnología para dibujar que me interesaba mucho: la relación analógica o no del cuerpo con el dibujo. 

S.H. No concluiste arquitectura, ¿por qué?

M.G. Cursé tres años únicamente. En cierto punto entendí que no me interesaba el quehacer promedio del arquitecto, es decir, me interesaba la parte formal y social de la arquitectura, pero no era una discusión que se daba en la carrera en ese momento, que estaba más enfocada hacia lo funcional. Eso no me cerraba y perdí el interés en ser arquitecto, por lo que combiné el final de esa etapa con una segunda formación en la escuela de arte Prilidiano Pueyrredon. Cursaba las dos en paralelo, aunque pronto entendí que no sería sencillo sostenerlas simultáneamente, así que opté por artes.

S.H. Hay una obra de transición que me parece relevante, Construcción de un dibujo en obra, donde aparece un maridaje entre aspectos de tu formación en arquitectura y tú exploración decididamente artística…

M.G. Esa pieza la concreté en 2005 y en ella me apropio de un gesto de las construcciones, de cuan – do pintan los vidrios con cal y donde luego la gente deja sus marcas o sus dibujos raspando la pintura. Desde entonces me gustaba dibujar quitando, de – velando. Ahí comencé a usar esa técnica, dibujar raspando y comencé también a preguntarme por lo que está detrás del dibujo: si como visitante no tenías la curiosidad de asomarte por el vidrio dejabas fuera una parte importante de la pieza. Entendí la posibilidad de manipular o de controlar ese tipo de distancias, de capas y poner en evidencia la relación con el cuerpo del otro.

S.H. El registro fotográfico no permite ver con detalle cómo el dibujo sobre el vidrio generaba un juego de sombras y dibujos proyectados hacia el interior del cubo.

M.G. Claro, ese objeto es un prisma, un espacio encerrado compuesto por cuatro vidrios de 250 x 200 cm de lado, pintados con cal, y cada lado portaba estos dibujos raspados sobre la superficie. Eran dibujos muy simples y fríos, medio arquitectónicos: un sillón, un volquete de escombros, una cama y una escalera derrumbada. Cada lado tenía una proyección de luz de 45 grados que generaba un quinto dibujo de luces y sombras en el interior del prisma y que sólo se veía si te asomabas por las raspadas. Me gustaba la dualidad de ese dibujo mecánico, racional, frío y que resultaba en esa imagen entreverada oculta en el centro.

S.H. Ya pasó tiempo y, si bien tu quehacer ha mutado y madurado, hay algo que persiste, no sólo por el ejercicio del dibujo sino precisamente por esa relación lúdica con el mismo. Te escucho y claro, en realidad el dibujo ya aparecía desde ahí a través de la sombra y el dibujar quitado. ¿Recuerdas haber visto algo particular que encendió tu curiosidad en esa dirección?

M.G. Debe haber muchos referentes que ahora no recuerdo, pero el más claro para mí es cuando comencé a trabajar en restauración en 1998. Limpiabamos para ver qué había detrás, develando las capas de pintura y de la historia de un edificio; utilizábamos también mucho la goma de borrar que, como ves, también es un elemento que integro y uso mucho en mi obra. Recuerdo un mural de 200 m 2 de Centurión en el edificio del A.C.A. (Automóvil Club Argentino) en el que trabajé durante su restauración; como era acuarela no se podía lavar, así que tuvimos que borrar con goma toda la superficie… había algo allí en lo repetitivo, medio mántrico, que sigo recuperando en mi producción.

S.H. Pensando en tu origen argentino con cimientos uruguayos y residencia en México, ¿qué piensas del arraigo físico y simbólico? Simbólico, por ejemplo, en tu apego al dibujo. ¿Te sientes acaso en cierto modo extranjero fuera del dibujo?

M.G. Creo que me siento inseguro fuera del dibujo más que extranjero. A pesar de salirme de él constantemente siempre regreso al dibujo. Conserva algo doméstico para mí; es como cuando necesitas calor afectivo y regresas a casa, el dibujo es más eso, como un refugio, pero portátil. Eso hace del dibujo un lugar de contención donde puedo pensar más cómodamente.

