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22.01.2019

Mi reina

HACHE, Buenos Aires, Argentina
13 de noviembre de 2018 – 20 de febrero de 2019

El arte de derribar estatuas

Hace algunas décadas era frecuente recurrir a un muy extendido símil topológico verticalizado para segmentar el universo de las producciones culturales mediante una escala de altura: se hablaba de alta cultura y de cultura popular o de masas, diferenciándolas y oponiéndolas mediante criterios formales, frecuencias y modos de circulación y consumo que ocultaban, bajo un esencialismo estético o un humanismo pretendidamente universalista, determinaciones de clase social, niveles educativos y posibilidades de acceso a esos recursos culturales.

Esa dudosa “topología” de la cultura dejó hace mucho de tener sentido para el mundo de lo contemporáneo, con su miseria extendida, que alcanza y sobra para todos. Y aquello que encubría quedó a la vista con la monumental investigación llevada a cabo por Pierre Bourdieu en La distinción, donde se expone de manera concreta, descarnada y precisa de qué manera se entrelazan estrechamente, por medio de relaciones objetivas, capital cultural y escolar, disposición estética y clases sociales, y cómo los objetos culturales pueden ser los agentes de una “jerarquización brutal” a través de lo que el sociólogo francés denomina “gusto legítimo”, es decir, la preferencia por determinadas obras de arte que terminan siendo “enclasantes”, al proyectar al infinito la distinción que conllevan a través de las marcas propias de un universo singular del gusto. Para Bourdieu, las “obras legítimas” son aquellas que logran “imponer las normas de su propia percepción” y cómo deben ser consumidas y apreciadas, lo que supone competencias específicas —distribuidas de manera desigual entre las diferentes clases sociales—, y un estatuto especial, sancionado socialmente, que les otorga a priori una intención que es, precisamente, estética.

Según Bourdieu, la estética culta y el gusto legítimo, que pueden privilegiar la contemplación pura y desinteresada porque su ejercicio y adquisición suponen también una seguridad material, se caracterizan por poder permitirse “investigaciones formales”, distancia y desapego de sus objetos, a diferencia de una estética popular, que tiende a la participación e identificación de sus consumidores con los productos culturales que ofrece, suministrando una satisfacción directa, afectiva, que “subordina la forma y la propia existencia de la imagen a su función.”

La obra de Diego Figueroa viene explorando desde hace tiempo estas tensiones entre lo “legítimo” y lo popular (David y la copia, 2008; Esta noche no, 2009), y operando con solvencia sobre las variadas convenciones del gusto en términos de Bourdieu, mediante procedimientos como la cita y el desplazamiento, la parodia y el sarcasmo inteligente aplicados a obras canónicas de la historia del arte occidental. Obras que la revisitación que propone este artista nos revelan en su actual condición, extraordinaria y paradójica: son, por su misma naturaleza icónica, a la vez clásicas y populares, una ambigüedad y universalización que devalúan su “potencial de distinción” y las vuelven insumos de innumerables reinterpretaciones posibles.

En su estudio sobre la cultura popular y las formas del carnaval, Mijail Bajtin propone la expresión «realismo grotesco» para un sistema de imágenes que utiliza la degradación, es decir, el trasvasamiento de signos y rituales desde el mundo “oficial” y serio hacia el “segundo mundo” de la risa, el juego y la fiesta, pasaje explicado como “la transferencia al plano material y corporal de lo elevado, espiritual y abstracto.” Una definición que describe con considerable precisión lo que ponen en movimiento las obras de Figueroa mencionadas con anterioridad en relación a sus modelos consagrados.

Degradación deliberada a través de los materiales elegidos, efímeros y baratos (papel, cartón, bolsas de plástico, cinta de embalar) para recorrer la distancia entre los originales y las copias, produciendo versiones “rebajadas”, pero a la vez resueltas con maestría, de La Piedad y el David de Miguel Angel, Las Tres Gracias de Antonio Canova o la Venus de Milo. Rebajar y degradar, dice Bajtin, es acercar a la tierra. Es negar y afirmar al mismo tiempo, liberando, para volverlas otra vez familiares y al alcance de un uso productivo, las formas heladas y distantes de la estética “seria.”

