30.10.2017

Somos perros enamorados de nuestro propio vómito: contrabandear en la cotidianidad

Una charla entre Matthew Stromberg y Daniel Joseph Martinez sobre la multiplicidad del arte y su capacidad de irrupción para volcar contextos específicos.

Daniel Joseph Martinez no tiene estilo. O mejor dicho no tiene un estilo distintivo. Sería poco probable que un espectador entrara en una galería o museo y proclamara al ver por primera vez una obra suya: “esto es un Daniel Joseph Martinez” – como podría pasar con un Rothko, un Warhol, o un Judd – basado únicamente en su semejanza con otras de sus obras. El hilo común a lo largo de su obra no es estético, sino conceptual. Sus obras están unificadas no por su apariencia, sino por lo que hacen, y lo que hacen es provocar. Desafía a los espectadores no sólo a desenredar su compleja red de referencias literarias, artísticas e históricas, sino también a considerar su propia relación con las obras, las instituciones artísticas en las que están ubicadas, así como la cultura en general en la que están enmarcadas. Con este fin, emplea una amplia gama de medios y procesos, desde la fotografía hasta el trabajo basado en textos, construcciones arquitectónicas hasta robots animatrónicos. La ciencia ficción popular, Nietzsche, Martha Stewart, Herman Melville, el minimalismo reduccionista y el Partido Pantera Negra se encuentran entre la amplia gama de referentes culturales que muestra, a menudo en el mismo trabajo.
Nuestra discusión evitó las connotaciones literales del contrabando –que en los Ángeles a menudo se refieren a la frontera entre México y Estados Unidos– y en su lugar se centró en las maneras en que su trabajo, en todas sus formas, trafica en ideas y temas que subvierten las narrativas hegemónicas, a menudo apuntando a las mismas instituciones que hacen posible su trabajo. La siguiente conversación ha sido editada por longitud y claridad.

Matthew Stromberg: Evidentemente estamos hablando de contrabando. Existe una interpretación literal la cual es el movimiento ilícito de mercancías, gente y drogas a través de las fronteras. Pero también hay una noción más abstracta de contrabando, que es el movimiento de ideas, o de alguna forma la subversión de estructuras hegemónicas. Después de leer el ensayo “A Scaffolding of Viral Signifiers” de Juli Carson, en el que observa que tu “corpus es menos humanoide que viral –un ‘organismo’ a cuyo ‘interior’ innato le es dado vida duradera por un agente ‘externo’–», en lo primero que pensé fue en tus placas de identificación de la Bienal de Whitney de 1993. ¿Cómo es que dichas placas funcionan como un virus o de cierta manera como un elemento subversivo?
Daniel Joseph Martinez: Estábamos en el apogeo de las guerras culturales en 1993. Hubo una especie de euforia aumentada que, cuando llegaron los años 90, nosotros –es decir, el tipo de personas que estaban a la vanguardia de la producción cultural– reconocimos que había un asalto total que se estaba llevando a cabo en este país, y lo único que se podía hacer era resistir. No sólo se resistía como una postura defensiva, sino que también se resistía de una manera ofensiva. Había una sensación de que realmente estábamos ganando la guerra, lo cual debes imaginar que era extraordinario.
Gracias a Thelma Golden y a Elisabeth Sussman, quienes introdujeron a la Bienal una plataforma multi-discursiva que fue inclusiva en todas las formas posibles, la exhibición fue un verdadero retrato de los constituyentes de artistas en los Estados Unidos. Por primera vez en toda su historia la Bienal era abrumadoramente plural.
En cierto sentido, establecieron la posibilidad de una infección al instaurar una posición que abría una herida, permitiendo que los virus entraran al museo. Los virus eran esencialmente gente e ideas pero en forma de obras de arte. Me pareció que el mayor grado de eficacia que podía lograr sería subvertir la propia institución, utilizar infraestructura preexistente, que en el caso de esta obra, eran las placas de identificación del Whitney que el museo usa diariamente. Así que si las curadoras permitieron a los artistas intervenir en el museo, mi intervención era intervenir en su intervención. Fue un doble sentido en términos de cómo uno se mueve estructuralmente.
Usé exactamente las mismas placas y reemplacé las iniciales del museo por una frase corta: I can’t imagine ever wanting to be white (No puedo imaginar alguna vez haber querido ser blanco). Cada placa tenía una porción de la frase, y la idea misma, como Juli sugirió, se hizo viral –no sólo porque la obra fue activada por los visitantes del museo, quienes a su vez se convirtieron en las obras de arte como participantes de un performance, sino también porque verías gente usando las placas en todo Manhattan y las encontrarías en la calle, por cuadras y cuadras. Como un virus, la obra cambió completamente la identidad del museo al cuestionar una noción muy construida de identidad a través de una interrogación de especificidad étnica. ¿Qué es entonces la blancura racial? No lo sabemos. El blanco es una construcción. No hay tal cosa como lo blanco.

