20.12.2021
A propósito del Festival de Performance «Reunión», que sucede en Honduras cada dos años en zonas protegidas por su importancia medioambiental, la curadora Karon Corrales y el artista Adán Vallecillo reflexionan sobre la posibilidad de las prácticas artísticas como herramientas de resistencia y transformación ante la amenaza capitalista que atenta contra el territorio.
A inicios del año 2019, solo apenas unas semanas antes del confinamiento total, nos encontrábamos trabajando junto con les curadores Adán Vallecillo (HN) y Andreas Wagner (CH) en lo que prácticamente sería la última actividad pre-pandémica dedicada al arte: el segundo festival de performance Reunión que se llevó a cabo en la isla de “El Tigre”. Muchas de las actividades fueron desarrolladas en parte de lo que alguna vez fueron zonas protegidas por su importancia medioambiental y que ahora serán expropiadas por el propio estado de Honduras en complicidad con capital transnacional, despojando a quienes residen en estas zonas debido a una nueva Ley referente a la creación de las Zonas de Empleo y Desarrollo Económico (o ley ZEDE).[1]
¿Existen universos donde reconocemos las injusticias sociales y violaciones a la memoria de los pueblos para responsabilizarnos por las mismas?
Esos universos se originan en la existencia y resistencia de aquellos territorios defendidos algunas veces hasta la muerte de activistas y defensores como Berta Cáceres o Blanca Jeanneth Kawas.
Las voces de pueblos y territorios que han permanecido en resistencia, denuncian centenares de violaciones a los DDHH así como violencias que atentan contra la autonomía territorial han sido sistemáticamente silenciadas. ¿Cómo nos interpela ese silencio impuesto a quienes atestiguamos la violencia sistemática desde el sistema del arte? ¿Merecemos conocer las memorias de resistencia? ¿Con qué fin?
Karon Corrales (KC): Adán, como sabes, Honduras es considerado uno de los países más peligrosos del mundo para aquellas personas que defienden el territorio. Según un informe de Global Witness publicado en el 2017, son altas las probabilidades de morir asesinado por enfrentarse a las empresas extractivistas. Adicionalmente, día a día incrementan los asesinatos a líderes y lideresas indígenas mismos que al parecer quedarán impunes a pesar de los esfuerzos de la comunidad internacional.
Partiendo de este duro escenario al que nos enfrentamos y qué forma parte de nuestra realidad; ¿consideras que desde nuestro papel en el mundo del arte estamos generando suficiente ruido para llamar la atención hacia esta problemática? ¿Son suficientes estos breves intentos o esfuerzos que realizamos por salir de nuestras “zonas de confort” con lo que está sucediendo?
Adán Vallecillo (AV): Tu pregunta me lleva a pensar en el impacto que tuvo el golpe de Estado de 2009 en la producción cultural local; sin duda alguna, aquél fue un punto de quiebre en todos los ámbitos de nuestras vidas y muches de nosotres reaccionamos de inmediato, salimos a las calles a protestar y fuimos reprimides de múltiples formas. Eso nos obligó a repensar el papel del arte en la lucha política. Una buena parte de la comunidad artística se integró entonces al Frente Nacional de Resistencia Popular y muches incursionaron en militancia dentro del partido Libertad y Refundación (LIBRE). Buena parte de ese sector está fuera de lo que llamas “zona de confort”: La Organización Fraternal Negra de Honduras (OFRANEH), la Red Ma(g)dalenas, el Colectivo Las Hormigas, o los Muralistas de Cantarranas; activos en organizaciones feministas y de la diversidad sexual, en el muralismo o en la educación popular. Yo diría que están fuera del radio del arte hegemónico de la economía naranja y el “nacionalismo de camiseta” que los buscan circunstancialmente de acuerdo a sus intereses.
A pesar de ello, los movimientos sociales no necesitan del mundo del arte, ya que estos tienen sus propios mecanismos de producción simbólica que se origina a partir de la indignación y la rabia frente a la injusticia y el poder neoliberal aplastante.
(AV): Por un lado, pienso que las prácticas artísticas con intenciones sociopolíticas que no se reducen al mundo del arte son esos pequeños archipiélagos que mencionas; dentro del mundo del arte, en espacios institucionales del sistema del arte hondureño y latinoamericano, llámense museos, bienales o ferias, los archipiélagos son inofensivas pues no representan ninguna amenaza al status quo, al contrario, se dejan absorber en beneficio de la capitalización del valor simbólico de la disidencia. Sin embargo, el encuentro de dichas prácticas con los públicos es de suma importancia y posibilita reflexiones que escapan al control institucional. Creo que es crucial insistir en no entender los espacios institucionales como único espacio posible para nuestras prácticas. Por otro lado, les artistas pocas veces buscan reconocimiento dentro de los movimientos sociales ya que saben de antemano que la fuerza política de dichos movimientos neutralizará cualquier aspiración de autoría o protagonismo. Un caso paradigmático en la región es el del movimiento San Isidro en Cuba, uno de los detonates de la ola de protestas en julio de 2021 que tuvieron como consecuencia un número significativo de perseguides, amedrentades y encarcelades. Sus integrantes son artistas que provienen en su mayoría de los estratos pobres y racializados de La Habana y desde allí es que han enunciando sus demandas de justicia al estado cubano en conjunto con voceras internacionales como Coco Fusco. Para mí, San Isidro y otros colectivos que trabajan contrario a las políticas represión, las lógicas neoliberales del arte contemporáneo y la “economía naranja”, son ejemplos de los archipiélagos de resistencia que mencionas. A veces están en los barrios despreciados de nuestras ciudades, como lo son comunidades del interior de Honduras como es el caso de la comunidad de Trinidad, Santa Bárbara, donde se realizan las Chimeneas Gigantes, expresiones populares en las que organizaciones barriales construyen monumentales esculturas de papel que son quemadas en el espacio público como rituales de catarsis colectiva. Pienso también en el Teatro Memorias que opera en el centro de Tegucigalpa, desarrollando un valioso trabajo pedagógico en formación teatral y presentando propuestas experimentales de fuerte crítica política.
