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02.12.2022

Aquí no es el paraíso. Hacer espacio para narrarnos

“¿Por qué reafirmar que el arte es la herramienta para la paz y el progreso en un territorio constantemente hostigado, que se aferra en perpetuar la dicotomía de habitantes buenes y males, como si las condiciones en las que nos mantienen merecieran ciudadanos modelo?“

Nací en los noventa, en un lugar que concebí como todo mi universo, por lo menos los primeros años de mi vida. En mi pueblo, a tan sólo 20 kilómetros de la Ciudad de México, no había museos o galerías, no sabía que debía haberlos. Había un cinito que, ahora sé, distinguen como comunitario. Estaba en un callejón y no necesitaba anuncios brillantes porque la gente sabía lo que había en el lugar que habitaba. Recuerdo que mis papás me llevaron a ver una película de La India María, donde rescataba un bebé y lo alimentaba con las naranjas que cargaba en su tanate.

Mis espacios de ocio se iban en trepar árboles, armar casitas, jugar con tierra, hierba y trastecitos de barro. Mi pueblo, mis vecines y mi familia sobrevivieron toda su historia sin muestras de pintura, ciclos de cine alemán o festivales de jazz. Pertenezco a la primera generación de mi familia que mandaron a estudiar a la ciudad, soy de las primeras mujeres en tener algo como lo que llaman profesión, y la única que se dedica al arte y la cultura. Aún me pregunto de dónde viene esta urgencia que, aún sin credenciales, me ha hecho llegar a escenarios que ni siquiera imaginé de niña, como que me paguen por escribir cosas que me inquietan o hablar de Ecatepec en otro país; y no lo digo como logro, sino como pregunta genuina: ¿acaso es una necesidad mía producto de los cambios generacionales, o es un ideal aprendido de la dinámica de la ciudad a la que nos enseñaron a aspirar? ¿Necesitamos esa validación?

La modernidad centralista nos arrebató los árboles de zapote blanco, las jacarandas y las higueras, hizo de la barranca donde jugaban mis papás un pantano y dividió el pueblo con sus avenidas y autopistas bajo la consigna de progreso. Parada en medio del silencio perdí mi pasado y entendí que yo no era bienvenida en la ciudad prometida, y que para las instituciones yo —al igual que muches otres— era una migrante que no merecía beneficiarse de sus becas o apoyos gubernamentales, que no merecía un medio de transporte seguro, que el pago por atreverme a ir a sus escuelas y espacios de recreo era por lo menos tres horas de mi vida en medio del calor, la lluvia o el dolor de otros cuerpos. Supe entonces que eso que yo conocía como Santa Clara Coatitla o Ecatepec, para les ajenes, era Mata Clara, el Establo de México o, burdamente, la periferia.

Muchas veces escuché decir a compañeres de escuela, trabajo o en la televisión, que la ciudad no tenía la obligación de resolver los problemas de les habitantes del EDOMEX; mientras que por detrás aceptaban sus aguas, disponían de sus espacios y toleraban sueldos de 3,500 pesos mensuales para las personas viajeras periféricas que les siguen proporcionando trabajos de atención, servicio y limpieza. ¿Qué sí y qué no de las orillas es asunto relevante para la ciudad? Mi tardía interacción con el centro me hizo buscar en él formas que se parecían a mi cotidianidad; sin embargo, para la ciudad esas formas debían ser corregidas, integradas y disueltas. La condena sigue, la aniquilación de todo lo caótico, deforme e inclasificable.

No sé en qué momento volví a mi pueblo con toda la verborrea mesiánica, creyendo que con lo poco que había entendido en los intermitentes pasos por la universidad podría salvarle —¿de qué? No sé, eso no venía en el guión. La consigna era “llevar cultura” a mi lugar de origen.

Una vez en el preescolar la maestra me llamó a su escritorio, puso frente a mí pinturas y un dibujo sobre un niño y la mar que nos habían pedido hacer unas clases atrás, me dijo que yo había ganado pero que había que hacer unos ajustes. Me pidió colocar un sol brillante, una palmera y unos arcos negros en el cielo que simulaban aves. Yo no conocía el mar, no entendía qué estaba haciendo ni qué o por qué había ganado. Así como ese dibujo, en muchos lugares anulados por estar en el límite nos enseñaron a crear a partir de realidades desconocidas, bajo modelos impuestos y con una tremenda falta de sentido. Nos vendieron la idea de que no teníamos cultura y que nuestra identidad era determinada por ideales definidos por alguien más.

¿Cómo crear en medio de las miradas que ponen como única salida sumarte al nauseabundo discurso meritócrata que dice que une vale porque logra vencer al mal a través de su esfuerzo y disciplina? ¿Por qué reafirmar que el arte es la herramienta para la paz y el progreso en un territorio constantemente hostigado, que se aferra en perpetuar la dicotomía de habitantes buenes y males, como si las condiciones en las que nos mantienen merecieran ciudadanos modelo? Vaya cinismo el de insistir en narrativas que intentan hacer creer que la violencia nace aquí, como si nuestra tierra fuera lo único que permite que germine. Vaya cinismo el de callar sobre las evidentes relaciones familiares entre nuestres gobernantes (acechades por el fantasma del grupo Atlacomulco). Se le exige a estos territorios condiciones similares a las de la ciudad para accionar, cuando es la sombra que ésta crea lo que perpetúa el brutal impacto de un narcoestado.