MS: Sabemos lo que no es.
DJM: Ese un buen punto.

Sabemos lo que no es blanco, ¿cierto? Y así, al llamar la atención sobre ello, podemos llegar a cuestionar la premisa de estas posiciones que son culturalmente mantenidas por nuestras instituciones.

¿Por qué un museo solo exhibe y tiene artistas blancos? ¿Qué significa esto y cómo empezamos a pensar sobre ello? Casi 30 años después, el museo todavía sostiene que la obra cambió su identidad, que la Bienal del 93, y las placas mismas, se convirtieron en una nueva aspiración. Entendió que ya no podía operar su organización sobre las mismas premisas que tenía antes –el tipo de jerarquías culturales que nosotros hemos heredado–, y que tenía que desafiar y cambiar para ser realmente reflexivo acerca de los artistas que estaban haciendo obra en este país. Me parece que el resultado de ese virus fue una mutación, misma que el museo necesitaba para poder reconocer lo que antes era incapaz de ver.
El resultado de la mutación fue una nueva forma de conciencia en el museo. No estoy sugiriendo que estaba abiertamente opuesto a intentar incluir a todos los diferentes tipos de artistas en este país, pero en ese momento no tenían la auto-conciencia para darse cuenta de que no estaba cumpliendo con su mandato. Tuvo que cambiar el comportamiento a fin de que el museo fuera más reflexivo acerca de quién existe en este país. Y cambió con esta exhibición y esta obra de arte porque llamaron la atención al hecho de que un discurso esta siendo removido, eliminado, despojado de su valor o cualquier tipo de representación. La obra simultáneamente generó dos tipos de respuestas; la positiva vino de artistas minoritarios que comprendían la multiplicidad del significado de la obra y su propuesta por complicar los temas de raza y poder. Por otro lado, la respuesta negativa y venenosa vino de gente blanca y cientos de artículos que me llamaban racista. Durante mucho tiempo, básicamente fui públicamente linchado, crucificado, alquitranado y emplumado por la audacia de una obra que se atrevió a declarar su independencia conceptual e intelectual basada en predecesores lingüísticos, parámetros performáticos y la historia del arte en la que se basó. No era solamente una aleatoria declaración que fue arrojada, de hecho estaba arraigada en la esencia misma de la filosofía y la historia del arte. No fue ni pretendía ser pasiva.

Daniel Joseph Martinez, If Only God Had Invented Coca Cola, Sooner! Or, The Death of My Pet Monkey, 2004. Portfolio de veintidós serigrafías con rotulación, 27.9375 x 21.9375” (71.0 x 55.7 cm). Edición de 5, 1 AP. Imagen cortesía del artista y Roberts & Tilton, Los Angeles, California.

MS: ¿Piensas que parte del problema fue que empleaste a la audiencia? El título de la obra es Overture with Hired Audience Members [Obertura con miembros de una audiencia contratada]. Empleas a la audiencia, no como espectadores, sino como agentes para contrabandear estas ideas fuera del museo. En cambio, si hubieras hecho una pintura, probablemente no hubiera sido tan incendiaria, ¿cierto?
DJM: No, claro que no. La obra es una acusación, incluyéndome a mí mismo. Así que mi posición, culturalmente hablando, no es como si estuviera en una jerarquía mirando hacia abajo, sugiriendo que yo mismo no estoy involucrado en la misma crítica. Las placas no solo desataron un virus en la jerarquía del museo, sino que también se movieron como una tormenta en la cultura.
MS: Quiero hablar sobre cyborgs, androides y doppelgängers en tu trabajo. Una vez que se vuelven sensibles y se desvían del orden que ha sido prescrito en ellos, se convierten en seres ilícitos. En su ensayo sobre tu trabajo, Rachel Leah Baum observa que estas “falsificando el cuerpo autónomo del artista”.[1] Falsificar es el otro lado del contrabando, ¿cierto? En lugar de transportar de forma encubierta algo real o algo ilegítimo, introduces algo falso.
DJM: Crecí aquí en LA y cuando era un niño pequeño era un gran premio ir a Disneylandia. Tengo dos historias sobre Disneylandia que llevan a esta trayectoria.
La primera es ir a Disneylandia y ver a Abraham Lincoln. Tenía como seis o siete años y no podía entenderlo. Abraham Lincoln estaba en exhibición, sentado en una silla, y se paraba, se quitaba el sombrero y recitaba el discurso de Gettysburg. Estaba verdaderamente sorprendido: ¿Cómo era posible que Abraham Lincoln estuviera vivo? Una pregunta que mi padre contestó con: “Es un robot”. Solo pensé que esta era la cosa más extraordinaria que yo había visto jamás. Era increíble ver a una máquina actuar como una persona frente a ti. ¿Qué significaba eso? ¿Qué significaba reanimar la vida?
Cuando tenía ocho años regresé a Disneylandia. Tenían el desfile de luces en la noche y de la cima del Matterhorn, Campanita aparecería y volaría hasta el suelo. Era una mujer en un disfraz con alas, una artista del trapecio que flotaría abajo por un cable. ¡Una ilusión extraordinaria! Así que estoy ahí y ella esta volando hacia abajo, y boom, el cable se rompe. Ella se estrella en el concreto justo frente a mí mientras mis padres tratan de cubrir mis ojos. Campanita murió frente a mí cuando tenía ocho años.
Para mí la yuxtaposición de estas dos experiencias fue realmente profunda en cuanto a intentar entender lo que era real, repensar las nociones normativas de la realidad y las representaciones de esa misma. Posteriormente, cuando comprendí estas experiencias, me hizo perfecto sentido, especialmente con las sugerencias de Ridley Scott de que las cosas tales como réplicas, androides o máquinas podían existir. Ese fue el comienzo de mi propia exploración en la creación de doppelgängers de mí mismo que se basan en figuras históricas o literarias.