Siguiendo esta misma dialéctica, también la imagen popular y la imagen de lo popular aparecen como una pregunta recurrente en la obra de Diego Figueroa: ¿Qué es lo popular hoy? ¿Cómo puede lo popular —un imaginario y unos materiales asociados a esa condición— incorporarse a un pensamiento visual contemporáneo, es decir, a la tarea central que debe retomar el arte, y que es la recuperación de la potencia de la imagen, porque, como ya nos advertía Asger Jorn, “no hay potencia de la imaginación sin imágenes potentes”? Y más aún, ¿qué es popular y qué es clásico en nuestro presente algorítmico, cuando ya no existen relaciones verticales u horizontales, sino la lógica de la red, que se proyecta en todas direcciones, cuando todos los inventarios están disponibles y el archivo es inmediatamente accesible a todos?

En el caso de Diego Figueroa, estas cuestiones parecen estar en el centro de sus preocupaciones sobre los modos de construcción de la imagen, que en su pintura, vuelven de manera recurrente a la acumulación caótica. Una escena primaria que se despliega como al volcar un cajón en el que conviven juguetes rotos, herramientas, utensilios y partes heterogéneas de antiguas totalidades ahora irreconocibles y dispersas. Se trata de colecciones de objetos materiales pero por sobre todo mentales, que son insufladas en la imagen con un realismo agudo cuya aparente nitidez también termina mostrándose engañosa. Estas constelaciones de objetos esparcidos permiten siempre múltiples itinerarios narrativos, pero ninguno definitivo, porque están marcadas por la ausencia de un sujeto cuya historia, deseos y angustias solo podemos conjeturar, al mismo tiempo que ese desorden abigarrado resiste su propio consumo visual, y no se deja reducir de un solo golpe de vista, oscilando alrededor de una voluntad de representación que termina por escamotear al espectador esa misma certeza, para volverse mancha o trazo, reingresando a lo informe.

Figueroa también proyecta al espacio esta gramática material, en la que los objetos más cotidianos y utilitarios son el soporte de operaciones de sentido que oscilan entre el ready-made y el gesto conceptual displicente e irónico, en los que materiales de construcción como caños, tubos, alambres, ladrillos, chapas acanaladas, maderas, herramientas, y elementos de descarte, cubiertas usadas y partes de automóviles, funcionan como significantes de sí mismos —de su utilidad agotada o de su reutilización posible— y del entorno que los consume y los desecha.

Es de este repertorio formal y material, cuya exploración consecuente y sostenida fue transformando en un lenguaje personal, que Diego Figueroa extrae las configuraciones de Mi reina, su muestra actual, para proponer una nueva interrogación acerca del juego de tensiones entre lo popular y lo clásico, y las inevitables relaciones de clase y poder que representan, es decir, sobre el juego de la distinción en sus encarnaciones contemporáneas.

La imagen a la que recurre en esta ocasión, dotada de tanto iconismo y prestigio cultural como las esculturas renacentistas o neoclásicas de inspiración grecorromana con las que dialogaban sus obras anteriores, está tan violentamente alejada de la realidad en la que se mueve y trabaja el artista como podría imaginarse: los jardines à la française, la tradición de jardinería barroca, derivada de los jardines renacentistas italianos, que alcanzó su apogeo en Francia en el siglo XVII, caracterizados por su simetría, su racionalidad cartesiana y una organización espacial estricta y geométrica. El arte que representan estos jardines formales se asocia por un lado a las ideas de autosuficiencia humana que caracterizan a la Ilustración, al dominio del hombre —y del soberano— por sobre la naturaleza, como una proyección de su poder y de un orden jerárquico que puede expresarse con una regularidad simétrica. Pero a la vez no casualmente son contemporáneos de una serie de desarrollos clave de la cultura occidental, que terminaron dando su impronta a la modernidad: la consagración de la razón matemática y el cálculo, de la cuadriculación y organización del territorio del Estado, y de la Estética como disciplina filosófica autónoma.

