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21.01.2019

El resultado imprevisible de la exposición mutua

Un diálogo entre Ruth Estévez y María Berríos sobre la Escuela de Arquitectura de Valparaíso en Chile y la exposición «Del Tercer Mundo» en La Habana como referentes históricos en relación al concepto de colaboración y el cuestionamiento de la autoría.

En el centro de esta sociedad capitalista tardía en la que vivimos radica una paradoja: una producción de subjetividad hiper-individualista que enfatiza la experiencia personal, pero que al mismo tiempo es posible gracias a la continua cooperación, producto del intercambio de conocimientos y técnicas heredadas a partir de las cuales nos hemos constituido como sociedad.
Dentro de la esfera del arte, el trabajo colectivo, ya sea desde la propia concepción de la obra hasta la experiencia grupal en la que se incluye al receptor/espectador, ha sido densamente investigado y puesto en operación en las últimas décadas a partir de diferentes modelos de acción. Pero los trabajos de creación colectiva, tal y como lo entendemos hoy en día, son sin duda la reverberación de un proceso histórico donde los discursos artísticos se vieron marcados por (o reflejaban) las agitaciones sociales y momentos de crisis, como, por ejemplo, durante las revueltas estudiantiles de 1968, o tras la caída del muro de Berlín en 1989. Situaciones que reconducían las formas de operar en conjunto en contraposición al poder hegemónico, a partir de acontecimientos que proponían una nueva ecología de saberes y formas de diversificar el poder, problematizando la extrapolación entre el individuo y la colectividad.
Ruth Estévez: María, en los últimos años has realizado varias investigaciones en torno a procesos de creación colectiva en Latinoamérica. En concreto, hay dos casos que me parecen especialmente relevantes, aunque sus orígenes y temporalidades sean distintos. En concreto me interesa tu investigación sobre el trabajo desarrollado por la Escuela de Arquitectura de Valparaíso en Chile (1952–a la fecha) y la herencia de sus metodologías pedagógicas, y el trabajo que has realizado en colaboración con el artista Jakob Jakobsen acerca del Congreso Cultural de la Habana (1968) y la exposición Del Tercer Mundo. Un proyecto del que se sabe muy poco a pesar de su radicalidad, y que se llevó a cabo en el Pabellón de Cuba, uno de los edificios clave del modernismo cubano
María Berríos: Como dices, se trata de casos muy distintos, y esto en múltiples sentidos; sin embargo, hay una conexión vinculada a la práctica colectiva. En ambos casos hay un cuestionamiento de la autoría individual, que cada uno —a su manera–añade una crítica a la noción de propiedad privada. Tienen también en común un componente pedagógico que se vincula a la valoración epistemológica de la experiencia y a la vida cotidiana como espacio para el aprendizaje. Pero la ruta de llegada y la manera de aproximarse a estos puntos es diferente.
La Escuela de Arquitectura de Valparaíso es un proyecto de vida, trabajo y estudio en conjunto, que nace en Chile —a inicios de la década de los cincuenta—, en un contexto muy conservador. Sugerir que la arquitectura no se podía aprender en un aula sino saliendo a la calle, a recorrer, observar y participar de la vida “íntima” de la ciudad, en un momento previo al clima de ebullición y ocupación del espacio público, era un planteamiento muy radical. A fines de los años sesenta la Escuela de Valparaíso ya llevaba dos décadas de trabajo colectivo, en el que un grupo de jóvenes arquitectos y poetas se habían instalado en Valparaíso, considerando la ciudad puerto, cuyo crecimiento urbano se expandía topográficamente por los cerros mediante autoconstrucciones, que ya en sí desafiaba la organización habitual de la ciudad Latinoamericana a partir del damero español. El grupo de la Escuela concebía el puerto de Valparaíso como su laboratorio de experimentación colectiva y auto-aprendizaje arquitectónico.
En ese sentido, no hay comparación posible con el grupo de jóvenes cubanos que decidió trabajar colectivamente —durante poco menos de un año— en la realización de una exposición denominada Del Tercer Mundo. Dicho esto, se podría decir que el proyecto de vida, trabajo y aprendizaje colectivo, sería la Revolución Cubana misma, o más puntualmente, el Congreso Cultural de la Habana de 1968 que inicialmente se concibió como un Congreso para debatir, desde la cultura, los problemas del Tercer Mundo. En la concepción de la muestra, que fue parte del programa público del Congreso Cultural, trabajaron arquitectos, diseñadores, editores, sonidistas, electricistas, carpinteros, y maquetistas. La exposición se inspiró en un modelo cinematográfico y quería contar una historia creando un espectáculo que siguiese una narrativa, que guiase a las personas en su recorrido. Crearon una banda sonora que movilizase al espectador a través de distintas “zonas”: partía con la historia de la colonización del Tercer Mundo; la explotación de los recursos naturales: la consiguiente hambre y miseria; la revuelta y rebelión; la respuesta del imperialismo; y luego la revolución. Todo esto con animales en vivo (habían dos llamas y un león), animaciones en neón, una película de Tarzán detournada (en lugar de Tarzán persiguiendo a los negros-nativos, éstos lo perseguían a él), un mural compuesto por tiras cómicas en cajas de luz con personajes populares, —incluyendo un Superman con logo de Esso en el pecho—, una enorme versión de La Creación de Miguel Ángel en versión camp con bombillas luminosas tintineantes. Se montó en el Pabellón Cuba —uno de los edificios emblemáticos del modernismo cubano construido después del triunfo de la Revolución— mitad edificio, mitad jardín tropical que servía perfectamente a este relato: el jardín como escenografía de aquella naturaleza exuberante de las colonias, en que el hombre blanco se creaba a sí mismo, ante el mito de la ausencia de una población capaz de apreciar y explotar esa riqueza “natural”. El modelo cinematográfico no sólo seguía la concepción propia de la Revolución, del cine como herramienta educativa y de concientización, sino también porque el cine —al igual que el teatro— , se asumía como producto de un trabajo colectivo.