Uno de los primeros estaba basado en la vida de Yukio Mishima, un muy importante autor para mí y probablemente uno de los grandes escritores de Japón en los últimos 300 años de literatura japonesa. A sus 40 años, este tipo decide que él ya ha hecho todo. Sentía que su noción de patriotismo y de identidad japonesa estaba en juego, por lo que creó su propio grupo paramilitar, una idea que no pudo vender. Entonces realizó el ritual de seppuku, cometiendo suicidio a los 45 años. Hay algo épico sobre Mishima. Con la obra To Make a Blind Man Murder for the Things He’s Seen (Happiness is Over-rated) (2012), creé un doppelgänger de mí mismo que estaba sentado en una habitación completamente blanca. La habitación parecía algo salido de la ciencia ficción, con la que había crecido toda mi vida. La figura vestida toda de azul esta intentando cortar sus propias muñecas, pero no le es posible llevar a cabo el suicidio porque va en contra de su propia programación.
Disneylandia gastó como un millón de dólares en producir el robot Lincoln, probablemente como 10 o 15 millones de dólares actuales. Mi reto fue hacer una versión pobre de un animatrónico con cinta scotch, pegamento e hilo. No tenía dinero o acceso a tecnología avanzada, por lo que tuve que aprender por mí mismo y encontrar algunas personas con experiencia para improvisarlo juntos. El resultado es una especie de máquina disfuncional, la cual nunca podrá trabajar correctamente por completo. La disfuncionalidad tecnológica de la máquina me llevó a la disfuncionalidad de la programación misma. En mi pieza, había una noción más abyecta de mi propio cuerpo. El reconocimiento de mi propia disfunción o de mis propias enfermedades sistémicas se suma al reconocimiento social de las enfermedades que afectan a la sociedad en general, que son los temas que se juegan en Blade Runner, por ejemplo. Los mismos temas que experimenté cuando era muy joven se conectan con mi comprensión política y mi educación.
En 2006, representé a Estados Unidos en la Bienal del Cairo con una instalación escultórica titulada Call Me Ishmael, The Fully Enlightened Earth Radiates Disaster Triumphant. En el suelo coloqué un doppelgänger animatrónico de mí mismo vestido de blanco, el cual, tenía ataques epilépticos. Al final de la exhibición, la máquina había golpeado en el suelo tan fuerte que se destruyó a sí misma. Fue una muy compleja narrativa coreografiada lograda al secuestrar un sofisticado programa musical y aplicarlo a los movimientos físicos del cuerpo.

