Reportes - Venecia - Italia

Tania Safura Adam Mogne

Tiempo de lectura: 8 minutos

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04.08.2022

Bienal de Venecia, territorios simbólicos y la cultura de la cancelación

La representación y participación de el Sur Global en la Bienal de Venecia, sirve como punto de partida en la reflexión que construye Tania Adam Mogne: la posibilidad de trabajos que tensen las reglas del juego y desdibujen los límites entre arte, política e imaginación radical.

En primer lugar, decir que jamás he pisado la Bienal de Venecia; de hecho, nunca he estado en Venecia, así que esta reflexión no pretende examinar las propuestas artísticas de los pabellones y sus exposiciones, ni es otra crítica a su curadora, Cecilia Alemani. Escribo este texto porque me interesa reflexionar sobre el rebumbio constante y la indignación que levantan muchos de los trabajos procedentes del Sur Global y de sus diásporas en el mundo del arte, hasta el punto de cuestionarse si lo que presentan es arte. No deja de sorprender la incomodidad y la ofensiva de curadores y crítiques de arte occidentales frente a proyectos que pretenden cambiar las reglas del juego, representando otredades, cuestionando o examinando desde el Sur el actual orden mundial. Trabajos que al menos tratan de aportar metarrelatos y ampliar los límites del arte de forma crítica y desde múltiples perspectivas, desdibujando los límites entre el arte y la política, o entre el arte y la supervivencia.

Históricamente, las mujeres, las personas negras e indígenas o, en general, aquellas procedentes del Sur Global han estado relegadas a los márgenes; ahora su incorporación al sistema del arte hegemónico con sus visiones, representaciones e historias resultan molestas, y su reconocimiento es más cuestionado que celebrado. No obstante, vivimos un momento de transformación y de trasvases simbólicos de poder; en los próximos años, se seguirá poniendo el foco en la subalternidad, premiando no sólo su obra sino todo aquello que les constituye, porque la diversidad epistémica ya es una condición contemporánea. Las reticencias en aceptar estas nuevas configuraciones en el arte sólo vienen a reafirmar el fin del monopolio del canon occidental que insiste en la existencia de una verdad común, objetiva o eterna, que lo determina todo. La bendición de este canon, al estilo Harold Bloom, es una fábrica de posiciones reaccionarias y la anulación constante del arte negro, indígena, del sur, queer, feminista o toda cultura de les “sometides”.

Lamentablemente, esta cultura de cancelación es sistémica y endémica, y viene ocurriendo desde hace décadas. En 1992, dos años antes de que Bloom publicara El canon occidental, Stuart Hall, en su texto Occidente y el resto: discurso y poder, describía a la perfección cómo las jerarquizaciones culturales también se basan en relaciones de poder; además, Hall advertía que Occidente es una idea, un concepto, no sólo una ubicación geográfica. Una idea que representa un lenguaje verbal y visual, convirtiéndolo en un término que funciona como parte de un sistema de representación que provee criterios de evaluación y un modo de comparación que ayuda a explicar la diferencia. Del mismo modo, el Resto, representado por el Sur, es un estado mental, una forma de concebir las realidades, muchas veces antagónicas, percibidas con frecuencia desde la desconfianza y el menosprecio.

Estamos inmerses en una de las disputas culturales más relevantes del siglo XXI, y la Bienalle, además de los juegos de poder de Occidente, encarna toda esa vehemencia contra la otredad. Este espacio, tanto de arte como de geopolítica, que se crea bajo los cimientos de los estados modernos y sus valores es, sin duda, el lugar donde se evidencian las guerras culturales y la crisis multidimensional del Estado-Nación, pero también es el terreno de la amnesia colonial. Sería bueno recordar la hipocresía y el lavado de cara de occidente en Venecia, puesto que no se puede pasar por alto que, en 1875, a diez años de la Conferencia de Berlín, donde la mayoría de las potencias coloniales se sentarían en la mesa de negociación para repartirse el continente africano, tenía lugar la I Esposizione Internazionale d’Arte della Città di Venezia. El precedente de bienal en el que Europa exhibía su potencial económico y político. Años más tarde, en 1895, cuando se fundaba oficialmente la Fundación de la Bienalle, países como Bélgica, Alemania, Gran Bretaña, Francia y Holanda construían sus propios pabellones en Il Giardineto, a la vez que cometían atrocidades en los territorios coloniales. En el Estado Libre del Congo, colonia bajo el dominio personal del rey Leopoldo II de Bélgica, sucedía un genocidio de diez millones de personas por la explotación de caucho; la Compañía Británica de Sudáfrica, creada bajo el mando de Cecil Rhodes, fundaba en su honor el territorio de Rhodesia en el sur de África (ahora Zimbabwe y Zambia ), mientras se enfrentaba a la primera revolución Chimurenga y establecía las bases del régimen del Apartheid; y España, aún sin pabellón, participaba en su primera Bienalle entre el olor a pólvora de la guerra de Cuba y la embriaguez de las atrocidades contra las poblaciones de Guinea Ecuatorial para establecer su futura colonia. En tanto que, en 1909, Alemania inauguraba su flamante pabellón tras llevar a cabo el genocidio a los herero y nama de Namibia, considerado el primero del siglo XX. Esta doble vida de los países occidentales ha sido una constante: por un lado, exhiben arte; y por el otro, perpetúan las violencias que desde hace siglos les posibilita conservar su poder.