En la segunda mitad del siglo XVII, al mismo tiempo que André Le Nôtre, el jardinero de Luis XIV, perfeccionaba el concepto del jardín formal francés, Blas Pascal y Christiaan Huygens sentaban las bases para el cálculo de probabilidades, y Gottfried Leibniz desarrollaba el cálculo infinitesimal e inventaba el sistema binario sobre el que descansa todo nuestro mundo digital. Estos jardines estaban diseñados en base a un vocabulario formal en el que el parterre geométrico es el elemento predominante, junto con broderies y bosquets, desplegados en un trazado simétrico de colchones de flores y setos podados para formar patrones ornamentales y repeticiones de motivos mediante el denominado arte topiario, el modelado por poda del boj. Como se puede ver en Versalles y Vaux-le-Vicomte, los diseños de Le Nôtre se subordinaban a la arquitectura, integrados a los palacios y los amplios terrenos circundantes, de cientos de hectáreas. Y en su misma concepción, incluían un dispositivo visual: estaban planificados para ser vistos desde arriba, desde las terrazas del palacio, empleando puntos de fuga y perspectivas ad infinitum, constituyéndose, en síntesis, como una suerte de panóptico estético.

Consecuente con este precedente, Figueroa toma las imágenes de estos jardines del repositorio algorítmico y las sitúa sobre un dispositivo propio del universo de su obra, que también posee inesperadas propiedades ópticas: la chapa de zinc acanalada. Desviada de su función técnica, la chapa actúa aquí como un soporte en el que las ondulaciones pensadas como canales para evitar que el agua se acumule y fluya hacia la tierra, ondulan la propia imagen, y la vuelven líquida y móvil, impidiendo que la mirada pueda integrarla en su totalidad, y obligando a su captura desde ciertos ángulos. Produce a la vez una condensación poderosa: la imagen del jardín real como intemperie geométrica y artificial, que testimonia la puesta en escena de un poder absoluto, sobre el soporte del elemento más popular posible capaz de proteger de los efectos climáticos de la intemperie general, creando un reparo. Los jardines de Figueroa también tienen sus propias esculturas, que oscilan entre los modos del realismo grotesco y la instalación compuesta de objetos liberados de su utilidad intrínseca, donde también se nos muestra que la violencia implícita desde el inicio en todo juego, y que este es ya incapaz de sublimar, se manifiesta como la imposibilidad de seguir jugando, porque la pelota fue pinchada.

Mi reina, el nombre de la exhibición, es una expresión afectuosa y familiar de uso muy extendido en el Nordeste argentino y en Paraguay. Típicamente ambigua, como tantas marcas del habla popular, connota al mismo tiempo la soberanía y la sumisión, la posesión y la pleitesía de quien la dice en relación a su destinataria o destinatario. En estos jardines de la intemperie de Diego Figueroa, el rey —la reina— ya no proyecta su mirada soberana sobre la extensión potencialmente infinita de sus dominios: es apenas una ausencia, una estatua derribada de su pedestal, al que sus pies oscuros todavía se aferran firmemente.

La soberanía, como es sabido, es también un concepto político y filosófico complejo. Para Georges Bataille, el pensamiento soberano es aquel que no se somete a la necesidad, y se hace disponible para el “juego verdadero”, en el que se plantea la cuestión de la vida y de la muerte, aquel que es capaz de igualar lo que tiene un fin y un sentido con aquello que no lo tiene. Un pensar soberano es, en suma, y como intentan decirnos estas obras, aquel que es capaz de sacudirse, mediante la revuelta que todavía puede movilizar el arte si logra liberarse de la servidumbre de ser un mero portador de distinción, la sumisión al régimen cifrado de la imagen y la tiranía de las economías de la atención, que consumen con su impotencia impuesta los instantes más preciosos de nuestra existencia.

—Texto y curaduría por Francisco Ali-Brouchoud

Diego Figueroa nació en 1975 en la ciudad de Buenos Aires. Desde 1979 reside y trabaja en Resistencia, Chaco. Estudió pintura con Eduardo Medicci y asistió a becas de análisis y producción de obras apoyadas por el Fondo Nacional de las Artes y la Fundación Antorchas.

Realizó proyectos de difusión y promoción para las artes visuales en su ciudad de adopción, entre los que se destacan Proyecto Resistencia (interferencias urbanas (2002) y Espacio de Arte Radio Libertad (2005 a 2007). A través del Fondo Nacional de las Artes participó como coordinador de Talleres de Análisis y desarrollo de obras para artistas (2011-2015) en otras regiones de la Argentina.

 

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