En el Cairo, la gente me dijo que pensaban que era una escena de la transición de un mortal en la tierra al cielo. Rezarían alrededor de esta cosa. Ocurrieron cosas culturales extraordinarias. Alguien me “asesinó”. Saltaron sobre el pecho de mi doppelgänger, pusieron sus pulgares en mis ojos y los arrancaron, me rompieron el cuello y trataron de arrancarme la cabeza y aplastar mis costillas. En ese momento el Cairo era muy volátil. Sin embargo, me llamaron por teléfono y me pidieron que lo arreglara para que pudiera vivir de nuevo. Si bien algunas personas se maravillaban de él, obviamente había gente que sentía que era blasfemo, razón por la que fue asesinado.
Las narrativas se envuelven en el trabajo mismo. Las capas de significado no tienen que estar fácilmente disponibles para cualquier espectador en cualquier momento. Está el arte en sí y luego está la experiencia del arte: la contemplación del significado de la obra, su relación con tu propia vida y con otras obras de arte. También hay una relación con su especificidad cultural dependiendo de dónde se produce y dónde se exhibe.
De repente estas capas significan algo, por lo que el título desencadena una lectura y las obras desencadenan una interpretación diferente. Estos pueden funcionar por separado o pueden operar en conjunto para crear más significado. Por ejemplo, si uno quiere pensar en Ishmael fuera de Moby Dick, ¿por qué Herman Melville usa nombres del Medio Oriente en una historia sobre una crítica al imperialismo estadounidense? ¿Cómo llega Ishmael, un nombre del Medio Oriente, a ser el personaje principal de la historia de Moby Dick?
Existen todo tipo de teorías sobre esto, pero esencialmente Melville predijo la guerra en el Medio Oriente. Llevó la historia del imperialismo estadounidense más allá de su tiempo, de la misma manera en que Julio Verne, a principios del siglo pasado, predijo todo antes de que existiera: ir al espacio, viajar alrededor de la luna, ir al centro de la Tierra y la exploración submarina. Todos estos ejemplos son narraciones incorporadas dentro de cada una de las demás. La crítica no es nunca la crítica en el extremo delantero. La subversión es el contrabando de ideas. Es reflejante como un pasillo de espejos. Le muestras a alguien una cosa y actúas de forma diferente. Falsificaste la idea. El doppelgänger (el clon) es una falsificación. Es lo irreal y lo extraño. Es abyecto por su propia naturaleza. Es una máquina que ha sido improvisada al contrario de Frankenstein quien fue creado con un mal cerebro.

MS: Quien es el acto definitivo de contrabando: el saqueo de tumbas.
DJM: Así es. Haces lo mismo en el nivel de la máquina. Agarras las partes que puedas y de ello haces la mejor máquina posible, una falsificación de un ser humano. La pregunta entonces es: ¿cómo esa representación desafía a otras representaciones de los seres humanos? ¿por qué somos legítimos y otras formas de vida no lo son? La noción de que los seres humanos son el ser más sofisticado en la galaxia es realmente absurda. Se acerca a la locura. Pero la pregunta sigue siendo ¿qué significa ser humano en el siglo XXI?
MS: El asunto es, quien sea que este contando la historia la legitima. Cuando la singularidad pase y seamos sustituidos por los robots, seremos la nota al pie.
DJM: Absolutamente. Todas estas representaciones: Blade RunnerTerminator, The Matrix son ejemplos perfectos. Y luego llegas a Kurzweil y la singularidad: el momento en que una máquina se concientiza y nosotros somos obsoletos. Así que, o desciframos las colaboraciones biomecánicas, o simplemente nos volveremos obsoletos. [Los robots] ya no necesitarán un organismo biológico en su mundo. Esto desafía la noción de la supremacía del ser humano y señala con mucha claridad y articulación todas nuestras debilidades. Piénsalo, apenas salimos de las cuevas, así que la crítica es entonces la crítica de la especie.
En Kill Bill Vol. 1, hay un momento en que David Carradine está hablando con Uma Thurman sobre la mitología de los libros de historietas, sobre lo que son los superhéroes. Todos los diferentes superhéroes tienen que ponerse disfraces con el fin de ganar sus superpoderes. En realidad no son superhéroes. Pero Superman vino de otro planeta. Vino aquí cuando era un bebé y se disfrazó de Clark Kent para encajar, para disfrazar sus superpoderes. La imagen de Superman de la especie humana es Clark Kent: tonto, tímido, descoordinado, un tipo de bufón torpe. Su crítica a la raza humana es Clark Kent. Esa crítica está incrustada en todo lo que estamos hablando, incrustado en Ishmael, encarnado en mi Mishima. En todas las obras hay un análisis y una crítica de quiénes somos como especie. A través de este análisis soy capaz de llegar al subtexto de todos los otros temas que parecen ocuparnos: la esclavitud, la guerra y el racismo, la diseminación del poder hegemónico, y todos los tropos de una sociedad progresista. La crítica yace ahí.

Notas

  1. Rachel Leah Baum, “Daniel Joseph Martinez and the White Wall/Black Hole System,” in Daniel Joseph Martinez: A Life of Disobedience (Ostfildern: Hatje Cantz Verlag, 2009), 224.

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