Entiendo que para muches critiques la memoria histórica es fortuita, y para elles no es importante apuntar al hecho de que, en 1930, cuando Estados Unidos inauguraba su primer pabellón en Venecia, se seguían linchando a les habitantes negres en sus ciudades gobernadas por la ley segregacionista Jim Crow. O que, en 1967, cuando nació Simone Leigh, el León de Oro de la presente edición, sólo hacía dos años que les afroamericanes tenían el derecho al voto. Que Leigh sea la primera mujer negra en representar a su país por méritos propios tiene un gran valor simbólico, porque este reconocimiento, entra en el terreno de lo emblemático, donde el peso colonialismo, el racismo o las opresiones de las diásporas son valores al alza. Y a quienes les cueste comprender, no están entendiendo hasta qué punto está operando el orden de lo simbólico de la sociedad postcolonial.

Si bien se puede ubicar a la Bienal en el territorio de los macrorrelatos fuera del canon occidental del arte, hay que encender las alarmas, porque ésta es una bienal despolitizada a pesar de que Cecilia Alemani, en su discurso curatorial, propone disrupciones con el orden actual de conocimiento. Estos desacuerdos y rupturas que sugiere requieren de una radicalidad imposible de concebir desde la institución artística jerárquica que ella misma representa, aunque sea interesante el hecho de intentarlo en una de las arenas más icónicas del arte contemporáneo. Por otro lado, sería un error pensar que las representaciones del Sur se han convertido en la nueva hegemonía, porque detrás de estes artistas hipervisibilizades en las bienales existen otres, cientos de miles, que no tienen cabida en la normalidad artística.

 

Cuando, en 2002, la Documenta 11 concedió por primera vez la dirección artística a un «no europeo», se podía sospechar que alguna cosa estaba sucediendo. El mero hecho de que el director Okwui Enwezor fuera nigeriano hizo que aumentaran las expectativas. Entonces, Enwezor aprovechó la oportunidad para producir una exposición postcolonial y enviar la señal de que el complejo mundo en el que vivimos exige una forma compleja de compromiso (artístico), no un mundo del arte autónomo y narcisista. Catorce años más tarde, la Documenta 14 se abrió al Sur, una posición que mostraba su publicación South as State of Mind, donde exploraba cuestiones como el enmascaramiento de la identidad y el silenciamiento de la disidencia, la oralidad y el reconocimiento, la indigeneidad y el exilio, la procedencia y la repatriación, o la violencia colonial y de género. Una estela que se refuerza en la Documenta 15 con el colectivo de artistas y creatives de Yakarta, ruangrupa. Todos estos acercamientos al Sur vienen a constatar que en esta bienalización del arte hay una necesidad de abarcar el mundo desde una perspectiva más amplia y compleja. Ahora bien, su cometido es ambiguo, ya que no dejan entrever si es debido a un agotamiento de la linealidad de la historia del arte occidental que ha quedado ensimismada bajo el prisma blanco y de privilegio; o si es por la imposibilidad de seguir adelante como humanidad sin introducir el pensamiento que hasta ahora estaba enterrado. O por ambas.

Pero por mucho que el sistema de arte occidental —desde museos, bienales, galerías o encuentros artísticos— esté mirando al Sur Global y a las diásporas del Norte, la incorporación de esta otredad en un intento de restitución se produce bajo la perpetuación del poder. Los trabajos se están afrontado de manera desigual en las prácticas culturales-artísticas; puesto que algunes abrazan sus propuestas a ciegas y las despolitizan hasta convertirlas en floreros decorativos, otres las cuestionan o las inferiorizan, igualmente a ciegas, pero pocas veces se comprende que hemos cambiado el paradigma y que hay que experimentar otras formas de relación. Por añadidura, en este totum revolutum se evidencian muchas confusiones y resulta complicado distinguir a quienes reflexionan críticamente sobre los cambios globales y los procesos transnacionales de nuestro tiempo, de quienes dicen hacerlo para aprovechar la coyuntura del momento. O, como dice el ensayista Iván de la Nuez, “cuesta discernir entre crítica y frivolidad, verdad e imagen, cultura y propaganda…”.

En cualquier caso, en el intento de superar las oposiciones estereotipadas como norte-sur, centro-periferia, o «desarrollado»-«primitivo», el cambio de tornas es un camino de luces y sombras, porque, por un lado, resulta problemático que, en estas adhesiones, prevalezca la simplificación, la no problematización, despolitización y la banalización de todo su universo complejo y crucial para el entendimiento de nuestro mundo. Y por otro, porque el viejo orden mundial se resiste. No deja de ser paradigmático cómo en la Bienal de Venecia la participación de los países del Sur sea intermitente y acostumbren a participar bajo la lógica de los pabellones nacionales sin problematizar políticamente su posición. Finalmente, hay que poner en tela de juicio los reequilibrios de poder que propone Cecilia Alemani, es cierto que tanto Simone Leigh como Sonia Boyce, las ganadoras de esta edición, son dos mujeres negras, pero representan a dos grandes potencias occidentales como Estados Unidos y al Reino Unido, respectivamente. Y ese pequeño detalle no puede pasar inadvertido cuando hablamos del enfrentamiento entre “Occidente y el Resto”.

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