Creo que no sería justo obviar los aportes de pequeñas comunidades en la región estimuladas alrededor o en diálogo con proyectos e instituciones como Beta Local en Puerto Rico, Ghetto Biennale en Haití, TEOR/éTica en Costa Rica, Image Art Factory en Belice, Mujeres en Las Artes en Honduras, Espira/Espora y Artefacto en Nicaragua, o Voces en Acción en Panamá y La Bienal en Resistencia en Guatemala, así como LL Proyectos y Colectivo Tábano en Tegucigalpa, por mencionar algunos ejemplos. Volviendo a tu pregunta pienso que sin duda alguna el arte ha sido y puede seguir siendo una herramienta poderosa dentro del movimiento de cambio en las matrices de poder de nuestras sociedades, sin embargo, su efectividad imaginativa seguirá dependiendo de las redes afectivas y de conocimiento, colectivas y anónimas, que son antagónicas a la lógica neoliberal del culto a la individualidad, la ganancia personal y la competencia.
(KC): Hemos visto que tu práctica tanto como curador y como artista es marcada, de cierto modo, por procesos de curaduría comunitaria: te interesa generar un acercamiento con la memoria y el territorio que habitan estas comunidades, mimosa que muchas veces conocemos muy poco. Un ejemplo de ello es el festival Reunión, ¿cómo se relaciona éste con los movimientos de defensa del territorio y los “colectivos artísticos que trabajan contrario a las lógicas neoliberales del arte contemporáneo y la economía naranja”?
(AV): Prefiero aproximarme a los lugares y las personas que me interesan con la disposición a escuchar y aprender, es la única manera que conozco de hacer trabajo de campo sin ser invasivo. La mayor satisfacción viene cuando te das cuenta que esa gente de comunidades en resistencia se interesan por lo que haces, participan y valoran la experiencia artística con verdadera pasión. De alguna manera se tejen otro tipo de rastros en la memoria afectiva que no queda reducida a la impronta del autor.
El Festival de Performance Reunión es un festival que hacemos cada dos años en Honduras, fuera de las grandes urbes. El primer Festival ocurrió en un bosque nublado (Parque Nacional La Tigra, en la zona central de Honduras) que fue uno de los lugares en el país donde empezó el saqueo de la minería transnacional y que hoy en día sufre un acelerado proceso de deforestación. Un contexto similar se evocó para el segundo festival en la islas de Amapala y Exposición, un ecosistema marino actualmente amenazado por la construcción de las muy repudiadas Zonas de Desarrollo (ZEDES). Partiendo de dichos antecedentes, en ambos festivales invitamos no sólo artistas internacionales, sino también locales, como Claudia Sevilla, Cesar Manzanares, Miguel Romero y Scarleth Rovelaz, por mencionar algunes, quienes desarrollaron propuestas que apuntaban principalmente a reconocer el territorio como un bien común que sostiene nuestra existencia.
(KC): Es crucial continuar cuestionando las oposiciones binarias entre nacionalismo e internacionalismo, localismo y cosmopolitismo, criollismo e indigenismo, o tradición y modernidad que han organizado hasta ahora muchas de las propuestas en el mundo del arte contemporáneo para comenzar a repensar nuestra relación con el ecosistema, la tierra y el territorio que habitamos. Me pregunto entonces, ¿el arte será el camino para volver a la tierra?[2] ¿De qué forma Reunión honra los cuerpos-memorias-territorios?
(AV): Me gustaría responder a esta pregunta tomando como referencia la performance de Marilyn Boror Bor, artista maya kaqchikel de Guatemala, quien participó en el segundo festival que tuvimos en Amapala.
La Ley ZEDE permite que nuevas empresas, países o fuentes de capital de inversión se apoderen de muchas de las zonas protegidas de nuestro país; ejerciendo su propia soberanía como Estado a través de una violación al principio de no intervención y a la libre autodeterminación de los pueblos.
Amy J. Elias & Christian Morarou, The Planetary Turn. Relationality and Geoesthetics in the Twenty-First Century. (EE.UU.: Northwestern University Press, 2015)
Comentarios
No hay comentarios disponibles.