RE: ¿En qué sentido, en el caso de la Escuela de Valparaíso, el trabajo colectivo surge para “contaminar” conocimientos y modelos de producción diversos, y conjugar distintos tipos de saberes?
MB: A mi parecer, y pensando específicamente en las primeras dos décadas de trabajo de la Escuela, su noción de colectivo no tiene tanta relación con lo que hoy se entiende como interdisciplinario. De hecho ellos sí creían en las disciplinas. Por ejemplo, insistían en diferenciar entre los “plásticos” del grupo y los arquitectos. Consideraban, eso sí, que la arquitectura tenía mucho que aprender del arte, había varios artistas en el grupo y se preocuparon tempranamente por organizar exposiciones (fueron, por ejemplo, los primeros en montar muestras de arte concreto en Chile). Siempre se preocuparon por colaborar y aprender de otras disciplinas, no sólo del arte sino también de la música, la filosofía, pero también de la aeronáutica y las matemáticas. No obstante, para mí, lo más experimental y relevante es lo que hicieron desde la arquitectura y la poesía. La arquitectura no se puede reducir a sus edificios, sino que tiene que ver con un habitar poético, con la manera en que se está en el mundo. Esto se vincula a la noción de colectivo de la Escuela que alguna vez definieron con el “riesgo y el coraje de hacer mundo”: lo colectivo como el resultado imprevisible de la exposición mutua. Su postura pedagógica yace en parte en ese exponerse unos a otros, pero también en exponerse a un contexto, al mundo circundante. Lo colectivo, visto así, puede entenderse como una metodología de autoaprendizaje, que en sí es radical porque es en ese sentido autonomista: liberados —aunque muy conscientes— de las supuestas “fuentes” o rutas obligatorias. La Escuela de Valparaíso surge y se desarrolla en un país muy provincial y aislado, su manera expandida de entender la arquitectura, como modo de intervenir en ese contexto, de transformarlo incluso, contenía una dosis necesaria de irreverencia y constituyó también una forma de emancipación.

