Edición 1: Margen de elección

Andrew Berardini

Tiempo de lectura: 11 minutos

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26.01.2015

The Forgotten Edge

Trazando un recorrido por algunas de sus más preciadas referencias literarias, Andrew Berardini encuentra libertad entre géneros, revelando así intersticios críticos desde los cuales reflexionar sobre la escritura del arte. Si Los Angeles es una ciudad que se hizo a sí misma, ¿porqué no podríamos nosotros los escritores de arte hacer lo mismo?

El borde olvidado
por Andrew Berardini

Rascar el papel es una batalla sombría. No hay testigos, no hay nadie más en tu esquina, no hay pasión. Y mientras tanto te esperan afuera tu primavera azul, los gritos de tus pavos reales y la fragancia del aire. Es muy triste.

–Colette, 1873

Los pavos reales deambulan libremente por acá.

Su ladrido es perturbador, fantasmal, poco ornitológico. Las hembras, sin las plumas iridiscentes que sus amantes llevan en las colas, gimen de necesidad durante toda la larga y húmeda primavera. Sus llamados adoloridos llenan el aire nocturno, saturado con el olor de los jazmines que florecen de noche y el eucalipto y el humo de exhosto y de cigarrillos baratos que fuman los viejos chinos sentados en cajas de transportar leche bajo las luces callejeras. En la mañana, la brisa trae del otro lado de la cerca el olor de incienso del altar de mi vecino. En la tarde, el tráfico de dos autopistas lejanas ronronea. A lo largo del día, las hembras del pavo real en celo hacen su llamado.

Acomodadas en las cabañas desteñidas y en las barandas de complejos de apartamentos anónimos, en los cables de energía cruciformes y las jacarandas florecidas, a estas extrañas y exóticas criaturas, con sus aullidos sexuales y pornográficas plumas traseras les vale mierda estar lejos de una selva en India. Les vale mierda estar en el centro mismo de una cosmópolis de concreto de 15 millones de humanos al otro lado del océano; o si no les da igual, de todas formas lo hacen funcionar.

Acá las palabras también deambulan libremente.

Son maleducadas, rebeldes, indomables. Se rehúsan a ser contenidas. Siempre directas, pero nunca rectas, vagabundean y llegan sin cumplir horario.

Saltan la cerca y fornican con sus vecinos. Adulteran y se mezclan. Estas palabras cambian de género con un giro de frase. Estas palabras son swingers, a menos de que no les interese y desaparezcan como ermitaños o anacoretas. Dicen lo que sea que quieran decir cuando quieran decirlo. Montan obras de teatro si las mueve el drama. Le dicen la verdad al poder. Se esconden en fantasías. Mienten imparables en la ficción si la verdad resulta un mejor lubricante. Critican y reportan, ensayan y declaman. Disfrutan la libertad de los márgenes de cualquier otra cosa, negándose a ser definidas.

Si ellas lo dicen, esto es un poema. Si ellas lo necesitan, esto es una plegaria.

Si las palabras lo deciden, como le sucedía a Henry Miller, son una masa de saliva escupida en el rostro del arte.

Las ventanas tiemblan con el sonar y retumbar de los cohetes. En la ventana de mi cocina, justo sobre la colina que queda más allá del edificio de apartamentos a medio construir, con su esqueleto de concreto que lleva años sin terminarse, puedo ver los juegos artificiales reventando en el aire convertidos en estrellas efímeras pintadas con luces en las nubes nocturnas. Con sus vastos parqueaderos y luces penetrantes y el ejército de seguidores con gorras azules, Dodger Stadium está justo del otro lado y los juegos artificiales son un deleite después del partido. Construido sobre un vecindario de clase trabajadora como el mío, pocos se molestan en recordarlo. En la otra dirección, una luna recortada sonríe sobre la autopista 101, las lámparas frontales blancas besando las traseras rojas a medida que el tráfico avanza tosiendo a través de las torres del centro hacia Hollywood y más allá.

Esos rascacielos están tan cerca que casi puedes tocarlos. Un papel tapiz de poder, cada uno lleva el nombre de nuestros amos, en su mayoría banqueros. Cuando llega la niebla, el vidrio y acero aparecen y desaparecen como fantasmas.

