Edición 8: La cuestión del sí

Brenda Lozano

Tiempo de lectura: 4 minutos

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03.04.2017

The still, the turbid

Lo quieto, lo turbio

Se cuenta esta historia:

Un viejo viudo tenía una bella hija de dieciséis años que sufría de un grave mal de los ojos que ningún médico podía curar. Una y otra vez había acudido a casa del curandero para que lo ayudara pero éste se había negado a recibirle. Tiempo después la joven quedó ciega y el viudo resolvió ir de nueva cuenta a casa del curandero, quien al escuchar su relato, dijo espontáneamente: “Lleva a tu hija al otro lado del río. Cuando llegues al centro del pueblo vecino, espera y escucha a los vendedores que andan por las calles y pregonan sus mercancías, cada uno con su tonada particular. Aquel vendedor cuyo pregón y melodía te guste más es quien puede curar a tu hija”.

El hombre hizo tal como le dijo el curandero, y antes de que aclarara la mañana, en una balsa cruzó con su hija el quieto río que dividía los dos poblados; la línea recta de agua le producía calma, estabilidad, y divagaba tranquilamente en ese y otros pensamientos cuando llegaron al poblado vecino. Dejó a su hija en una posada. En el centro del pueblo vecino encontró a un hombre que voceaba flores silvestres con una melodía que le agradó tanto como los colores de las flores, brillantes como luciérnagas. Le compró a su hija unas minúsculas flores amarillas, las más brillantes de todas, y le pidió al hombre que esa misma tarde trajera a su posada más flores como esas para su joven hija. El vendedor entró a la habitación, cargaba las flores en la espalda; el hombre cerró la puerta con llave, le contaba al vendedor lo que había dicho el curandero cuando el vendedor gritó: “No me interesa, déjame salir ahora o te corto los dedos como esta mañana corté los ramos en el bosque”. El viudo, aterrorizado, le abrió la puerta. El vendedor desapareció y la joven, curada al instante, le agradeció las demasiadas flores amarillas a su padre.

 

También se cuenta esta historia:

Una bella joven de dieciséis años cuidaba de su padre viudo y melancólico. Una vez, la joven tuvo un sueño inquietante en el que buscaba a su madre en el bosque hasta caer la noche. En el camino encontró un enjambre de luciérnagas entre los altos y demasiados árboles secos; admiraba a las luciérnagas volando entre las ramas bajas cuando, de pronto, le pareció ver a su madre detrás del enjambre, a lo lejos entre los árboles, pero las luciérnagas se movieron de tal modo que la perdió de vista. A la mañana siguiente, la joven no quiso entristecer más a su padre con el relato de su sueño y lo guardó para sí. Esa noche comenzó a sufrir un grave mal en los ojos que ningún médico podía curarle. En el pueblo había un curandero de estatura baja al que le gustaba beber y generalmente escupía al hablar, célebre por sus dotes clarividentes. Se sabía que el aguardiente de raíz agudizaba sus dotes y se sabía que comía hongos del bosque para afinarlos aún más. El tiempo pasó sin que el curandero los recibiera ni los médicos pudieran encontrar la cura al mal que aquejaba a la joven, hasta que una mañana despertó sin dejar atrás la oscuridad de la noche. En la ceguera, el oído comenzó a guiarle los pasos y una de esas tardes la voz de su padre dijo espontáneamente: “Hay un regalo que quiero hacerte, hija, pero debemos ir al pueblo vecino, mañana cruzaremos el río en una balsa al despuntar el alba.”

La joven hizo tal como dijo su padre, y en balsa cruzaron el río turbio que dividía los dos pueblos. La línea zigzagueante, inestable del agua la inquietaba, presentía el peligro de caer en medio de esa oscuridad en la que de pronto se había sumergido, como si estuviera siempre al centro de esa oscuridad, pero le gustaba la sensación del ir y bajar, lo impredecible del camino en la oscuridad; la ansiedad, pensó, de no saber hacia dónde se dirigían. Guiada por la voz de su padre, pronto llegaron a la posada, él le pidió que lo esperara allí. La joven se quedó dormida en la silla con la cabeza recostada en una mesa de madera al lado de una chimenea aún tibia. Sus brazos le rodeaban la cara cuando la despertó el ruido de un portazo: vio muchas, demasiadas flores amarillas parecidas al enjambre de luciérnagas en su sueño que no le permitió ver a su madre de nueva cuenta, como si a pesar de no poder volverla a ver ni en el sueño ni en ese momento, la ceguera hubiese sido un quieto y turbio paréntesis.

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