RE: Había sin duda una intención de hacer las cosas bajo términos propios, y tratar de pensar la historia y el futuro de Latinoamérica desde dentro y no desde una mirada foránea.
MB: Puede ser que este hacer las cosas a su manera, en sus términos, sea algo así como una condición latinoamericana del momento. Pero no en el sentido de un ensimismamiento, todo lo contrario: había un impulso por estar actualizados, en el “aquí y ahora”, y no sólo en su localidad. La Escuela de Valparaíso hizo varios esfuerzos por establecer lazos importantes fuera de su contexto inmediato. Intentaron crear una sede en Europa —varios miembros del colectivo se trasladaron a París a fines de la década del cincuenta y estuvieron en contacto con expatriados latinoamericanos que residían allí, muchos vinculados al MADI Argentino. También establecieron múltiples contactos a lo largo de las Américas, estrechando lazos con gente vinculada a la arquitectura, al urbanismo crítico y a pedagogías radicales. En México, por ejemplo, tuvieron contacto con Ivan Illich y Valentina Borremans, incluso el Centro Intercultural de Documentación (CIDOC) dedicó uno de sus dossiers al rol de la Escuela de Valparaíso en la Reforma Universitaria Chilena de 1967. Con estas redes buscaban aprender los unos de los otros, y al mismo tiempo, dar a conocer su propuesta para una nueva arquitectura y su “New World Poetry”. Lo colectivo no era sólo una manera de crear en conjunto, sino una manera de aprender del mundo saltándose las instituciones hegemónicas de acceso a los centros metropolitanos de difusión de conocimiento.
RE: En el caso de la exposición Del Tercer Mundo, la postura crítica que establecieron sus participantes en relación al concepto de “Tercer Mundo”, partía de la desventaja respecto una idea de cultura universal y hegemónica surgida desde Europa y Estados Unidos. Más que la idea de construirse un contexto propio, era la de revertir o incluso ironizar sobre un contexto impuesto.
MB: Los jóvenes cubanos que armaron la exposición Del Tercer Mundo estaban al tanto de lo que pasaba en el mundo, especialmente de las prácticas artísticas y el pop. Tenían una mirada crítica a la manera en que funcionaban los centros metropolitanos y sus esfuerzos por apropiarse de la cultura “universal”. Ellos reivindicaban el Tercer Mundo como movimiento político, para desligarlo de un contexto geográfico cuya propiedad se disputaban las multinacionales (vale la pena recordar que en ese momento distintos representantes del Poder Negro en EE.UU. se proclamaban como parte del Tercer Mundo, en tanto oprimidos por el mismo poder imperial).
Para el grupo que armó la exposición, la reivindicación del Tercer Mundo tenía que ver con el derecho de utilizar todo lo que fuese necesario para lograr sus objetivos: no tanto para revertir algo irreversible, sino apropiándose de esas herramientas para hacerlo suyo. En su construcción de la exposición utilizaron de todo, sin importar si el imperialismo estadounidense o la élite artística lo reclamaba como propio. Hay una fotografía de una joven, Rebeca Chávez —guionista de la exposición— leyendo una revista Playboy buscando material para armar la exposición, la imagen desafía el estereotipo de la joven revolucionaria tipo “realismo socialista”. Además ellos tuvieron una postura crítica en relación a lo “colectivo”, plantearon su propuesta en oposición a la que había sido una de las exposiciones de arte más relevantes de la isla, el Salón de Mayo —inspirado en el de París y realizada también en el Pabellón Cuba en junio 1967. Organizada por Wilfredo Lam, la pieza central de aquella exposición internacional fue un mural “colectivo” compuesto por pequeños segmentos pintados por cada uno de los artistas invitados. Los jóvenes que armaron la exposición Del Tercer Mundo, hicieron notar que muchas individualidades juntas no constituyen un trabajo colectivo. Para ellos, lo colectivo se relacionaba con la creación de algo nuevo que no le puede pertenecer a alguien en particular, sino que tiene que ser de todos.