Lewis Brisbois. Su nombre no está en la torre más alta pero hace una declaración clara y bullosa, con letras sin serifa en negrita. Mis amigos y vecinos CC y Sterling bromean sobre él todo el tiempo: “Lewis Brisbois puede comprar la Serie Mundial, pero no puede arreglarle el corazón a este anciano” o “Lewis Brisbois quizás sea dueño de esta ciudad, pero no posee el corazón de su amor verdadero”. Es divertido decir su nombre con su redondez tambaleante y eses silbantes. Todos somos tan pobres que quizás nos gusta que su poder no logre comprarlo todo. Es nuestro Dr. T.J. Eckleburg en El valle de las cenizas, cuyos ojos enceguecidos veían la tragedia de Nick y Daisy y Tom y el gran Gatsby terminar en ruina. Lewis Brisbois se proyecta en la ventana de mi cuarto cada noche.

No tengo ni idea de quién sea en realidad y espero nunca saberlo.

Por alguna razón, pensé que ser escritor significaba escribir novelas convencionales con personajes moviéndose por una trama tipo EM Forster, con una exposición y desenlace que respetaran la linealidad de subida y bajada de una curva de Bell. Luego vi la trama de Tristram Shandy (hecha pantomima por Laurence Sterne) en los primeros cuatro volúmenes de sus memorias:

tristramshandy

Linearidad y realismo y la curva de Forster le dan una forma falsa y reglas innecesarias a una existencia que no es ni linear ni realista. Pasado y futuro, eventos distantes y preocupaciones cotidianas, recuerdos y lagunas, amenazas imaginarias y visiones, hormonas y deseos y drogas frustran la línea recta, las líneas de visión superficiales de una realidad falsamente objetiva. En su autobiografía, Tristram no llega a su nacimiento sino hasta el tercer volumen.

No hay caminos hacia el estadio sobre la colina al norte, aunque podrías machetear y saltar las cercas de malla y el pasto despoblado del inclinado descenso a la puerta si quisieras. Al oeste, Sunset Boulevard, separado de la playa a 22 millas de distancia, por fin se disuelve justo al pasar mi casa en el César Chávez Blvd y al este en el Este. Justo más allá está la 101 y su interminable arrollo de luces. Al sur está la autopista 110 pasando por debajo de algunos puentes de la WPA y, bajando unas colinas empinadas, está Chinatown. Dragones de neón y linternas de papel llaman a los turistas a comprar refrescos y ventiladores poco robustos, cositas de plástico y tallarines grasientos. “¡Una película bestseller de Jackie Chan, RUSH HOUR, se rodó acá!” .

¿Frances Stark es una artista o una escritora? ¿Chris Kraus escribe ficción o teoría o ensayos? Cuando Anne Carson le responde a Roni Horn con una pieza literaria tan hermosamente amorfa que incluso podrías considerarla un poema, ¿hay necesidad de que yo lo llame un poema o crítica de arte o esa rareza griega, una ekfrase?

Leo Contra la naturaleza para recordar cómo el arte puede tener un cuerpo donde cada palabra te hace desear y doler. Para mí es menos una novela y más un libro de instrucciones sobre cómo auto-destruirse en las maneras más deliciosas posibles.

Leí ¿Cómo debe ser una persona? de Sheila Heti porque a pesar de todo su ombliguismo amorfo, es real. O tan real como es posible para mi gente, rodeados como estamos de constantes ilusiones.

¿Son unas memorias o una novela o crítica de arte o filosofía? No me importa. Los caballeros académicos de la Ilustración pueden hacer vivisecciones y clasificar, yo no necesito asesinar al ave para admirar su vuelo.

Subo y bajo por Sunset todos los días. Mi vecindario queda cerca a Echo Park, barrio alguna vez dominado por pandillas callejeras y policías torcidos. La división corrupta de policía ha sido desmantelada y limpiada. Las pandillas callejeras siguen marcando su nombre y reclamando su terreno en letras redondeadas con ángulos a la antigua, pero ya no dominan el vecindario.

Pocas de las tiendas se mantienen vacías por mucho tiempo. La tienda de eco-bodas parece abrir todos los días. Los restaurantes con letreros sutiles y menús modernos se ven concurridos. Pero el zapatero en su Astrovan sigue parqueándose al lado del camión de burritos aún si la tienda de abarrotes abandonada que tenían de vecina ahora se volvió un mercado de comida saludable.

Pero todo esto es solo adyacente, un lugar cercano que siempre puedo visitar pero donde no vivo.