Lejos de las absurdas exigencias, están los esfuerzos por construir no sólo desde lo que hay sino con quienes están, pese a que no se cumpla la cuota de excentricidad reclamada por la élite conceptual. Ecatepec, como otros municipios que limitan con la ciudad, se convirtió en el segundo hogar de miles de familias desplazadas del interior de la república que tuvieron que dejar sus tierras, pero no sus costumbres ni sus maneras de organizarse. Los intentos por narrarnos a nuestra manera se pluralizan y mutan a partir de una mirada autocrítica; desde nombrar a una nueva colonia con el nombre del maestro normalista cuyo asesinato sigue impune y que impulsó tantas luchas obreras en este borde, Misael Núñez; hasta los esfuerzos de décadas en la colonia Hank González que han resultado en una preparatoria, un preescolar, un centro cultural y próximamente una universidad con una currícula diseñada a partir de su entorno. También hay proyectos  como hola_magu, una pequeña cafetería que alberga una fanzinoteca y se aferra a la idea de crear sus propias publicaciones; o como los restos de una antigua capilla en una casa particular ocupada por unes vecines que se reconocen como cronistas, para exhibir una serie de esquelas que dan cuenta de los ritos funerarios en la historia del pueblo, con la misma seriedad que cualquier curaduría merece; o como el itinerante Instituto de Investigaciones Insignificantes que mediante el juego y la ficción apuesta por darle la importancia debida a los saberes locales y cómo la gente los percibe y transmite; o como todos los sueños que aún no conocemos, escondidos en millón y medio de habitantes.

Sumado a esto, hay plataformas virtuales que nos permiten interactuar con tanta frecuencia como deseamos sin que nos detengan los —por lo menos— 40 pesos que cuesta moverse al interior del estado o la exclusión que genera la heteronorma importada. La virtualidad es otra capa del hogar, una capa que permite plantear lo silenciado, la disidencia que no necesita de un reconocimiento citadino pues su existencia ha estado siempre aquí, brindando cuidados. Archivo Ecatepec, por ejemplo, es una cuenta de Instagram que intenta alojar, de la manera más digna posible, relatos y creaciones enviados por mujeres y disidencias que habitan Ecatepec, recordando que las condiciones mínimas para vivir una vida sin violencia no son negociables.

Sin duda, aquí no es el paraíso, pero todo lo que aquí, y en otros territorios reducidos al sustantivo de periferia, requiera ser modificado es urgente que sea diseñado e implementado a partir de los intereses, necesidades y agencia de la gente que lo habita.

Antes que la concreción de una élite artística o de un circuito comercial del arte, que replique de este lado las formas centralistas aprendidas en la ciudad, están las personas y sus derechos culturales, no sólo como consumidores, sino como plenes creadores de sus propios símbolos y significantes. Sin duda, la inaccesibilidad del arte contemporáneo no está en su forma o sus estrategias —que por cierto son más cercanas a las dinámicas populares en tanto que priorizan procesos—, sino en sus encriptadas temáticas definidas por la realidad e intereses de quien está en el poder.

La dignidad de crear a partir de nuestras memorias, de no sentirnos ajenes, de saber que los afectos que nos vinculan a los lugares que habitamos merecen respeto, que los cambios necesarios deben gestarse desde el diálogo interno, no desde el aleccionamiento institucional o el reproche clasista, evidentemente no han dado resultado. A mí y a muches, nos hicieron creer que no sabíamos y que por eso debíamos ir a la universidad, que la política, la educación y el conocimiento, como historia fantástica, se encontraban dentro de esas paredes y que sólo a través de un título, cual bautismo cristiano, podríamos ser hijes civilizades aptes para participar de la sociedad. No es la ciudad el camino para la dignidad, cómo no lo fue la promesa de una profesión. No fue mi paso por la universidad lo que me dio herramientas; sino cada uno de los saberes sutilmente escondidos en las prácticas cotidianas, la cercanía de la pedagogía del oficio, la colectividad de los festejos callejeros, la naturalidad para hablar con el extraño, el esfuerzo conjunto con autoría repartida.

Renuncio a definirme a partir de la existencia de quienes nos despojan, renuncio a enterrar mis memorias a cambio de las migajas de la institución. Yo no soy periférica. Si algo me dejó el centro fue conocer su ritmo; pero de verdad creo que las danzas ocultas en el caos del universo en el que crecí nada le piden a su violenta pulcritud. ¿Qué ganan estos límites que insisten en llamar “periferias” al permanecer como un eco del concepto de cultura de la gran ciudad? ¿No acaso sacrifican su voz al seguir sosteniendo la proyección del centro? La cultura está, sólo basta que dejen de arrinconarnos, que liberen un poco de nuestro espacio para poder distinguir otras formas de narrar fuera de los contextos hegemónicos.

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