RE: Me parece interesante cómo se presentan y se relacionan proyectos que surgieron en un momento específico y bajo circunstancias políticas concretas en el presente. Lo importante no es tanto mostrar estos proyectos bajo el formato de un archivo o darles una visibilidad como proyectos producidos desde los “márgenes”. Creo que lo urgente es entender cómo sus formulaciones y metodologías de trabajo pueden ser aplicadas al presente y valorar cuál es su vigencia.
MB: Cuando indago en ciertas prácticas es porque siento que materializan algo que no ha podido articularse de otra manera, que nos obliga a repensar el presente y sobre todo el futuro. Sirven para definir hacia dónde nos queremos dirigir. Por su parte la exposición Del Tercer Mundo rompe totalmente con lo que se ha entendido como arte de propaganda, complejiza su relación con un arte educativo y hace estallar las nociones de una división natural entre el “pueblo” y el mundo de la “alta cultura”. Fue una de las primeras exposiciones globales (tuvo un público de alrededor de 250 mil personas) gracias a que su recepción fue igualmente exitosa entre la élite intelectual y artística que atendía al congreso, como entre los estudiantes, los trabajadores y las amas de casa cubanas. La exposición fue popular —sin las posibles connotaciones populistas de la palabra— al igual que el Tren de la Cultura en Chile, que en muchos sentidos fue precedente y germen del Museo de la Solidaridad. Son proyectos que demuestran que aquello —sostenido hasta el día de hoy— de que el arte experimental o la “alta” cultura, por definición no puede ser popular. En la exposición Del Tercer Mundo utilizaron imágenes conocidas de la “alta” cultura universal para atraer a las personas, porque según ellos aquellas imágenes familiares ya constituían un lenguaje popular. Su relevancia radicaba en que miles de cubanos la visitaron y la sintieron como algo propio, parte de su historia.
Por otro lado, la extraordinaria exposición realizada por la Escuela de Valparaíso para celebrar sus 20 años, realizada en 1972 en el subsuelo del Museo Nacional de Bellas Artes de Santiago de Chile, materializó ideas semejantes sobre la relación entre hacer exposiciones, contar historias y crear espacios de aprendizaje socializado. La exposición era absolutamente audaz para la época —se montó en un espacio que estaba a medio construir, sin terminaciones— y presentaba una historia-manifiesto de la Escuela escrita y dibujada a tiza blanca sobre 59 pizarrones que armaban el perímetro del espacio. La exposición fue frecuentada por estudiantes que iban a transcribir los textos, redibujar los diagramas, o simplemente a sentarse en las múltiples sillas para observar los pizarrones o leer los periódicos y publicaciones que yacían sobre una mesa. Las innovaciones museográficas llevadas a cabo por el colectivo, el tratamiento del espacio expositivo como una plaza pública, un lugar para hablar con otros, y al mismo tiempo como un aula abierta, son nociones que se discuten hoy en día.

RE: Este optimismo colectivo se vio en parte ofuscado por las dictaduras que sesgaron la libertad de expresión, así como políticas neoliberales que exacerbaron el yo. Pero la puesta en común y el trabajo grupal regresa constantemente a través de diferentes formatos, como se puede ver en los programas de bienales como la 31 Bienal de São Paulo o la pasada edición de la Bienal de Estambul, o modelos de centros de arte como CASCO en Utrecht, que siguen formulando nuevas formas de creación, interacción y producción colectiva.
MB: Quizás pondría en duda la existencia de un optimismo de antaño. Soy reticente a aceptar cierta visión de un pasado optimista-utópico versus un presente pesimista-realpolitik, porque enmarca esas prácticas colectivas como ingenuas o irrealistas. Al contrario creo que fueron muy críticas de su presente y también bastante preocupadas por identificar los obstáculos.
Estoy de acuerdo en que hay algo de “tokenism” de lo colectivo en el mundo del arte hoy, pero también me parece que aquello de trabajar solos, especialmente en el arte, es una ficción autocrática. Si la historia del arte se ha basado en la creación de un valor y una marca ya sea mediante el big name artist o el big name curator, creo que se trata de categorías decadentes y mentirosas. No hay nada más latero que ver la tribuna ocupada por enésima vez por una voz súper-macho que derrocha sobre-confianza, donde las preguntas que se formulan son siempre retóricas y hay nulo interés en vincularse con el mundo. En cambio, me siento aliviada cuando lo que se expone implica riesgo y vulnerabilidad. Me deprime ver que las escuelas de arte, por muy “experimental” que sea el currículo, estructuralmente reproducen la noción de que el artista tiene que “hacerse un nombre”. Obviamente ésta es una caricatura que simplifica temas mucho más complejos, pero creo que es importante reconocer que el arte es de los pocos espacios permeables a la experimentación colaborativa.
Además es sencillamente una manera más sustentable de hacer las cosas, personalmente trabajo colaborativamente no porque crea que sea éticamente superior, sino porque es mucho menos aburrido hacerlo así, aprendo más, y hay gente cuyo trabajo respeto y admiro de los cuales tengo ganas de aprender.

 

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