Un artista del hambre, de Franz Kafka es el más grande texto de crítica de arte jamás escrito, si quisiéramos llamarlo crítica de arte. No se da un nombre a sí mismo, más que el suyo propio.

El artista muere de hambre en un espectáculo público increíblemente popular en el circo. El interés disminuye, pero él sigue practicando igual. Olvidado casi por completo hasta su muerte, incluso entonces es malentendido y poco apreciado por la mayoría.

“Siempre quise que admiraran mi ayuno”, dijo el artista del hambre. “Pero sí lo admiramos”, dijo el supervisor para darle gusto. “Pero no deberían admirarlo”, dijo el artista del hambre. “Bueno, entonces no lo admiramos”, dijo el supervisor, “pero ¿por qué no debíamos admirarlo?”. “Porque mi deber era ayunar. No puedo hacer nada más”, dijo el artista del hambre.

El artista no puede ser nada más que lo que es. No se diferencia en nada del jaguar que se toma la jaula tras el fallecimiento del mismo artista.

Este cuerpo noble, equipado con todo lo necesario, casi hasta el punto de reventarse, incluso parecía llevar consigo la libertad. Esta parece estar localizada en algún u otro lugar, en sus dientes, y su gozo de vivir surgía con una pasión tan fuerte de su garganta que para los espectadores no era fácil de observar. Pero se controlaban, seguían apretándose alrededor de la jaula y no tenían el menor deseo de moverse.

El artista del hambre no practicaba por fama, la pantera mansa nunca alardeará de su libertad por aplausos. La libertad del jaguar, indiferente a los barrotes, nos da esperanza en nuestras jaulas.

Nuestra atención es una especie de cadena, pero necesitamos de su libertad. Cuando escapemos, regresaremos con canciones y poemas, pinturas y baile, cada cosa una vuelta de cadena hacia la prisión. Quizás alguien más la agarre y escape también.

Pero si eres una pantera libre no esperes gratitud de ella, quizás te devore. Es su naturaleza.

El vecindario recibió el nombre de “El borde olvidado” por existir entre tantos vecindarios más grandes sin pertenecer geográfica, étnica, lingüística o espiritualmente a ninguno. Tampoco hay tráfico que se desvíe por acá y en el pasado en la ciudad a menudo se confundía qué estación de policía era la responsable de él, así que durante años los criminales tuvieron su reino en la cima de la colina. Todo eso ya se resolvió pero todavía me siento como escondiéndome en medio de todo, con la vista más cercana e intensa del centro. Uno de los pocos lugares donde Los Ángeles suburbana se siente verdaderamente como una ciudad.

Estoy en el centro de todo sin pertenecer a nada.

Y a dónde puede escapar el artista o su audiencia. Las paredes son etéreas. Resuenan binariamente a través de redes digitales. Le dan forma a cada acción y elección en tu cabeza.

Pienso en eso todo el tiempo.

La única respuesta que he encontrado está en Las ciudades invisibles de Italo Calvino. Repito estas palabras como una plegaria.

Y Polo: “El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio”.

El espacio que encuentro en medio del infierno no es un infierno. Está acá en esta ciudad de cambios. Es un vecindario olvidado donde los pavos reales son salvajes. Es una casa en una colina, una mesa en la cocina y una página en blanco para que yo la llene con lo que se me dé la gana.

echopark

Quien me arrienda mi casa es el nieto de quien le arrendaba su casa a mi abuelo. Aunque hay sobre todo chinos y mexicanos y la extraña mezcla racial de jóvenes aspirantes, mi vecindario alguna vez fue un barrio trabajador de italianos. Soy casi el último del vecindario en poder trazar su linaje a esos primeros inmigrantes Pero hay otro. Es el gerente del Eastside Market, un mercado adorado por policías y bomberos. En algún lado leí que viene del mismo pueblo de mi familia, pero nunca lo he conocido.

Nada de esto importa, solo me hace sentir una quietud que me hace enraizarme en el pasado mientras el devenir sin forma de una civilización pasajera flota a mi alrededor. La casa donde mi abuelo y mi madre criaron a mi padre fue demolida para hacer un parqueadero que ahora está abandonado. Soy de algún lugar y eso me reconforta, pero no significa nada. Fácilmente intercambiaría tradiciones por libertad.

Pero esto es Los Ángeles y yo también.

Ambos nos vamos inventando a medida que avanzamos.

Traducción de Manuel Kalmanovitz G.

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