S.H. Es un buen compañero, pero aunque el dibujo es una especie de común denominador en tu obra, pasas constantemente a la tridimensión, como en Páramo.

M.G. Páramo fue una experiencia reveladora para mí. Al regresar de mi primer viaje a México en el 2007, invité a José Luis Landet y Omar Barquet a una residencia improvisada en mi casa en Buenos Aires, seguida de una exposición. Estuvimos trabajando esa experiencia durante un mes y medio de forma intensiva, día y noche… Aprendí mucho de ellos, recuerdo que bocetábamos en el papel de envoltura de las facturas (pan dulce), que luego utilizamos para la invitación de la expo. Pero la tridimensión aparece mucho antes de esa obra en una época en la que tuve muchos problemas de columna que no me permitían desarrollar un trabajo físico real, pues no podía estar parado. A partir de esa imposibilidad, que enmarcó mi trabajo, comencé a utilizar el dibujo como herramienta, quizás más cercano a cómo un arquitecto trabaja en tanto que boceta y otro construye. El dibujo me servía para comunicar lo que quería. En Construcción de un dibujo en obra lo que me parece que comienza a develarse, vinculado a esa experiencia física, fue trabajar con la fragilidad del material. El vidrio como soporte me parecía potente. 

S.H. Volveremos a la relación con el cuerpo, pero, justo en este trasladar ideas a la escultura, al objeto, ¿qué pasa con la ruina? Este es otro elemento constante en tu obra: la ruina, las piedras… Aparecen en varios proyectos, entre ellos: Desde el fondo del tiempo, Sembrar la duda o Tiene un destino de nube.

M.G. Sí, esas son recientes y quizás más evidentes, pero antes de ellas me interesaba pensar en la “arquitectura frágil”. Claro, mucho antes de entender lo que realmente era una arquitectura frágil durante el temblor del 19S. Antes de esa experiencia –que modificó mi percepción– lo que me interesaba era la falla, la fragilidad del contenedor, del cuerpo contradictorio que sostiene y aprisiona. Esa tensión era recurrente, pensaba la ruina más como una metáfora espiritual, pero también política. Vengo de una familia exiliada con familiares que fueron presos políticos… no sé, creo que desde pequeño me parecía que estaba todo roto, descompuesto y que, para solucionarlo, había que seguir rompiendo. Hasta mi cuerpo se rompió un día. 

S.H. ¿En qué año fue eso? 

M.G. Año 2000 aproximadamente. Anterior a eso viajaba mucho de “mochilero” y maltraté mucho mi espalda. Creía que podía con todo, pero mientras trabajaba en la restauración del edificio de Tribunales en Buenos Aires tuve un accidente en la obra. Ese fue mi último trabajo en restauración y desde entonces vivo en un cuerpo muy frágil. 

S.H. Manejas cierta economía de los elementos, una cierta practicidad… Un buen ejemplo es Línea necia, donde pasaste cuatro horas clavando mil lápices contra la pared, lo cual para tu columna no debe ser poca cosa… ¿En qué momento te separaste del bastidor? 

M.G. Esa practicidad en los materiales se fue desprendiendo poco a poco de mis problemas de columna, creo que nunca estuve metido en el bastidor. Recordé a Helena Almeida, artista portuguesa que cuestionaba el bastidor y se salía de éste, y que fue referente para un trabajo final de la carrera en la cátedra de Carolina Antoniadis. Al bastidor no lo niego como una posibilidad, pero me interesa mucho la economía o cierta precariedad del material con el que se está trabajando, su memoria, utilizar el residuo, el rincón que ya existe, materiales de descarte. En mi última serie de dibujos, la mayoría de las páginas de libros o publicaciones que utilizo son compradas por kilo, son residuos que ya no se venden por su contenido, pues se utilizan para rellenar bibliotecas. Esa característica residual del material me interesa mucho para re-significarlo y darle otra lectura. En cuanto a los soportes tradicionales, recurrí a ellos en varias etapas.

S.H. Dentro de una lógica de circulación personal…

M.G. Sí, dentro de una lógica de practicidad para explorar y construir cierto glosario de gestos que luego se trasladarían a otra experiencia. Muchos de esos trabajos nunca se mostraron, incluso se fueron transformando en otra cosa. Por ejemplo, la pieza Partir, que es una intervención a muro, salió simplemente trasladando a la pared todas las imágenes que venía trabajando en soportes “tradicionales”. Para mí fue una revelación importante transformar el dibujo en tridimensión, romper la pared, la arquitectura, el espacio. Las intervenciones a la arquitectura son algo que desde siempre estuve explorando, incluso desde que era estudiante: intervenciones con sumideros, con el tiralíneas, que es una herramienta de la construcción para trazar líneas de tiza; siempre en esa línea de fracturar la percepción del muro, pero en este caso se conjugaron muchos intereses de forma muy orgánica. 

S.H. ¿La de las mamparas recortadas? ¿Te refieres a Impermanencia

M.G. Esa es posterior, aunque está relacionada en cierto modo. Me refiero a esa serie de intervenciones a muro que luego se continuó en el 2012 con Temporada de plomo, donde dibujamos y borramos durante veinte días lo que estaba del otro lado del muro, jugando con esta idea de vencer ese límite hasta invisibilizarlo, engañarlo. Dibujábamos en la mañana lo que recordábamos que estaba del otro lado de la pared y al final del día lo borrábamos, y al día siguiente lo mismo. Entonces, ese paisaje se compuso a partir de capas y de la propia descomposición del material. El dibujo termina por tener este espíritu casi apocalíptico, como si suspendieras una detonación o algo así: es un intermedio entre estar despierto y soñando. Captar esas tensiones entre dos estados siempre me interesó mucho: en México estaba en pleno la guerra contra el narco y al mismo tiempo en la Colonia Roma todo estaba limpio y en su sitio, así que dentro del espacio me interesaba que esos contrastes entraran en fricción. Cuando terminó la exposición se pintaron las paredes de blanco y ahí quedó, fue una experiencia. Ahí comienzan a aparecer estas situaciones más efímeras, el reaccionar a un contexto específico y hacer una anotación temporal sobre esa realidad. 

S.H. Pero, ¿cómo haces con eso? Porque sueles responder al contexto específico, no es que traes una obra y la emplazas en cualquier sitio… Trabajas con esas condiciones, con ese espacio, con las limitaciones o las posibilidades. Y, precisamente, pensaba en el momento posterior: ¿cómo haces en términos de mercado y circulación? ¿Qué sucede con el mural que está hecho ahí y se cancela al terminar el proyecto o exposición? Si adquieren una de esas piezas, ¿cómo sería el manual o instructivo de montaje? Esa operación siempre implica un segundo reto… ¿cómo lo resuelves?

M.G. Decido no resolverlo, ya que muchas de las piezas sólo existen en el sitio. Hay algo de lo presencial que cuesta mucho trasladar a una lógica de manual, y hasta sería contraproducente. Muchas de estas experiencias quedan circulando más desde la memoria, el archivo o en el voz a voz. Está bien que no sea algo perdurable y no lo pienso desde una cuestión de “lo efímero”, sino con una condición fundamental para la experiencia física con la obra. Es una capa más de significado que se le suma a la obra y que está en diálogo directo con el cuerpo del otro. En el fondo, esta condición me gusta: parecería que si una obra no puede perpetuarse es un fracaso. Yo lo entiendo como un compromiso mayor aún con las imágenes que se producen, apostar a que serán vistas por las personas justas. 

S.H. Como un deseo…

Encuentra este texto completo en la versión impresa de Temporada de plomo aquí.

Notas

  1. Translator’s note: the Spanish words obra (work, also meaning work of art) and construcción (which implies both the building site and the process of construction) are interchangeable and in this work’s title work is a pun between the work of art and the building site.

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